La monarquía espartana es uno de los escasos y extraños casos de diarquía en la antigüedad, esto es, un sistema en la que reinan a la vez dos personas, representantes de dos dinastías distintas. Aristóteles definió así esta diarquía como un generalato hereditario y vitalicio.Pero que fuera hereditario no hacía de este sistema una monarquía en sí. El poder real descansaba realmente en una asamblea de guerreros, «apella», y en un consejo de ancianos, «gerousia», formado por los dos reyes y otros 28 miembros elegidos entre los espartanos de más de 60 años. En este sentido, estos dos órganos tenían capacidad para deponer o mandar al exilio a los reyes, si bien los diarcas espartanos se encargaron de mantener bajo su control ambas asambleas aprovechando sus victorias militares para aumentar poder. El frágil equilibrio entre las instituciones regulada por la Retra (le Ley suprema espartana instaurada finales del siglo VIII a. C.) fue el demoninador común de este reino griego.
Los espartanos pensaban que en el origen solo había habido un rey, y que fue un parto doble el que había hecho necesaria la introducción de la diarquía. Esta articulación de Esparta como una monarquía dual, se remonta probablemente a la época de las migraciones, cuando la función principal de los reyes era, por una parte, la dirección del ejército y, por otra, la averiguación de la voluntad divina, tareas de las que siguieron encargándose tras la fundación de Esparta. Ya en época histórica, esta monarquía dual estaba repartida en dos familias que se remontaban a Heracles y a su hijo Hyllos: los Agíadas, que eran considerados como los más distinguidos, y los Europóntidas
Los diarcas espartanos no se repartían el poder, sino que ambos ostentaban las mismas responsabilidades. Los dos reyes eran sacerdotes de Zeus, ambos eran jefes militares permanentes y en un principio podían salir de campaña juntos o por separado, lo cual cambió por los problemas generados sobre el terreno. Con el tiempo se prohibió que los dos reyes dirigiesen a la vez al Ejército, de modo que uno se quedaría en la ciudad, mientras el otro salía en campaña militar.
De todos modos, con el paso del tiempo los reyes vieron considerablemente restringida su plenitud de poderes, pues estos fueron recayendo cada vez más en instituciones como el Consejo y la Asamblea Popular. A menudo, los reyes aprovechaban su celebridad para modificar a su favor la coordinación de las instituciones regulada por la Retra e intentaban dominar al Consejo y a la Asamblea Popular. Por eso la ciudadanía no solo se alegraba de los éxitos militares, sino que al mismo tiempo recelaba cuando algunos reyes se alzaban por encima de las instituciones de la ciudad. De ahí que, a partir del siglo VI, se limitara el poder de los reyes también en el campo de batalla, por ejemplo, mediante la implantación de consejos de control, la obligación de rendir cuentas o la transferencia del cargo de general en jefe a otros espartanos (cuyos ejemplos más conocidos fueron Brásidas y Lisandro en la Guerra del Peloponeso). Aparte de eso, los reyes tenían que jurar todos los meses que estaban ejerciendo la soberanía real con arreglo a las leyes.
La segunda tarea de los reyes consistía en representar a la comunidad ante los dioses. Para cada actuación había que pedir el beneplácito de los dioses, ya fuera mediante la consulta del oráculo de Delfos o haciendo sacrificios, o a través de la observación de los fenómenos naturales. Dado que en este campo las manipulaciones resultaban muy fáciles, los reyes podían influir considerablemente en las decisiones políticas o militares de la ciudad.
Con respecto a las instituciones ciudadanas, los reyes eran intocables, pues su interacción con los dioses constituía un complejo extremadamente sensible del que no se podía despojar a los reyes por una simple decisión de los mortales. Porque los reyes, más allá de sus funciones reales de carácter general, eran además sacerdotes del dios supremo de todos los dioses griegos: unos lo veneraban en el templo de Zeus Lacedemón, otros en el templo de Zeus Uranios.
Con arreglo a su posición en el Estado espartano, a los reyes se les dispensaba honores y derechos civiles honoríficos, como, por ejemplo, el traspaso de los bienes reales, una mayor participación en el botín o un sitio de honor en los banquetes. Estos derechos, dado que existían desde tiempo inmemorial, eran inviolables.
En el proceso de toma de decisiones en materia de política interior, por el contrario, los reyes ya no ocupaban en la época histórica una posición destacada. Es cierto que, tal y como lo sancionaba la Retra, los reyes pasaban automáticamente a convertirse en miembros del Consejo, pero en la Asamblea Popular tenían que ceder la presidencia a los éforos. Que la realeza en Esparta, a diferencia de otras ciudades de Grecia, se conservara como un factor autónomo y nunca se pusiera en duda, da testimonio del ya mencionado carácter conservador y religioso de los espartanos. El hecho de que la constitución estuviera vinculada a los dioses, de los que se esperaba protección, ayuda y favoritismo, evitaba que se pudiese disponer a voluntad de dicha constitución.
La historia espartana conoce muchos reyes destacados, o regentes que representaban a reyes que aún no habían alcanzado la mayoría de edad. Cleómenes (siglo VI), Leónidas y Pausanias (siglo V) y Agesilao (siglo IV) fueron grandes generales cuya fama, en una ciudad que como Esparta estaba completamente orientada a la guerra, era especialmente deslumbrante.
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