Cuando a mediados de agosto del 490 a.C. el rey Leónidas de Esparta observó en el horizonte, al norte, una gran polvareda cada vez más densa, supo que el ejército del Gran Rey se aproximaba. Tras la polvareda la propia tierra, pisoteada por la marcha incesante de miles de pies, había comenzado a temblar. Los persas habían llegado las Termópilas («Puertas Calientes» o «Fuentes Calientes») y los griegos, limpiándose el polvo de los ojos, miraban con horror, atónitos, el espectáculo de las tropas del Gran Rey que sin duda superaba de lejos sus más siniestras expectativas. Poco a poco, el pánico comenzó a apoderarse de aquel pequeño ejército, a excepción, claro esta, de los espartanos, que mantenían su habitual compostura. Para calmar los ánimos entre las tropas aliadas de su pequeña fuerza expedicionaria, Leónidas, ordenó a su espartanos que protegieran una posición más allá del muro focense. Poco tiempo después, un jinete persa se acercó cabalgando hasta la Puerta Occidental, mientras nadie se dignaba siquiera a mirarlo. Algunos estaban «ocupados» peinando sus largos cabellos a la manera acostumbrada por los espartanos de prepararse para la muerte. Otros, con los cuerpos desnudos y embadurnados de aceite, corrían o forcejeaban entre sí, entrenándose tranquilamente. El explorador persa, patidifuso ante aquella escena, dio media vuelta y galopó de regreso hasta sus líneas mientras los espartanos, ajenos por completo, no intentaron detenerle. Pero, ¿Qué hacía aquel ejercito Persa en mitad de la Hélade?.
Como consecuencia de la conquista de Lidia por Ciro, los griegos habían entrado en conflicto, por primera vez, con el Imperio Persa. En el 546 a. C. Lidia fue conquistada y convertida en satrapía del Imperio persa con capital en la ciudad de Sardes, pero su gobierno sobre la nueva provincia no duró mucho, pues los lidios se alzaron en rebelión, apoyados activamente por muchas ciudades griegas de Anatolia. Tras aplastar Lidia, las ciudades griegas fueron tomadas al asalto y el resto simplemente se doblegó al poder persa. Los mismos espartanos, enviaron una embajada ante el Gran Rey, advirtiéndole severamente de que se mantuviese alejado de las ciudades griegas en Asia Menor. Para los persas, estos eran unos griegos muy distintos a los de Asia, con su cabello largo y sus túnicas rojas características. Tampoco se expresaban con la sutileza que solía distinguir el lenguaje de los embajadores; muy al contrario, resultaban bruscos, tajantes y sumamente descorteses. El mensaje era simple: Gran Rey debía dejar en paz a las ciudades jonias o de lo contrario, tendría que rendir cuentas ante «los espartanos». Dado que no añadieron nada mas, parecía evidente que para aquellos extranjeros, la sola mención de su pueblo debía de resultar aterradora. De modo que Ciro se vio forzado a apartarse de los embajadores y hacerle la consulta a un jonio que se encontraba presente en su corte. Dime, preguntó el rey, confundido, ¿Quiénes son los espartanos?.
Una nueva rebelión de los levantiscos griegos de Jonia, liderados por Mileto, se producirá durante el reinado de Darío, la conocida como revuelta jonia (499-494 a.C). Sardes fue saqueada e incendiada por los griegos que inicialmente tomaron desprevenidos a sus amos persas que, metódica y lentamente, fueron capaces de imponerse, combatiendo en varios frentes simultáneos. Los rebeldes habían pedido ayuda a los griegos continentales, pero sólo Atenas y Eretria habían respondido, abandonando a su destino a sus hermanos en cuanto la suerte de la guerra se inclinó del lado persa. Uno a uno los estados rebeldes fueron aplastados y tras cinco años de guerra, la revuelta jonia será sofocada. Entonces, los persas continuaron con la conquista total de Tracia, sometiendo no solo a las pléyade de colonias griegas que salpicaban el egeo, sino también a Macedonia. Solamente, restaba castigar por su insolencia a Atenas y Eretria. Pero aunque ambas ciudades suponían el objetivo inmediato de la venganza de Darío, sus planes a largo plazo incluían a toda Grecia.
En el 491 a.C. el Gran Rey envió una embajada recorriendo Grecia, que exigía «tierra y agua». La demanda de tierra y agua simbolizaba que aquellos que se rendían a los persas renunciaban a todos sus derechos sobre su tierra. Por tanto, dando tierra y agua, reconocían la autoridad persa sobre todo; incluso sus vidas pertenecían ya al rey de los persas. Aquellos que se negasen, pagarían las consecuencias. Los espartanos, que no estaban dispuestos a someterse en modo alguno, formaron una alianza con los Atenienses y ejecutaron a los embajadores persas (creando un gravísimo conflicto diplomático), arrojándolos a un pozo para que pudiesen coger allí la tierra y el agua que pedían. Darío ya tenia el casus belli que estaba buscando y ordenó el envió de una fuerza de castigo. El alto mando persa tenia experiencia en la organización de expediciones a gran escala y además, contaba con el poder y los medios logísticos necesarios para mantener a grandes ejércitos en campaña. Al año siguiente, una flota persa de 600 barcos y unos 25.000 hombres bajo el mando de Datis y Artafernes, someterá las Cícladas, Caristo y Eretria. Y a continuación era el turno de Atenas. Tras la destrucción de Eretria, la fuerza expedicionaria persa había desembarcado en la bahía de Maratón y con ellos, un anciano Hipias, hijo de Pisístrato, ansioso por convertirse nuevamente en tirano de Atenas. Pero Hipias no vería de nuevo Atenas ya que en Maratón, los atenienses y sus aliados plateos, unos 10.000 hoplitas como máximo, frenaron al ejercito persa. Según algunos estudios, el ejercito ateniense contaría además de con su hoplitas, con aproximadamente 10.000 hombres mas, bagajeros o calones, que portaban las armas y el bagaje de sus señores durante las marchas y que, armados con escudos ligeros, jabalinas y lanzas, eran utilizados como infantería ligera durante los combates, apoyando a la infantería pesada hoplítica y hostigando al enemigo. Por tanto y aunque los griegos magnificaron su victoria, que presentaron como el triunfo de unos pocos frente a un enorme ejercito invasor, la realidad dista mucho del mito si tenemos en cuenta estas cifras: 20.000 hombres del ejercito ateniense y sus aliados plateos, frente a los aproximadamente 25.000 -28.000 hombres que conformaban la fuerza expedicionaria persa que, recordemos, era una fuerza expedicionaria anfibia y no un gran ejercito desde el punto de vista de la capacidad del imperio persa. Así, aunque Maratón constituirá una autentica hazaña para los griegos, casi mítica, para el alto mando persa se tratará de un simple revés, el prólogo de una serie de batallas como Salamina, Platea o las Termópilas, dentro de su gran campaña militar en Grecia. Por tanto, esta derrota de la fuerza expedicionaria persa distaba mucho de finalizar la guerra; los recursos persas, inmensamente superiores a los de cualquier ciudad-estado griega, se mantenían intactos, por lo que Darío comenzó a planear su siguiente campaña.
Solo la muerte del propio Gran Rey y una rebelión en Egipto (485 a.C.) que centró inmediatamente la atención de su hijo y sucesor, Jerjes (que subió al trono persa en el 486 a.C.) retrasó la nueva campaña. Hijo de Darío y Atosa (hija a su vez de Ciro el Grande), Jerjes fue designado heredero por su padre por delante de su medio hermano mayor Artabazanes. A sus 32 años, el alto y apuesto Jerjes se disponía a seguir los pasos de la tradición impuesta por su abuelo Ciro (fundador de la dinastía aqueménida), en base a la cual todos los reyes de la dinastía habían conquistado e incorporado nuevos territorios al imperio. Y curiosamente, como le pasaría a la inversa a Alejandro de Macedonia con su padre, Filipo el Grande, también había heredado de su padre los planes para una expedición, esta contra Grecia. Persia, vasta y rica, poco podía obtener de la pequeña y pobre Grecia, que era poco más que un montón de rocas; pero incluso el perímetro de este gran imperio era vulnerable y el alto mando persa estaba convencido de que su Imperio nunca estaría realmente seguro mientras hubiese una posibilidad de revuelta en jonia, respaldada por los griegos continentales. Se trataba pues de una invasión enfocada a la conquista de toda la Grecia continental. Así pues los preparativos se volvieron a poner en marcha en el 482 a.C., durante dos años, con la construcción de una gran flota, la realización de levas para el reclutamiento de un gran ejército y la preparación de grandes almacenes de suministros a lo largo de la ruta que debería tomar el ejercito a través de la costa Jonia, en Tracia y en Macedonia. Un gran puente doble de pontones, construido sobre barcos, uniría el Helesponto y se construirá un canal a través del istmo que conectaba la península del monte Atos con la Calcídica para evitar a la flota las fuertes tormentas de la zona. Al mismo tiempo, los enviados persas comenzaron a recorrer toda Grecia con demandas de «tierra y agua», visitando todas las ciudades, con dos excepciones notorias: Atenas y Esparta. El mensaje para el resto de Grecia no podía ser más claro. Muchas ciudades cumplieron con las demandas de los emisarios imperiales, e incluso aquellas que rehusaron la ofrenda de sumisión, contaban con alguna facción a favor de los persas, o se negaban de modo más bien ambiguo, por si acaso….
Pero el alto mando persa no supo ver hasta que punto iban a unirse y a resistir los griegos y veían la invasión más como un paseo militar en el que uno a uno, cada estado griego caería rendido, que como una dura campaña. Por ello no planearon la expedición como un todo, a parte de una cooperación básica entre el ejército y la armada imperial. Durante las primeras semanas de la invasión, ambos operaron de manera separada; el ejército descendió hasta el paso de las Termópilas mientras la flota defendía sus posiciones en la costa de Artemisio. No se reunirán hasta que ambos enfrentamientos terminaron. Heródoto afirma que el ejercito estaba integrado por unos 2,7 millones de hombres (1.700.000 infantes, 80.000 jinetes) provenientes de todos los rincones del imperio, una cifra a todas luces, completa y absolutamente exagerada; los cálculos actuales estiman la fuerza persa en un número que oscilaría entre los 80.000 y los 150.000 hombres. La fuerza principal de ataque estaría compuesta por las fuerzas iraníes, estando integrado el resto del ejército por otras etnias del imperio que conformaban un grupo más simbólico que útil. Respecto de la flota imperial, Heródoto estimaba su numero en 1.207 trirremes además de otros 120 barcos aportados por los griegos tracios y 300 navíos de todo tipo; es probable que esta cifra refleje mas bien la totalidad de la armada imperial que la flota de invasión. Los persas, que no eran marinos, aportaban almirantes y marineros (probablemente para asegurarse la lealtad de los barcos) y cada estado súbdito (fenicios, egipcios, carios, chipiotas y griegos), barcos y tripulaciones reales.
Originalmente el ejercito persa estaba formado exclusivamente por guerreros iraníes y aunque a medida que el imperio se va extendiendo irá incorporando levas procedentes de las distintas satrapías que lo conforman, los iraníes seguirán formando el núcleo del ejercito imperial. Así pues, con la expansión del pequeño reino de Parsis en una gran potencia imperial, se formará un ejército regular ( Spada) constituido por persas y medos y otro ejercito imperial compuesto por guerreros de todas las naciones subyugadas. Los persas también incorporaron hoplitas griegos a sus ejércitos desde el momento en el que se toparon con ellos en su expansión y con el tiempo no solo los sátrapas de Anatolia y el Levante dispondrán de estas tropas, sino también el mismísimo Gran Rey utilizará mercenarios griegos.
El ejército regular estaba formado por un arma de infantería, una de caballería y en ocasiones camellos y carros (solo conducido por guerreros nobles, aunque ya obsoletos y meramente simbólicos). Estas tropas iban acompañadas por un enorme numero de seguidores en campaña. La organización de la Spada estaba basada en un sistema decimal que no será utilizado en ningún ejercito asiático hasta la llegada de los mongoles; diez hombres formaban la unidad táctica básica, la dathaban (bajo el mando de un dathapatish). Diez de estas formaban a su vez un sataban (cien hombres bajo el mando de un satapatish) y diez de estas conformaban un hazaraban (mil hombres bajo el mando de un hazarapatish). Se cree que finalmente, un baivaraban estaba integrado por diez hazaraban ( 10.000 hombres comandados por un baivarapatish). La Spada estaba comandada por un comandante supremo, el spadapatish. La infantería persa integraba el grueso del ejército; estaban equipados con una daga larga y recta de doble filo, una lanza corta de madera con contrapeso esférico de metal, un carcaj y un arco compuesto. Para su protección, el soldado persa confiaba en un ligero escudo de mimbre, pequeño y en forma de luna decreciente o bien grande y rectangular, fabricado con cañas trenzadas a través de una lámina húmeda de cuero que cuando se endurecía lo hacían capaz de detener las flechas enemigas. Algunos persas utilizaban cascos de metal, pero solo los contingentes egipcios y mesopotámicos se protegían con armadura, que podían ser poco más que una coraza de cuero. Dada esta equipación, los persas preferían disputar sus batallas a distancia, confiando el la potencia de sus arcos y la preparación de sus arqueros, mediante descargas masivas y con gran frecuencia para destrozar al oponente. Por el contrario, los espartanos consideraban el arco un arma de débiles, frente al hoplita que combatía con lanza y escudo cara a cara.
La caballería persa iba equipada básicamente igual que la infantería, aunque también llevaban dos jabalinas de madera de cornejo de entre 1,5, y 1,8 metros de longitud, con puntas de bronce o hierro, y podían arrojarlas o utilizarlas para cargar (Jenofonte indica que era un arma de carga mucho mas eficaz que las endebles lanzas de la caballería griega). Algunos jinetes utilizaban cascos de metal, por regla general de bronce y de formas redondeadas y podían llevar corazas de lino reforzado (linotórax) y acolchado con capas de lana. El lino acolchado no es una protección tan eficaz como el bronce, pero es mucho más ligero y cómodo, siendo las más habituales entre la caballería persa. Nunca utilizó el escudo de forma generalizada en el periodo aqueménida y cabalgaban sin estribos ni sillas rígidas; los caballos no llevaban herraduras. Los jinetes persas eran muy hábiles en la lucha directa y en las escaramuzas; en la lucha cuerpo a cuerpo, no trataban de desmontar al oponente sino que atacaban sus flancos vulnerables y su retaguardia (la caballería de esta época no solía cargar contra formaciones de infantería sin romper). En las escaramuzas, grupos independientes cabalgaban frente al enemigo descargando jabalinas o flechas para luego retirarse y disparar al enemigo cuando se batía en retirada.
La spada, contaba con una unidad de élite de infantería, formada por 10.000 hombres, los amrataka (en persa antiguo, los «seguidores»), conocidos popular y equivocadamente, gracias a los griegos, como los Inmortales. Su comandante,el hazarapatish, dada su proximidad al Gran Rey, gozaba de un gran poder político. En las Termópilas, estaban comandados por Hidarnes, hijo de Hidarnes, uno de los seis nobles persas que habían ayudado a Darío en su toma del poder. Se trataba de una unidad muy bien entrenada, formada en su mayor parte por soldados de etnia persa, aunque también por elamitas que lucían atuendos propios de la corte elamita (sombrero acanalado, pequeño y redondo, túnica larga hasta media pierna sobre estrechos pantalones de combate y calzado blando con cordones) y hacían las veces de guardia real. Su uniforme de campaña era el mucho más práctico atuendo de estilo medo, es decir, túnica holgada hasta las rodillas, pantalones ceñitos y botas blandas de piel ( refinamiento que desconocían los hoplitas griegos). Usaban la tradicional tiara persa, una capucha de tela con tres orejeras, una de las cuales podía colocarse sobre el rostro para proteger al soldado del polvo. En sus cuellos, lucian una gargantilla de oro trenzado, símbolo del favor real. Existía además, una élite dentro de la élite, los lanceros del rey o arstibara, una unidad de un millar de lanceros, soldados escogidos, que formaban la guardia personal del Gran Rey. Sus lanzas cortas tenían un peculiar adorno en forma de manzana de oro y de ahí el nombre de «portadores de manzanas». El mismísimo Darío sirvió en esta unidad durante la campaña de Egipto de Cambises. Es posible que los arstibara estuviesen formados por la juventud de la nobleza persa, mientras que los soldados que integraban los Inmortales procederían de las clases populares persas, medas y elamitas.
Ademas del ejercito regular, siempre que era necesario organizaban levas entre los pueblos súbditos del imperio, algo que precisaba de mucho tiempo si el objetivo era reunir ejércitos muy numerosos. El Imperio se dividía en satrapías o provincias, al frente de las cuales estaba un sátrapa que como virrey era responsable de ordenar estas levas. Junto a estas levas en masa, las satrapías contaban con guarniciones en los principales centros del imperio y los sátrapas contaban con su propia guardia personal, aunque estas no solían incorporarse al gran ejercito, dado el peligro permanente de revueltas. Antes de la batalla, se convocaba un consejo de guerra y se discutían los planes de acción. Normalmente, situaban a la infantería en el centro de la formación, flanqueada por caballería y por tropas de apoyo de infantería ligera. El comandante, situado en una posición central, rodeado por las tropas de su casa, observaba la batalla y dirigía la acción. Los persas tendían a ser cautos por lo que su estilo de lucha era en esencia, defensivo, siendo su táctica usual la de reunir a su infantería en formaciones cerradas y protegidas por sus escudos para acosar al enemigo con una lluvia incesante de flechas y jabalinas. A continuación cargaría la caballería con jabalinas y flechas, dado que en este momento los enemigos estarían huyendo. Esta táctica funcionaba bien en las anchas llanuras de Asia y contra otros ejércitos asiáticos, pero no era nada eficaz contra los blindados hoplitas griegos. A menos que se disparara muy cerca, sus corazas y escudos detenían sin problema las flechas y cuando comenzaba el combate cuerpo a cuerpo, poco podían hacer los persas contra la falta de coraza y sus inferiores armas de choque. Incluso la elite de los Amrataka iba equipada con lanzas mas cortas que las de los hoplitas griegos.
Espartanos y atenienses no tenían otra alternativa mas que luchar y con la esperanza de movilizar recursos y conseguir apoyos también enviaron embajadores que exhortasen a sus compatriotas griegos a tomar las armas y asistir a una conferencia de guerra que se celebraría en Esparta. De las alrededor de setecientas ciudades de la Grecia continental, apenas treinta enviaron delegados a la conferencia. Cuando Temístocles, señalando la contribución desproporcionada que haría Atenas a la flota aliada, reclamó el mando general de la misma, los eginenses se unieron a los delegados de otras ciudades de antigua tradición marítima, como Corinto y las ciudades de Eubea, para cerrar el paso sus aspiraciones. Con su pragmatismo tan característico, Temístocles propuso entonces el liderazgo de la flota aliada se le diese a un pueblo sin ninguna tradición marinera y de esta esta forma los espartanos, que ya habían reclamado el mando de las fuerzas de tierra, fueron investidos también con el mando de la flota. Designaron como hegemón, por tierra y por mar, para la dirección de todas las operaciones militares, a Esparta. Con su estructura de mando ya establecida, los aliados de la flamante Liga Helénica, podían comenzar a trazar planes.
Ciertamente la nueva Liga comprendía una parte del mundo griego puesto que incluía Atenas, Esparta y los miembros de la Liga del Peloponeso, los aliados de Corinto en el golfo homónimo, algunos isleños, los tesalios, los beocios y otros pueblos de Grecia central pero faltaban también muchos otros: Argos, todos los griegos occidentales, la mayor parte de las islas del Egeo
y todos los griegos de Asia Menor. Por esto razón, a pesar de que en repetidas ocasiones las Guerras Médicas se han presentado como un enfrentamiento entre «Oriente y Occidente», este enfoque no es ajustado a la realidad histórica; ni tan siquiera se trataría de un enfrentamiento de Grecia contra Persia, sino que deben entenderse únicamente como el enfrentamiento de algunos estados griegos contra el Imperio persa, integrado por otros estados griegos entre sus súbditos y apoyado a su vez por otros estados griegos. Con sus preparativos finalizados, una década después de Maratón, en la primavera del 480 a.C., el ejercito persa, flanqueado por su flota, marchaba nuevamente sobre la Grecia continental, esta vez comandados por el Gran Rey. Siete días fueron necesarios para que la fuerza expedicionaria salvara el estrecho desde Asia hasta Europa; a principios de junio el ejército cruzó el pontón oriental y las caravanas de carga el occidental, pero nadie sabe con certeza cuándo atravesó el puente el propio Jerjes. A continuación, avanzó hacia el oeste a través de Tracia y Macedonia, para luego virar hacia el Sur, hacia la Grecia central.
Pero ni siquiera el temor a una invasión podía eclipsar por completo un motivo de paranoia más tradicional y real para los espartanos. Huraños en sus temores como en muchos otros rasgos, el temor supremo de aquellos había sido siempre la revuelta de los ilotas en su propio territorio o de las ciudades del Peloponeso como Argos, Carias o Tegea, hacía tiempo subordinadas y resentidas hacia Esparta, para las que la posibilidad de sustituir el dominio de una superpotencia local por una superpotencia global no debía parecer algo tan terrible y en silencio, hacían sus cálculos. En la primavera del 481 a.C. una nueva conferencia de los aliados tendrá lugar en el templo de Poseidón situado en el istmo de Corinto; a pesar de las grandes esperanzas del otoño anterior, no se habían sumado nuevos aliados y al igual que sucedía con Argos, muchos de los estados a los que se había exhortado a hacerlo habían respondido que «Apolo les aconsejaba mantener la sumisión». En medio de la vacilación y el desánimo los delegados tesalios aseguraron a los aliados que cualquier ejército que se dirigiera al sur tendría que pasar por el desfiladero de Tempe y por tanto, lo único que los griegos tendrían que hacer para detener al Gran Rey era despachar una fuerza a Tesalia y bloquear Tempe. Incluso los espartanos estaban convencidos, pese a que el plan los obligaría a arriesgar la seguridad de sus preciadas tropas enviándolas lejos del Peloponeso. De modo que 10.000 hoplitas de varias ciudades se prepararon para el viaje, la misma cantidad que había derrotado a los bárbaros en Maratón. Un espartano, un tal Euaineto, tomó el mando general, mientras Temístocles lideraba el contingente ateniense. Pocas semanas después, toda la expedición se vio frustrada y es que los tebanos se habían olvidado de mencionar que Tempe no era el único paso a través de las montañas del norte, que toda la zona estaba controlada hacia años por agentes enemigos y que además, una facción rival en Tesalia ya se había sometido a los persas. La fuerza expedicionaria aliada, lejos de asegurarse una posición invulnerable, había caído en una trampa. Dado que una guerra civil fermentaba en su retaguardia, y en vista de que no podían asegurar todos los pasos de montaña hacia Tesalia, apenas llegaron a Tempe, Euaineto y Temístocles decidieron que era mejor no arriesgarse y se apresuraron a regresar. Esta ignominiosa retirada supondrá un fuerte golpe en la maltrecha moral aliada. El abandono de la defensa del paso de Tempe por parte de los aliados trajo como consecuencia que la Grecia septentrional se sometiera sin lucha a los persas.
A finales de mayo, la noticia de que el Gran Rey y su ejército habían cruzado el Helesponto
irrumpió como un trueno sobre Grecia. A su regreso al istmo, Temístocles se encontró
con que los peloponenses no se mostraban en principio hostiles, pese al fiasco de Tempe, al
establecimiento de un segundo frente defensivo. Después de todo, la flota ateniense estaba comprometida con la defensa de su propia línea costera tanto como con la del Ática. Y Temístocles ya había encontrado el lugar perfecto para intentar contener a la flota persa. Entre la punta norte de
Eubea y el continente existía un angosto pasaje de apenas unos diez kilómetros, ideal para bloquearlo. Además, estaba situado apenas a unos sesenta y cinco kilómetros al este del
paso más estrecho de las Termópilas. Una flota y un ejército que operasen en equipo tendrían la esperanza de controlar ambos lugares, el estrecho y el paso, incluso teniendo en cuenta las monstruosas probabilidades en contra. Atenas ya había votado enviar cien barcos a Eubea y
ahora los delegados aliados aceptaron respaldar esta estrategia. Corinto, Egina y Megara, al igual que otras potencias navales menores estuvieron de acuerdo en enviar un escuadrón para apoyar a la flota ateniense y Esparta, por su parte, en llevar una fuerza expedicionaria hasta las Termópilas. El paso de las Termópilas era el lugar natural para detener a un invasor que llegase desde el norte. Antíoco III el Grande se enfrentó aquí a los romanos en el 191 a.C. y las tropas neozelandesas defenderán el paso, cubriendo la retirada británica en 1941, siendo desalojadas gracias al contundente apoyo de los Stukas.
Junio daría paso a julio pero el Gran Rey seguía sin llegar. Los rumores alimentaban historias fantásticas sobre su avance, cómo su ejército, al beber, secaba los ríos, cómo todo el que se cruzaba en su camino se apresuraba a ofrecerle «tierra y agua»; parecía que su avance sobre Europa estaba siendo más un desfile triunfal que una invasión y cuando julio dio paso a agosto, las mejores condiciones para la campaña militar empezaron a quedar atrás. El Egeo se calentaría y el aire más frío del norte y del noreste traería consigo las tormentas de verano, que los griegos acostumbraban llamar Helespónticas. Para los espartanos, la perspectiva de tener que defender las Termópilas en agosto resultaba sobremanera alarmante. Habían pasado cuatro años desde los últimos juegos en Olimpia y ahora que la luna comenzaba a blanquear de nuevo, los juegos estaban a punto de comenzar. Para añadir más problemas a los espartanos, pronto tendría lugar también la Carneia, y la conjunción de ambas festividades anunciaba un período prolongado de tregua sagrada. Apenas empezó agosto cuando llegaron noticias de que los los persas habían comenzado a despejar caminos a lo largo de las faldas del Olimpo.
Esparta ha pasado a la historia por su belicosidad y con ella, por formar el mayor y mejor ejercito de la Grecia antigua. Y por ello eran temidos entre los mismos griegos. Pero en realidad, los espartanos eran muy reacios a combatir y mas aun a que su ejercito se alejase de su territorio. El miedo a una revuelta ilota siempre estaba presente y perder su ejército, supondría sin duda el alzamiento de estos y el exterminio de su estado. Así, tal como sucedería 10 años antes, en Maratón, nuevamente los espartanos pretextaron la celebración de la festividad de las Carneas para evitar enviar a su ejército fuera del Peloponeso. Esta festividad religiosa fue una de las más importantes de la antigua Esparta y de muchas otras ciudades dorias; celebradas en honor de Apolo Carneo, al que se rendía culto en varias partes del Peloponeso, tenían lugar entre el día 7 y el 15 del mes Carneo, que correspondía al mes ático de Metagitnion (parte de agosto y parte de septiembre). Su duración era de nueve días y todos los ciudadanos varones debían ser purificados. Los gobernantes tenían prohibido llevar a cabo ninguna campaña militar, declarar la guerra, y cualquier acción diplomática por lo que era de, hecho, una tregua sagrada.
A pesar de que las Carneas prohibían a los espartanos guerrear, Esparta reconocía claramente la absoluta necesidad de mandar algunas tropas al Norte para defender el paso. Puesto que era impensable enviar un ejército completo, una pequeña fuerza espartana podría aspirar a defender el paso por lo que solo restaba enviar una avanzadilla para asegurar la posición; en el trayecto de más de trescientos kilómetros que separaba Lacedemonia de las Termópilas, los espartanos podían persuadir a otras ciudades a reforzar la avanzadilla con contingentes propios. Además, transmitiría al mundo un mensaje muy claro sobre la resolución espartana, si esta fuerza era dirigida por uno de sus reyes. Sería Leónidas quien se hiciera cargo de aquella peligrosa misión. Había ascendido al trono de los agíadas en torno a 489 a.C tras la muerte de su medio hermano Cleómenes, que, según la leyenda, se había cortado en pedazos en un arranque de locura y alcoholemia. Lo cual era especialmente grave, dado que la mayoría de los espartanos eran abstemios. En el momento en el que nos encontramos, había pasado más de una década desde que se había hallado el cadáver de Cleómenes en una acequia, con las piernas y el estómago cubiertos de tajos y todavía
era un misterio si había muerto por su propia mano (un justo castigo para muchos por sus sobornos al oráculo de Delfos y su impiedad) o si más bien había sido víctima de una sangrienta conspiración, orquestada posiblemente por el propio alto mando espartano, incluido el hombre que le sucedería en el trono. Leónidas era uno de los dos reyes de Esparta; cabe recordar que los espartanos tenían una monarquía dual, esto es, era una diarquía formada por dos familias reales al frente del Estado. Los agíadas y los euripóntidas compartían antepasados comunes y cada uno tenía su propio rey, tal vez como remanente de dos tribus que se unieron y decidieron compartir el poder en otro tiempo. El rey espartano decidió no reclutar el Hippeis, una brigada de choque de trescientos jóvenes que habitualmente servían como guardia del rey en la batalla, reemplazándolos con veteranos más viejos «todos hombres con hijos vivos». Y lo pudo hacer porque él mismo sobrepasaba la edad militar al ser mayor de 60 años.
Así, a comienzos de agosto y al mando de una pequeña fuerza defensiva, Leónidas llegó al paso de las Termópilas. El contingente expedicionario griego estaba compuesto por unos 6.000 a 7.000 hombres, de los que unos 4.000 procedían del Peloponeso, si bien sólo 300 eran ciudadanos espartanos. Casi con toda seguridad las tropas espartanas marcharían con un complemento de ilotas, según Heródoto un ilota por cada espartiata, que seguían a sus amos en las campañas militares portando las pesadas armas y el bagaje. Se ocupaban de las tareas más pesadas ya que era normal que cada hoplita espartano fuese acompañado de un esclavo ilota que acarreaba su impedimenta y se ocupase de las tareas cotidianas. El ejercito espartano también contaría un número equivalente de periecos; de esta forma cuadrarían perfectamente los números cuando Isócrates nos habla de 1.000 lacedemonios marchando hacia las Termópilas. El resto de los integrantes de la fuerza de avanzada estaba compuesto por un contingente peloponesio de 2.120 arcadios, 400 corintios, 200 de Fliunte y 80 de Mecenas, que habían sido engatusados por los espartanos para unirse a la avanzadilla, cuando no amedrentados, a los que se sumaron 400 tebanos y 700 tespios ( probablemente todos los hombres adultos de Tespis aptos para el servicio como hoplitas), 1.000 focenses y la fuerza al completo de los locrios opuntios (todo el territorio de la Lócrida oriental), unos 1.000 hombres. Cada contingente servía a las ordenes de su propio strategos. Este número es reducido si lo comparamos con los 38.700 hoplitas que el mismo Heródoto menciona en la batalla de Platea. Sin duda, una consecuencia directa del rechazo espartano a combatir fuera del Peloponeso. Heródoto también nos cuenta una y otra vez que se trataba de una avanzadilla de un ejercito mayor, por lo que parece que los griegos pretendían luchar en las Termópilas con una fuerza lo más grande posible, intención frustrada quizás por la rápida e inesperada (para los griegos) caída del paso. La mayor parte de las fuerzas de infantería atenienses estaban siendo empleadas en su armada como infantes de marina, mientras los espartanos, que solamente aportaba 10 trirremes a la flota (frente a los 200 de Atenas), contaba al menos con 8.000 ciudadanos que podría haber movilizado. No obstante lo cual, la excusa para retrasar el envío de sus fuerzas, la celebración del festival de las Carneas, fue considerada por el resto de los griegos perfectamente legitima. Pocos días después de la caída del paso, mientras los persas incendiaban una abandonada Atenas, los juegos se celebraban con toda normalidad en el santuario de Olimpia. En paralelo a esta operación terrestre, la Liga reunió 271 trirremes (reforzado más tarde con otras 53) y los dirigieron hacia Artemisio, donde las tormentas estaban destrozando a la flota persa.
El paso de las Termópilas se extiende desde Lócrida, en Tesalia, entre el monte Eta y el mar (Golfo Maliaco) y es un paso ineludible en el trayecto entre el norte y el sur de Grecia. Sin duda es difícil imaginar para un griego de la época un lugar más inquietante que el paso de las Termópilas «Puertas Calientes»: manantiales termales elevaban los vapores sulfurosos que daban nombre a aquel paso bajo cuyos silbidos las rocas aparecían deformes, como cera derretida. Un ambiente febril, viciado y asfixiante. Tan estrecho era aquel paso que en dos puntos de los extremos, conocidos como las Puertas Oriental y Occidental, sólo había lugar para que pasara un carro; era una senda estrecha, probablemente de cerca de 12 m de ancho. A un lado del desfiladero se encontraban las marismas del golfo Málico. Al otro, empinadas, las vertientes del monte Calídromo, cubiertas de árboles en los riscos menos elevados.
Para alguien que visite el paso en nuestros días, sin embargo el paisaje es muy distinto, ya que entre el año 480 a. C. y el siglo XXI, a causa de la erosión en la zona, toneladas de lodo han retirado la línea de costa hasta 5 km en algunos lugares, eliminando los puntos más estrechos del paso y aumentando considerablemente el tamaño de la llanura alrededor de la desembocadura del Esperqueo. Sin embargo, los manantiales de aguas termales, de los que el paso tomó su nombre, siguen existiendo cerca del pie de la colina y el viejo camino se encuentra al pie de las colinas que rodean la llanura, flanqueada por una carretera moderna. En la actualidad una autopista atraviesa la zona sobre terrenos que anteriormente estaba cubiertos por el mar pero en el 480 a.C, las defensas griegas estaban pegadas al mar y la carretera moderna coincide a grosso modo con la antigua calzada hacia el norte, con el mar extendiéndose a unos pocos metros a sus pies.
Tres monumentos modernos se levantan en la actualidad en el antiguo campo de batalla. El sitio probable de la batalla está señalizado hoy día con un monumento que a menudo esta decorado con coronas de flores, inaugurado en 1955 el rey Pablo de Grecia y erigido con fondos estadounidenses por el gobierno griego, el monumento a los Trescientos, un monumento de mármol coronado por un imponente bronce de Leónidas. En su base, junto con escenas de la batalla, se lee la frase “Moloon labé (venid a buscarlas)” ,como veremos, la respuesta espartana cuando los persas enviaron un mensajero a los griegos sugiriéndoles que rindieran sus armas ante su desesperada situación.
El segundo monumento se encuentra situado del otro lado de la carretera, sobre el montículo en el que supuestamente cayeron los últimos defensores del paso. En 1939 el arqueólogo Spyridon Marinatos identificara, al interior del muro focense, el montículo donde se produjo la última resistencia espartana, que se eleva 15 m sobre el campo de batalla, la colina de Colonos. Allí encontrará gran cantidad de puntas de flecha persas y una lanza, también con toda probabilidad persa. Aquí se encuentra una copia de la original tabla de mármol rosado en la que aparecen grabadas las famosas palabras de Simónides: «Ve caminante y dile a los Espartanos, que aquí, obedientes a sus leyes, yacemos».
El tercero y mas reciente, inaugurado en 1996, es una figura de bronce de estilo picassiano en honor al valor de los soldados tespios, olvidados convenientemente en casi todos los relatos.
Como había ocurrido en el Tempe, la posición conjunta del ejército y la flota trataba de conciliar las estrategias ateniense y espartana, que eran en realidad contrapuestas. De este modo, en opinión
de los atenienses, la infantería contendría a los persas el tiempo suficiente para que la flota griega, batiéndose en un lugar estrecho que compensara el número y la maniobrabilidad de los barcos persas, obtuviera una victoria naval decisiva. Por el contrario, para los espartanos, ambos
contingentes retrasarían el avance persa hasta que estuviera construido el muro del istmo que defendía el Peloponeso, donde los espartanos pensaban dar la batalla terrestre decisiva que derrotara a los persas. Mientras el cuerpo expedicionario griego estaba en las Termópilas, las flotas de ambos bandos se enfrentaron en el Artemisio y, aunque el resultado fue indeciso, los persas
obligaron a las naves griegas a retirarse a través del canal del Euripo. Sin embargo, a la altura de Calcis, el paso se estrechaba de tal manera, que una galopada de la caballería persa podía fácilmente desde tierra cortar la retirada de la flota y aniquilarla. Si tal cosa acontecía, aunque no
finalizada, la guerra podía darse por perdida: sólo la defensa de las Termópilas podía evitar la destrucción de la flota.
Los antiguos habitantes de la Fócida habían construido un muro para defenderse de sus enemigos del norte, los tesalios, hacia ya mucho tiempo, durante la época arcaica; una franja de poco menos de 15 metros de ancho, la llamada «Puerta Media», donde los riscos eran más elevados y difíciles de flanquear. Lo primero que hizo Leónidas al llegar fue intentar repararlo, algo relativamente sencillo teniendo en cuenta como ya hemos indicado que, además de la guardia real, había traído consigo a unos trescientos ilotas.
No hay razón alguna para creer que Leónidas y sus tropas pensarán que estaban condenados, antes bien, el terreno había sido escogido sabiamente y su táctica (un desfiladero muy estrecho defendido por un numero reducido de hombres resueltos) era completamente lógica. Los montes Calidromo se acercaban al mar en tres puntos, dos de los cuales (las puertas Oriental y Occidental) eran más estrechos que la posición escogida, la Puerta Central con apenas unos 15 m de anchura. Estos dos puntos fueron desechados del plan de defensa espartano ya que en ambos casos las pendientes aunque empinadas, no eran lo suficientemente escarpadas. Leónidas opto pues por un frente ligeramente mas amplio pero en el que el el flanco izquierdo estaba protegido por una escarpada pared de roca que se elevaba casi 1.000 metros sobre el nivel del mar. Aquí era donde se encontraba el muro focense.
Mientras sus tropas estaban ocupadas atrincherándose, Leónidas recibirá a unos enviados de la cercana ciudad de Traquis quienes informaron al rey espartano de la existencia de un sendero que bordeaba las Termópilas, que era fácilmente transitable para la infantería ligera. El único paso practicable que bordeaba el paso de la Termópilas y que los persas desconocían. Por tanto no tenia más alternativa que defender aquel acceso, caso de que los persas también lo descubrieran, para evitar ser flanqueado. Leónidas destaco a 1.000 hoplitas focenses protegiendo el sendero de Anopea, Ellos eran la mejor fuerza para guarnicionar esta posición pues conocían mejor que nadie el entorno. Pero ni un solo oficial espartano, muy necesario para compensar la inexperiencia de los focenses, partió con ellos, algo que habrían de lamentar mas pronto que tarde.
Pasaron sin novedad las dos primeras semanas de agosto sin señal de los persas. A mediados de mes, por fin llegó el ejercito del Gran Rey y los defensores de las Termópilas observaban con horror el espectáculo del ejercito imperial desplegándose en la bahía. Para calmar los ánimos entre las tropas aliadas de su pequeña fuerza expedicionaria, Leónidas, ordenó a su espartanos que protegieran una posición más allá del muro focense. Poco tiempo después, un jinete persa se acercó cabalgando hasta la Puerta Occidental; ninguno de los defensores se dignó ni tan siquiera mirarlo. Algunos estaban ocupados peinándose sus largos cabellos a la manera acostumbrada por los espartanos de prepararse para la muerte. Otros, con los cuerpos desnudos y embadurnados de aceite, corrían o forcejeaban entre sí, entrenándose tranquilamente. El explorador persa, patidifuso ante aquella escena, dio media vuelta y galopó de regreso hasta sus líneas mientras los espartanos, ajenos por completo, ni siquiera intentaron detenerle.
Más tarde, aquel mismo día, una comitiva de embajadores enviados por Jerjes se acercó hasta las Puertas Calientes. Leónidas se reunió con ellos más allá del muro focense para que no pudiesen ver los pocos hombres que tenía bajo su mando; allí fue informado de los términos propuestos por el Gran Rey: si los defensores del paso deponían las armas podrían volver libremente a sus casas y se les concedería el título de «Amigos del Pueblo Persa». Además, a todos los griegos que aceptaran esa amistad, el rey Jerjes les otorgaría más tierras, y de mayor calidad que las que en aquel momento poseyeran. Para muchos, que se morían de ganas de volver a sus casas, aquellas propuestas sólo venían a refrendar su entusiasmo por replegarse del paso, pero los focios, reaccionaron con furia ante la perspectiva de abandonar las Termópilas. Y otro tanto, como era de esperar, hizo Leónidas y puesto que el comandante en jefe era él, aquella resolución bastó para convencer a los irresolutos. Había pues que defender el paso. Cuando la embajada del Gran Rey regresó a las Puertas Calientes, solicitando de nuevo que los griegos abandonaran las armas, Leónidas respondió con un lacónico: «Molon labe«, «ven a buscarlas«.
Pasaron cuatro días antes del inicio del asalto, retraso que puede deberse a la esperanza de los persas en que los griegos abandonasen el paso. Dado que no parecía que fuesen a retirarse, a primera hora de la mañana del quinto día, Jerjes ordenó un ataque frontal. Sin duda el Gran Rey pensaba que una rápida refriega sería suficiente para que aquella molesta chusma saliera huyendo y el paso quedase por fin libre. Contingentes medos y quisios que no podían desplegar su superioridad numérica en aquel terreno, avanzaron sobre las posiciones griegas. Las tropas persas, cuyo principal arma era el arco y equipadas con unas lanzas mas cortas que las de los griegos, se encontraban claramente en inferioridad de condiciones en este asalto. Y aunque no cabe duda de la valentía de los medos, hombres dispuestos a abalanzarse sobre un muro de escudos de bronce y lanzas, lo cierto es que, incluso bajo la protección de sus escamas de metal, eran presa fácil para aquella muralla de asesinos profesionales vestidos de bronce que eran los espartanos. Tengamos presente que el ejercito espartano era en ese momento la única fuerza que se acercaba a lo que hoy en día podemos considerar como un ejercito profesional. Al cabo de algunos minutos, el frente persa se había convertido en una carnicería. Los griegos, debían repeler a las hordas de asaltantes con sus pesados escudos, propinando golpes, picazos y estocadas por doquier mientras el sol iba
recalentando sin cesar el bronce de las armaduras y mientras la sangre y el sudor iban empapando
sus cuerpos; combatir en esas condiciones hacia difícil mantener aquella posición todo el día sin descanso. Leónidas, calmado y eficiente, se ocupaba de que hubiese regularmente tropas de refresco en la línea de la batalla, mientras que los que se retiraban podían quitarse la armadura, beber algo y vendarse las heridas. Y es que incluso los espartanos necesitaban recuperar el aliento de vez en cuando. Ante el fracaso del asalto inicial, Jerjes y sus generales ordenaron el avance de los inmortales, las tropas de élite del imperio, confiando en que terminaran rápido el trabajo; Leónidas ordenará en ese momento a toda la guardia real que volviese al frente. Mientras combatían, a una señal, los espartanos daban media vuelta, aparentando replegarse presas del pánico, momento en el que el enemigo avanzaba triunfante olvidando la disciplina. Entonces, los espartanos se giraban y volvían a formar su falange, destrozando a sus perseguidores. En vista de los escasos resultados y ya reticente ante la idea de malgastar sus mejores tropas, el Gran Rey ordenará el repliegue, retirándose la avanzada persa por la puerta occidental.
La segunda jornada fue prácticamente igual a la primera, con los persas estancados y sin poder aprovechar su aplastante superioridad numérica y los griegos manteniendo sus posiciones alternado sus tropas en primeria línea por turnos, de manera que los que no estaban luchando tenían ocasión de descansar y reponerse. Al final del día, a pesar de que los griegos tuvieron algunas bajas, los persas no estaban en mejor situación que el primer día. La táctica defensiva de Leónidas, basada en su ventajosa posición defensiva que le permitía mantener una línea de combate en la que ir reemplazando periódicamente a los combatientes, además de su superioridad en equipo, resulto exitosa frenando durante los dos primeros días de combate el avance persa.
Jerjes, aunque enfurecido por la defensa de las Termópilas, no se dejaba llevar por la frustración. En lugar de eso, consultaba los informes, hacía cálculos, daba órdenes y ejercitaba la paciencia. Rey de un pueblo montañés, a Jerjes no le resultaba sorprendente que un paso estrecho fuese inexpugnable ante un ataque frontal. Pero para el alto mando persa, que a pesar de contar con consejeros griegos bien informados carecía de mapas, no había otra ruta inmediata que no fuese atravesar el paso. No cabe duda de que los agentes persas, habrían peinado la zona al pie de los montes Oeta y Calídromo, buscando el lugar por donde ésta cediera el paso, exhibiendo el oro a los campesinos en el intento de procurarse guías nativos. Pero hasta el momento nadie había estado dispuesto. Traquis se mostraba abiertamente hostil a los persas y la mayor parte de los nativos había huido a las montañas o al lado de Leónidas. De acuerdo a la tradición, solo la providencial llegada al campamento persa de un pastor griego procedente de Traquis, Efialtes, hijo de Euridemo, sacará a los persas del atolladero. Y es que Efialtes estaba dispuesto a mostrar a los persas un sendero de montaña que les permitía bordear el paso y aparecer en la retaguardia griega; claro esta, a cambio de una sustanciosa recompensa. Se trataba de una ruta que partía de la Puerta Occidental, seguía el valle del Asopo y transcurría por una escarpada garganta terminando en Alpeno. Recordemos aquí que Leónidas conocía esa ruta y previendo la posibilidad remota de un avance enemigo, había destacado allí al contingente focense, unos 1.000 hombres.
Amparados en la oscuridad de la noche, los Inmortales abandonaron el campamento persa guiados por Efialtes. Durante la noche, recorrieron los sinuosos senderos de montaña y al despuntar el alba del tercer día de la batalla, Hidarnes y sus inmortales alcanzaron las posiciones focenses; ambos contingentes, persas y griegos, fueron completamente sorprendidos; tras una o dos descargas cerradas de flechas, los focenses, que seguramente se creían el objetivo principal, se replegaron a una colina cercana donde se dispusieron a defenderse. Sin embargo los Inmortales, disciplinados profesionales, continuaron su camino para cumplir con su objetivo, sorprender por la retaguardia a la fuerza principal de los griegos.
Las primeras noticias sobre el avance persa llegaron al campamento griego de manos de unos desertores que habían llegado durante la noche y mas tarde, de los vigías apostados en la zona. El consejo de guerra celebrado a continuación puso en evidencia nuevamente la división dentro de la fuerza expedicionaria, con unos opinando que era mejor retirarse antes de quedar copados mientras que otros abogaban por la resistencia a ultranza. Leónidas, que debió percibir claramente su falta de voluntad, ordeno a los aliados que se retiraran, a excepción de 700 tespios y 400 tebanos que se negaron a abandonar a Leónidas. Estos, junto a 300 espartanos (acompañados de sus sirvientes ilotas), permanecerían en sus posiciones con la finalidad de ganar tiempo para que el resto pudiese escapar ya que si se retirase la totalidad de la fuerza griega, serian presa fácil para la caballería persa. Además, no podía esperar que las tropas se mantuviesen en el paso si ordenaba quedarse a otros mientras el y sus hombres evacuaban. Así pues, en la mañana del ultimo día de la batalla, Leónidas ordeno a sus hombres que tomaran el desayuno en la esperanza de que pudieran cenar en el Hades.
Jerjes aguardó «hasta la hora en la que el mercado esta lleno de gente» (Herodoto), entre las 9 y las 10 de la mañana y ordenó avanzar a su ejercito. Según nos cuenta Herodoto, Efialtes así lo había indicado para coordinar el ataque principal con el bloqueo de la Puerta Oriental por los Inmortales. Pero estos llegaron tarde, algo perfectamente lógico dadas las dificultades para sincronizar una operación militar como esta, en esa época. Los persas se toparon con los griegos, esta vez en la zona más amplia del paso, de modo que toda la fuerza griega lucharía al mismo tiempo. La línea de batalla espartana avanzaba de manera organizada al son de la música del aulos; esta era una de las características principales de la forma de combatir espartana, dado que sus tropas contaban con la habilidad y el entrenamiento necesario para marchar de manera compacta y organizada. Las flechas enemigas comenzaron a caer sobre ellos momento en el que Leónidas, rompiendo la tradición espartana, ordenó cargar a toda velocidad, dando comienzo a un terrible combate. Al avanzar de esta forma, los griegos negaban a los arqueros enemigos un objetivo estático. Las bajas entre las filas persas volvían a ser muy altas, mientras los griegos luchaban sin piedad. Es en este momento cuando cae el rey espartano, comenzando los griegos a luchar de manera aun más feroz alrededor del cuerpo sin vida de Leónidas. Tras rechazar al enemigo hasta cuatro veces, consiguieron arrastrar el cuerpo a la retaguardia.
Viendo que los Inmortales ya estaban avanzando, se replegaron hacia la zona más estrecha del paso, cruzando el muro focense y tomando una posición sobre una loma se prepararon para la resistencia final. En ese momento los tebanos se despojaron de sus armas y corrieron hacia el enemigo en señal de rendición; la mayoría fueron hechos prisioneros y marcados con el sello del Gran Rey. Heródoto afirma que mientras se rendían gritaban que estaban en las Termopilas contra su voluntad. No tenemos razón para dudar de que en en este momento, algunos tebanos optaran por rendirse tras decidir que ya habían hecho bastante por una causa desesperada. En la cima de la colina, en este punto, a ninguno de los defensores les quedaban ya lanzas, combatiendo únicamente con sus espadas. Los persas continuaron avanzando, derribaron el muro focense mientras Hidarnes y sus Inmortales sorprendían a los defensores por la retaguardia. Los supervivientes fueron masacrados por descargas sucesivas de los arqueros persas. Y es que incluso en los momentos finales, mejor enfrentar a este enemigo a una prudente distancia….
Con el fin de la batalla, la leyenda de una derrota gloriosa no tardaría en nacer: el sacrificio de los 300 espartanos, en el que solo se menciona a los ilotas para contarnos que uno de ellos encaró a su amo ciego en la dirección de la batalla para salir a continuación por piernas. Sin embargo, los 300 ilotas también yacían sobre el campo de batalla, caídos en combate junto a los soldados espartanos. Seguramente, combatiendo como infantería ligera. Tampoco recordará la leyenda a los 700 tespios que murieron aquel día. De los 1.400 griegos que permanecieron con Leónidas en la ultima defensa, representarían el 50%, un porcentaje considerable si tenemos en cuenta que representaban solo el 10% de la fuerza expedicionaria original de 7.000 hoplitas. Jerjes, frustrado por la resistencia griega, ordenó que identificaran el cuerpo del rey para, seguidamente, cortarle la cabeza y colocarla en una pica a la vista de todo su ejercito. Según era su deber hacia los hombres que habían caído por su causa, dio instrucciones de que se cavaran trincheras y que allí se colocaran los cuerpos de los muertos, y que luego fuesen cubiertos reverencialmente con tierra y hojas. Los cuerpos de los griegos se dejaron expuestos a la podredumbre; incluyendo a los ilotas, fueron amontonados para que los vigías de la flota pudieran verlos. Más que los cadáveres de los griegos, más que las pilas de cascos con sus penachos de cola de caballo, rotos y abollados, incluso más que aquellos símbolos del orgullo espartano, sus túnicas y sus capas de color rojo sangre, convertidas ahora en poco más que jirones, un solo trofeo les habría hecho comprender a los marinos jonios la verdadera y terrible magnitud del poder de su señor. A un lado del camino habían colocado una estaca y, sobre la estaca, una cabeza humana. Ningún honor se le había rendido a Leónidas
Para los aliados griegos de la liga helénica, se trató de una derrota militar sin paliativos, a pasar de la romántica leyenda. La estrategia del rey espartano, razonable y sostenible, fracasó finalmente ante la negligencia (según algunos autores abierta traición) de los focidios en su defensa de los pasos del Calídromo. Sin embargo, para los persas, las Termópilas solo supuso un retraso de una semana, que permitió a los atenienses la evacuación de su población hacia la vecina isla de Salamina. Con las Termópilas abiertas al paso del ejército persa, resultó ya innecesario continuar el bloqueo de Artemisio. Por lo tanto, finalizó la batalla naval que transcurría allí de forma simultánea y que se había quedado en tablas, y la flota aliada pudo retirarse en orden hasta el golfo Sarónico, en donde ayudaron a transportar a la población ateniense que quedaba hasta la isla de Salamina. Tras atravesar las Termópilas, el ejército persa prosiguió su avance, saqueando e incendiando Platea y Tespias, ciudades de Beocia que no se habían sometido a los persas, para luego marchar sobre la desierta ciudad de Atenas, que ya había sido evacuada por aquel entonces y que será saqueada e incendiada. Mientras tanto, los aliados, en su mayoría del Peloponeso, prepararon la defensa del istmo de Corinto, demoliendo la única carretera que lo atravesaba y construyendo una muralla que lo cruzaba.
Cuarenta años después de la batalla, lo que se creía eran los restos del rey fueron llevados a Esparta para ser enterrados de acuerdo a los ritos, construyéndose más tarde un mausoleo en su honor. Sus 300 espartanos serán enterrado en un túmulo en el campo de batalla.
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