El cargo de gobernador de una provincia era un premio que solo recibían aquellos que tenían éxito en la ferozmente competitiva vida pública de la república romana. Los mandos provinciales eran muy codiciados por muchos senadores ambiciosos y por un montón de senadores desesperados, aunque no por todos. Los magistrados pasaban su año en el desempeño de cargo en Roma y tras finalizar el mismo, se les daba el mando de una provincia. Las más importantes se les concedían a los antiguos cónsules, con el título y el imperium de procónsul, aunque en algunas ocasiones, los expretores también recibían este título, aunque asignándoles las provincias menos importantes. Pero cualquiera que fuese el mando, era una distinción honorífica. No obstante, en algunos de ellos había oportunidades de obtener gloria militar y todos brindaban la posibilidad de beneficiarse económicamente, sobre todo a aquellos que carecían de escrúpulos, algo bastante común entre la clase política romana. El poeta Catulo nos dejó magistralmente registrado esto, cuando comentaba que la primera pregunta que le habían hecho al volver de un periodo como miembro del personal del gobernador de Bitinia fue: «¿Cuánto has ganado?».
A mediados del siglo I a. C., el soborno era muy común en las elecciones; los candidatos intentaban superar las cantidades de los demás aspirantes y comprar el apoyo de los votantes, endeudándose hasta las cejas en la confianza de que un mando provincial restauraría sus maltrechas finanzas. En el año 52 a. C una nueva ley estipuló que tenía que haber trascurrido un intervalo de cinco años entre la ocupación de una magistratura superior y el cargo en una provincia, una medida destinada principalmente a frenar el soborno electoral. La ley causó inevitablemente una escasez de gobernadores para los próximos años, por lo que todos los antiguos cónsules y pretores que no hubieran disfrutado de un mando en el pasado se convirtieron en los candidatos obvios para realizar esas tareas. Conviene tener en cuenta que incluso un hombre que obtenía la pretura y el consulado y recibía después de cada uno de esos cargos un mando provincial seguía pasando la mayor parte de su carrera en Roma. Un senador no era libre de viajar y necesitaba un permiso formal del Senado para salir de Italia, algo que solo se le concedía en circunstancias excepcionales. Los jóvenes ambiciosos de la élite romana viajaban al Oriente griego para aprender oratoria, pero una vez que se inscribían como senadores, puesto al que daba acceso directo el cargo de cuestor, solo podían ir a las provincias en capacidad oficial, como gobernadores, como parte del personal de otro gobernador, como funcionarios, o como parte de una delegación senatorial, que solía estar formada por tres personas enviadas a prestar un servicio diplomático. Había algunos senadores que elegían servir a largo plazo con las legiones pero eran lo bastante raros como para suscitar comentarios al respecto. Así pues y exceptuando a un puñado de individuos inusuales, para la mayoría de senadores el servicio provincial representaba la interrupción de su vida normal y de su carrera política, aunque eran muchos agradecían la oportunidad por el honor que confería el cargo pero, sobre todo por las ganancias del servicio en ultramar.
La gran mayoría de los gobernadores nunca antes habían visitado la provincia que se les asignaba hasta que llegaban allí como su gobernador; la mayoría de ellos prestaba poca atención a lo que sucedía en el resto del Imperio. Cuando Cicerón regreso a Roma de su mando como cuestor en Sicilia, se encontró con que algunas personas no habían notado siquiera que había estado ausente, mientras que otras habían pensado que estaba en África y no en Sicilia. Solo lo que sucedía en Roma importaba realmente.
El mando de un gobernador comenzaba cuando este llegaba a la provincia y duraba un año aunque el Senado tenía la opción de no nombrar a un sucesor al final de ese periodo y, en vez de eso, ampliar el mandato del gobernador en ejercicio. Aun con eso, todos los senadores sabían que, para bien o para mal, se trataría de una experiencia breve antes de retornar a la vida pública en Roma. Los mandos de un año eran lo normal siendo excepcionalmente raro pasar más de tres años como gobernador. Era muy poco habitual. El Senado le daba instrucciones específicas a cada gobernador (mandata), describiendo grosso modo sus responsabilidades y tal vez llamando su atención sobre ciertas cuestiones en particular. No se ha conservado copia alguna de este tipo de instrucciones, de modo que resulta difícil saber si eran meros apuntes de sus deberes o descripciones exhaustivas. En el año 59 a. C., Julio César había introducido la última de una sucesión de leyes que regulaban la conducta de los gobernadores, reiterando la prohibición de salir o de llevar sus tropas más allá de los límites de sus provincias sin permiso. También regulaba la cantidad de dinero que el gobernador y el personal a su cargo podían solicitar para su manutención mientras llevaban a cabo sus deberes e insistía en que llevaran una contabilidad detallada de todas sus actividades.
Sin embargo, ni las instrucciones, ni la legislación, cubrían las numerosas decisiones diarias, grandes y pequeñas, que se requerían de un gobernador romano; las comunicaciones eran demasiado lentas para que el Senado pudiera supervisarlas y además, sobre el terreno este podía hacer caso omiso tanto de la voluntad del Senado como de la ley si consideraba que su actuación redundaba en beneficio de la República. Los gobernadores no podían ser retirados de manera prematura de sus cargos una vez se les había entregado el mando y tampoco podían ser controlados de cerca, de manera que sus acciones solo podían ser impugnadas a su regreso a Roma. Todos los gobernadores emitían un edicto antes de llegar a la provincia o a su llegada. El edicto incluía una declaración formal de que las disputas entre los habitantes de las provincias serían resueltas de acuerdo con sus propias leyes. Durante el periodo que duraba su mandato, no había dentro de su provincia ninguna autoridad superior al gobernador. Eso implicaba que debía dar respuesta a muchos asuntos y solucionar un gran número de pequeños problemas locales que para un ciudadano romano de la clase senatorial no eran más que pálidas imitaciones de los graves asuntos que se debatían y decidían en Roma.
Es un error muy común, en una época en la que somos victimas de las películas y series pseudohistóricas, imaginar a un gobernador romano desfilando con gran pompa y majestad, custodiado por apretadas filas de legionarios y atendido por una corte de sofisticados burócratas. Nada más lejos de la realidad. El Senado podía llegar a permitir que un gobernador llevara a cabo una leva de nuevos reclutas o incluso que reclutara toda una legión en su provincia, pero únicamente cuando consideraban que era necesario. Es poco probable que un gobernador ordinario fuera acompañado por un solo soldado cuando viajaba a su nuevo destino, aparte de un reducido grupo de altos oficiales. El Estado hacía muy poco para ayudar a los gobernadores designados a acomodarse en sus mandos; muy rara vez eran trasladados en un barco de la armada romana, sino que tenían que viajar en alguno de los barcos mercantes que iban en dirección a sus destinos. Tampoco existía ningún tipo de servicio postal oficial que permitiera que el gobernador y el Senado se comunicaran mientras el magistrado estaba fuera de Roma, y toda la correspondencia se llevaba a cabo por medios privados.
El personal del gobernador era conocido como su cohorte, término que había sido tomado prestado del ejército, pero mientras que una cohorte de legionarios, sobre el papel, contaba con cuatrocientos ochenta hombres, un procónsul rara vez disponía de una décima parte de dicha cifra para ayudarle. La cohorte del gobernador no era tan diferente del personal de un magistrado en Roma y era el equivalente del personal doméstico de un aristócrata. Roma proporcionaba un cuestor a cada gobernador y permitía a los gobernadores disponer de un número determinado de subordinados de alto rango o legados (legati), normalmente amigos o familiares. La palabra con la que se designaba al legado era la misma utilizada para designar a un embajador y estos hombres eran considerados representantes del gobernador, de quien derivaba su propio imperium. Solo una minoría de los funcionarios de menor rango eran remotamente profesionales en el sentido moderno de la palabra, e incluso estos con frecuencia eran seleccionados por el gobernador. Un miembro clave de la cohorte del gobernador era el accensus, algo así como un jefe de gabinete encargado de la gestión diaria de los asuntos del gobernador que por lo general era un liberto, a menudo del propio gobernador. Los buenos accensus necesitaban poseer un gran talento para la administración, pero tenían que ser sometidos a un estricto control. Más de una década antes, Cicerón había advertido a Quinto de que se asegurara de que el liberto no abusara de su posición con respecto al gobernador y de su acceso al sello oficial del gobernado. También había un escribano (scriba), que al igual que el accensus solía ser otro liberto del gobernador, que a menudo trabajaba con el cuestor llevando los registros financieros. Aparte de estos asistentes, el Estado les proporcionaba a los gobernadores los lictores, doce para un procónsul, que actuaban como guardias, sirvientes y porteros. Otros miembros del personal eran los mensajeros (viatores), los heraldos (praecones) y los sacerdotes (haruspices), encargados de llevar a cabo los sacrificios, en un número aproximado de dos o tres en cada uno de los puestos. La cohorte se veía reforzada por los libertos y esclavos que tuviera cada gobernador.
Otro grupo eran los «compañeros de tienda» (contubernales), formado por los miembros de la familia y los amigos. Los jóvenes aristócratas aprendían sobre la vida pública acompañando a miembros de más edad de su familia mientras estos se ocupaban de los asuntos cotidianos de sus cargos como senadores, ya fuera en Roma o en las provincias. A veces los gobernadores incorporaban a su personal a algunos hombres más, que eran transferidos a esa posición desde la guarnición de su provincia y así, entre los deberes del praefectus fabrum ( prefecto encargado de la logística dentro de una legión), los gobernadores les añadían responsabilidades más amplias.
No obstante, las legiones de esa época no podían proporcionar un gran número de administradores y tampoco se encontraban desplegadas en todas las provincias a lo largo del imperio por lo que los gobernadores no tenían los recursos suficientes para ocuparse de la administración diaria de las comunidades dentro de su provincia. Tampoco se esperaba de ellos tal cosa. La costumbre romana era dejar que cada ciudad o tribu se gobernaran a sí mismas. El gobernador estaba allí para proteger la provincia contra las amenazas internas y externas, para supervisar la administración y el sistema tributario desde la distancia y para actuar como la máxima autoridad judicial. Los gobernadores eran el poder militar y civil supremo en su provincia, pero la importancia que cada uno de ambos poderes tenía con respecto al otro variaba de región a región y cambió asimismo con el paso del tiempo. A mediados del siglo I a. C., Asia, África y Sicilia rara vez contaban con una guarnición de legionarios. Es posible que todavía se recurriera a reclutar fuerzas entre los aliados locales y que, a pequeña escala, aún hubiera problemas de bandidaje y piratería en tierra y en mar, o bien otras amenazas a la paz. En Sicilia, en la década de los años 70 a. C., habían estallado rebeliones de esclavos que los vivos todavía recordaban, de manera que en la temporada de la cosecha, uno de los trabajos del gobernador era recorrer la provincia y tratar de identificar cualquier indicio de un nuevo levantamiento. La rebelión de la población libre de las provincias no parece haber sido una amenaza realista en esta época.
Tampoco existía el aparato burocrático necesario para que un gobernador se estableciera en un lugar durante un año o más y dirigiera la provincia desde allí, por lo que todos los gobernadores se veían obligados a recorrer la zona que estaba bajo su control. Las provincias estaban divididas en un número de asambleas (conventus) en las que el gobernador hacía una parada, celebraba la sesión y daba la opción presentar apelaciones. Eso significaba que un gobernador pasaba gran parte de su tiempo en movimiento, aun cuando no estuviera involucrado en operaciones militares. Puesto que la pretura no podía asumirse hasta haber cumplido los treinta y nueve años, incluso el gobernador más joven tenía, como mínimo, cuarenta años, y muchos eran mayores. Los niveles de salud y forma física, inevitablemente, variaban. Hombres como Pompeyo y César entrenaban para mantenerse en forma, pero otros probablemente no fueran tan disciplinados. Sabemos de un gobernador pretoriano en Hispania que fue capturado y asesinado por el enemigo porque la tribu no podía creer que alguien tan viejo y tan gordo pudiera serles de alguna utilidad como prisionero.
La mayoría de las veces los gobernadores viajaban en un vehículo cerrado de cuatro ruedas (raeda) tirado por mulas o por su equivalente local. Las raeda permitían un cierto grado de confort, estar al abrigo de los elementos y la posibilidad de descansar o trabajar. Cuando estaban con el ejército, los gobernadores iban a caballo o, en ocasiones, incluso marchaban junto a la columna. Cuando solo viajaban con su personal, era poco probable que lo hicieran, excepto para recorrer distancias cortas. Los carros eran una alternativa, pero eso suponía viajar de pie, así que, una vez más, era un método inadecuado para viajes largos y, si se utilizaban, probablemente su uso se limitara a efectuar la entrada en una ciudad con cierto boato. Por las noches, el gobernador y su personal podían levantar un campamento ( la ley introducida por César les otorgaba un subsidio para adquirir tiendas) o bien si habían llegado a un pueblo o una ciudad, aceptar la hospitalidad de algún hombre importante de la localidad.
Como la autoridad suprema de la provincia, muchas de las decisiones dependían enteramente del gobernador y por tanto eso significaba que había un gran número de personas y comunidades deseosas de obtener su favor y asegurarse que este producía un resultado en concreto. La mayoría de los gobernadores y su personal esperaban ser acogidos con el mayor de los lujos cada vez que hacían un alto en una comunidad; ese era el trato que era considerado normal y correspondiente a unos funcionarios de Roma ( los habitantes de las provincias no tenían elección a la hora de ofrecer esa hospitalidad y podían ser obligados si se mostraban renuentes ), pero también les brindaba a los anfitriones una oportunidad de oro (nunca mejor dicho) para establecer un vínculo con el gobernador. Si había una guarnición romana en la provincia, entonces el gobernador estaba asimismo en su derecho de exigir que los soldados fueran alojados en las viviendas de los habitantes provinciales. Estos invitados eran menos distinguidos, menos influyentes y, por regla general, mucho menos bienvenidos, en buena medida porque los costes de mantenerles y acomodarles eran considerables. Una visita que se prolongara durante meses en una ciudad de miles de legionarios, aburridos, demasiado a menudo sin paga y no siempre de buen humor, difícilmente podía contribuir a la paz y la tranquilidad de una comunidad. Sin embargo, solía haber formas de evitar esa carga y los trastornos que causaba. Las ciudades más ricas podían pagar mucho dinero para evitar que los soldados se alojaran en ellas durante el invierno.
También parece haber sido común recibir sobornos para garantizar decisiones favorables. Los juicios se prestaban en especial a los sobornos, no solo con el fin de asegurarse el veredicto, sino para influir en las decisiones sobre dónde tenían lugar, sobre el nombramiento de jueces y las recomendaciones que recibían. Los vencedores en ese tipo de casos solían tener que pagar por su victoria, independientemente de las razones y sinrazones del caso en sí. Los gobernadores tenían que ocuparse de los conflictos que surgían entre las comunidades y podían tomar la decisión de interesarse en los asuntos internos de su provincia, pero por lo general su atención se centraba principalmente en los casos que implicaban a ciudadanos romanos.
Había muchos romanos trabajando en las provincias, y todos ellos podían tratar de granjearse el favor y el apoyo del gobernador. Los derechos para recaudar los impuestos eran subastados en Roma por los censores yendo a parar casi siempre a manos de los licitadores que pujaban las cifras más altas, del mismo modo que los contratos de servicios iban a los que las pujaban más bajas. Las sumas implicadas en los grandes contratos públicos eran inmensas, en muchas ocasiones alcanzaban la cifra de un millón de sestercios que, a finales del siglo I a. C., pasó a ser la cantidad mínima que se requería poseer para ser miembro del Senado y su riqueza le daba a los publicani una influencia considerable. En la mayoría de los casos, la República no tenía más alternativa real que emplearles si deseaba recibir los ingresos de las provincias. El éxito en la política exigía que los senadores gastaran grandes cantidades de dinero, pero buena parte de la riqueza de un senador estaba inmovilizada en las fincas rurales, que eran la fuente de ingresos propia de un aristócrata. Muchos pedían dinero prestado para financiar sus carreras, bastante a menudo a hombres que tenían intereses en las compañías de los publicani, de modo que cuando llegaban a una provincia como gobernadores tenían que ser cuidadosos en su relación con ellos. Por tanto, encontrar un equilibrio entre las necesidades de los influyentes publicani y salvar a la población de las provincias de la penuria consecuencia de su rapiña, exigían unas virtudes casi divinas. Un gobernador débil dejaba que los publicani exprimieran demasiado a la población de las provincias, recaudando más de la cuota legal y, en consecuencia, tal vez forzando a las comunidades a pedir préstamos a intereses desorbitados para poder tener dinero en efectivo para pagar. Un gobernador sin escrúpulos podía hacer cosas aún peores, confabulando con los recaudadores de impuestos y utilizando su autoridad y la fuerza de la que disponía gracias a su mando para su beneficio mutuo. Unos cuantos gobernadores se opusieron a la extorsión de las empresas, pero cuando Scevola y su legado Rutilio Rufo se resistieron a los publicani en Asia, su actitud tuvo como resultado que se entablara un juicio contra este último y, finalmente, que fuera enviado al exilio. A pesar de que sin duda no merecía ese destino, es perfectamente posible que Rufo hubiera aceptado regalos de ciudades agradecidas y fuera técnicamente culpable, aunque la mayoría de los otros gobernadores provinciales también aceptaban tanto o más y nunca fueron condenados. Según Tito Livio, ya en el siglo II a. C., algunas voces del Senado expresaron la opinión de que «donde había un publicanus, o bien no había ninguna ley de facto, o bien no había ninguna libertad para los habitantes de las provincias«.Eran simplemente demasiado importantes como para que la mayoría de senadores corrieran el riesgo de ofenderles.
Un gobernador romano escribía muchas cartas de recomendación para conocidos a otros gobernadores y por tanto, recibía otras tantas en las que le recomendaban a hombres que trabajaban en su provincia.Un magistrado solo estaría en su provincia durante unos cuantos años como máximo, pero los favores que intercambiara allí podían ayudarle a lo largo de toda su carrera. Algunas recomendaciones se solicitaban en nombre de habitantes de las provincias, pero la mayoría eran para romanos. Al final la importancia a largo plazo de las amistades en Roma prevalecía sobre el sentido de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Como siempre, aquellos que tenían mejores contactos también tenían más posibilidades de conseguir lo que querían y hacia falta que un gobernador fuera excepcional para resistirse a la presión de agradar a otros senadores, sobre todo a hombres de estatus e influencia. Despues de todo, al final, tendría que sentarse en el Senado junto a ellos cuando regresara a Roma.
La paz en la provincia y la seguridad de los aliados y las comunidades provinciales era un objetivo admirable y una causa apropiadamente justa para entablar una guerra, que, por supuesto, también brindaba oportunidades de gloria y de saqueo a cualquier gobernador. Se trataba de una combinación de ventaja personal y beneficio para la República que los romanos habrían considerado enteramente honorable y justificada.
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