Cuando un ciudadano romano se aventuraba a salir durante la noche, siempre lo hacía con recelos. Los problemas de seguridad y orden público en la ciudad de Roma siempre fueron muy serios. Con más de un millón de habitantes Roma era una ciudad enorme para su época, incluso era grande según los parámetros modernos. La Antigua Roma era un foco de agitación frecuente, si no permanente. Una fuente de criminalidad con un elevado grado de inseguridad. El poeta Marcial, que vivió en la Roma del siglo I de nuestra era, decía irónicamente que solo un loco podía salir de noche en Roma sin haber hecho antes testamento y Juvenal, que la conoció entre fines del siglo I y principios del siglo II, solía afirmar que, de noche, era más seguro aventurarse en el bosque Gallinaria o en las mismísimas lagunas pontinas, que estaban infestados de salteadores, que el centro de la ciudad de Roma; pocos eran los que se atrevían a cruzar sus calles durante la noche en busca de un poco de diversión. Roma y otras ciudades relevantes del imperio, sufrieron una serie de desórdenes, descontroles y revueltas entre sus habitantes. Estallidos sociales, movimientos populares, sediciones, proliferación de ladrones, bandidaje, asesinatos e individuos fuera de la ley. Incendios, gente de malas costumbres, borrachos, pendencieros y alta peligrosidad ciudadana eran en parte del día a día de la ciudad.
Para un viajero que se aproximase por tierra a la capital del Imperio Romano durante el siglo I de nuestra era, mucho antes de que el humo procedente los hogares, fraguas y panaderías de Roma se apreciase en el horizonte, el impacto sobre el paisaje de la ciudad más grande del mundo se hacía evidente: grandes villas suburbanas sobre colinas para que los más ricos de la ciudad se refugien del calor veraniego y el ruido y todo el trajín de la ciudad, granjas, interminables huertos, kilométricos acueductos ( que surten a la ciudad diariamente con la friolera de 900 millones de litros de agua al día) atravesando el paisaje… todo ello al servicio de la gran ciudad. Si nos acercásemos a Roma desde el norte pasaríamos junto a la villa de Prima Porta, que perteneció a Livia, esposa de Augusto, donde podríamos admirar la espléndida estatua de este en atuendo de general, con su coraza y su paludamentum envuelto alrededor de la cintura, símbolos del generalato romano.
A medida que nos fuésemos aproximando, poco a poco comenzaría a aparecer a los lados de la vía tumbas que llegaran hasta los pies de las murallas, que delimitan el pomerium, el límite sagrado de la ciudad. El pomerium estaba delimitado por unas piedras blancas llamadas cippi, colocadas a intervalos regulares señalando de esta manera los límites de Roma. De acuerdo a la tradición, los cippi seguían la línea trazada por el arado con el que Rómulo determinó los límites de la ciudad en el momento de su fundación. Aunque es ilegal enterrar cadáveres dentro del pomerium, este privilegio podía serle concedido a personajes excepcionales; los únicos que tenían este derecho eran los miembros de la familia Valeriana, que no lo ejercían, las vírgenes vestales y los emperadores. Los romanos, acostumbrados a una altísima mortalidad infantil, a veces enterraban a los niños más pequeños en el jardín, como si enterraran a una mascota. Todos los demás eran enterrados fuera de la ciudad y por eso los accesos a Roma se encuentran flanqueados por multitud de tumbas, desde ejemplos tremendamente modestos hasta gigantescos monumentos.
Antes de atravesar el pomerium y entrar en la ciudad, nos encontraríamos con los llantos procedentes bebes recién nacidos que han sido abandonados por sus padres, permaneciendo como res vacantes, objetos a los que sus dueños han renunciado, para que muriesen de sed, hambre, frio, etc. Algunos podían haber nacido con alguna deformidad, otros simplemente son niñas nacidas en el seno de familias que no pueden permitirse otra hembra. Podían ser recogidos por familias que los quisiesen adoptar, aunque la mayoría eran recogidos para convertirse en esclavos domésticos y en el caso de las niñas, para trabajar en burdeles. Era posible encontrar niños abandonados por toda Roma, especialmente en la columna Lactaria, en el fórum horticultorum, el mercado de verduras.
Debido a su gran crecimiento, durante la época alto imperial, grandes sectores de la ciudad se encuentran extramuros. La urbanización de la ciudad era completamente arbitraria, lo que hacía que en mitad de un callejón se pudiera levantar una casa que bloqueaba el paso. Los romanos se orientaban por sus colinas, por lo que podían escucharse expresiones como “Marcelo vive en el Celio”, o “esa tienda está en el valle entre el Quirinal y el Viminal”.
El Palatino es una colina roma, aplanada, con dos cimas, el Palatinum y el Ceramulus. El emperador y la familia imperial residían aquí, aunque esta colina ya era la más exclusiva de Roma desde la época republicana. Desde que Augusto construyó aquí su residencia en el flanco occidental de la colina, en el solar ocupado anteriormente por la casa del célebre orador Hortensio, 10 hectáreas cubiertas de los edificios más opulentos, lujosos e impresionantes que se puedan edificar, conformado el conjunto de los palacios imperiales, han ocupado toda la colina. Augusto convirtió el Palatino en la sede del gobierno de Roma y de ahí procede la palabra “palacio”. Además de los edificios ocupados por la familia imperial, su servicio y escoltas, la mayor parte de la colina está ocupada por edificios administrativos.
Los muy ricos vivían en el Celio, que tiene dos cimas, el Celio Mayor y el Celio Menor; los más ricos preferían vivir en la zona alta, alejados del ruido, el humo y la suciedad del valle. La colina del Celio esta embellecida con el templo dedicado al emperador Claudio por su última esposa (y presunta asesina), Agripina y también es sede del acuartelamiento de los equites singulares, la escolta a caballo del emperador. La clase media-alta romana vivía en el Quirinal, al norte del Foro Romano y al este del Campo de Marte; aquí también se encontraban algunos de los mejores centros comerciales de la ciudad. Vecina al Quirinal, la colina del Viminal, menos elegante, contiene menos monumentos y casas señoriales.
Las clases populares residían el en Aventino y en el Esquilino. El Aventino, la más meridional de las siete colinas, esta surcada por el Tíber en su flanco occidental. Es la colina preferida por la plebe y estuvo fuera del pomerium hasta el 49 d.C. Esto permitirá la construcción de numerosos templos dedicados a divinidades extranjeras. El Esquilino es tan grande que tiene varios niveles; los mejores están en las laderas superiores y hacia abajo, la cosa se va poniendo cuesta abajo, literal y metafóricamente hablando… Las laderas inferiores estarían ya dentro del célebre distrito del Subura. Los asaltos y los asesinatos son moneda común aquí y los edificios tienen tendencia a incendiarse en verano y a desplomarse en invierno. El superpoblado barrio de Subura era el que poseía la peor fama de toda Roma, siendo el refugio de ladrones, sicarios, lanistas, lenones (los proxenetas) y prostitutas de la más baja condición social.
Finalmente, el Capitolino, constituye la fortaleza más antigua de Roma. Para los romanos, el centro de Roma, de su imperio y de sus valores se encontraba aquí, en el templo de Jupiter Capitolinus Optimus Maximus, “Júpiter del Capitonino, el Mejor y el Más Grande”. La archifamosa roca Tarpeya también se encuetra en el Capitolino, sobre un promontorio que se cierne sobre el Foro. Los criminales y los traidores eran arrojados desde aquí. Se trataría pues del corazón religioso de la ciudad.
Catorce acueductos hacían llegar a la metrópolis unos mil millones de litros de agua fresca al día. En toda la ciudad, el agua que se dirige a las fuentes públicas es gratis, pero una parte se reserva a aquellos que hayan pagado un impuesto especial. No obstante, no faltan personajes emprendedores que hagan desviaciones de los acueductos en su recorrido hacia Roma o que hagan extracciones clandestinas de las cañerías municipales. Muchos de los encargados del suministro de agua comienzan su mandato destruyendo las tuberías fraudulentas de cara al público, mostrándose como funcionarios ejemplares, para asegurarse después la jubilación con los sobornos recibidos por hacer la vista gorda cuando éstas se vuelven a construir.
La Roma del siglo I era una enorme ciudad, moderna y cosmopolita, que se alzaba a las orillas del rio Tíber para los antiguos como el Nueva York moderno para nosotros en la actualidad. Además de la enorme cantidad de ciudadanos y esclavos, roma contaba con una enorme cantidad de población inmigrante. La ciudad crecía sin cesar, pero no daba abasto para absorber esa enorme cantidad de población y en una ciudad en la que el metro cuadrado de terreno se cotizaba a precio de oro, tal y como nos sucede en la actualidad, se optó por la solución más “sencilla”, crecer en altura. Poco a poco, comenzaron a crecer como setas enormes ínsulas de seis y hasta siete plantas. (Las ínsulas eran a los romanos lo que los bloques de apartamentos a nosotros en la actualidad). Dado que era prioritario ahorrar espacio, se limitó el grosor de los muros portadores y los derrumbes se producían con una frecuencia prácticamente diaria. Por este motivo, Augusto limitó la altura de los edificios frontales a unos 21 metros, aunque no limitó la altura de los edificios traseros. A pesar de esto, la falta de vivienda siempre fue un problema grave en Roma; por un apartamento podían llegar a pagarse hasta dos mil sestercios al año, cuatro o cinco veces más de lo que costaba en cualquier otra ciudad. Para tener una referencia de cuanto suponía esto, tengamos en cuenta que un legionario romano del siglo I cobraba al año 225 denarios aproximadamente 900 sestercios.
Fuera del espléndido centro cívico, Roma era un laberinto de callejuelas estrechas y pasillos. El mismísimo Marcial, antes de convertirse en un exitoso autor, vivía en el piso de una ínsula situada en la calle Ad Pirum, en el lado oeste del Quirinal. La casa de enfrente estaba tan cerca que Marcial podía tocar con las manos a su vecino Novius. En esas callejuelas, el tráfico de carros se hacía complicado, y los peatones difícilmente llegarían a ver si quiera un resquicio del cielo mirando hacia arriba desde el abismo entre todas estas casas. En este laberinto de callejuelas se movía una muchedumbre de pasantes que hacían del salir a la calle una experiencia agotadora y opresiva (en el sentido físico de la palabra). El que algunos comerciantes extendieran su mercancía y ofrecieran sus servicios en las ya de por sí estrechas calles no mejoraba la situación.
Así pues, en estas calles atestadas durante todo el día de una enorme multitud, el tráfico de literas, carros y carromatos, que iba en aumento al mismo ritmo de crecimiento de la población de la ciudad, era prácticamente imposible. En estas condiciones, los accidentes de tránsito estaban a la orden del dia. Gracias al jurista Alfeno nos ha llegado lo que probablemente sea el primer accidente de tráfico sometido a un procedimiento judicial: Dos carros estaban subiendo la vía al Capitolio, cuando el primero cedió por el peso y arrolló al carro que lo seguía por detrás, que a su vez atropelló y acabó con la vida de un esclavo.
El volumen de tráfico en la ciudad era tan grande que en tiempos de Julio Cesar hubo que establecer una ley, la Lex Iulia Municipalis, que tenía por objeto asegurar que las calles pudieran ser utilizadas por todos los ciudadanos y no solo por los comerciantes. La única edición que se conserva de la Lex Iulia municipalis, que se encuentra actualmente en el museo Arqueológico de Nápoles dice: “En las calles, cuyo trayecto esté trazado o se vaya a trazar en la ciudad de Roma dentro de la construcción cerrada, está prohibido pasadas las Calendas [principio de mes] de enero conducir o dejar conducir un vehículo de carga desde el alba hasta la décima hora.”. Por este motivo se prohibía el tráfico rodado desde la salida del sol, hasta la hora décima (aproximadamente las14 hrs en invierno y las 16 hrs en verano). Las únicas excepciones eran los carros militares, los que transportaban material para construir edificios de culto u obras públicas y los carruajes de los cortejos circenses. De forma que por las calles de la capital los carros sólo podían circular de noche. Aunque nos parezca impensable, la noche romana llegaba a ser mucho más ruidosa que el día. Según Juvenal, “sólo si se tiene mucho dinero puede uno dormir en Roma. La fuente del problema reside en los carros que atraviesan los embudos de las calles curvadas, y las bandadas de ellos que se paran y meten tanto ruido que impedirían dormir hasta a una manta raya “. Las grandes ruedas de madera con sus llantas de metal chirriaban contra la calzada de piedra causando un gran estruendo.
En cuanto se ponía el sol, los centenares de carros de víveres y mercancías que habían ido llegando a la ciudad durante todo el día, la invadían y dispersaban por ella en dirección a sus puntos de destino a toda velocidad con la esperanza de librarse de los embotellamientos. Aunque la ley establecía que los ciudadanos tenían derecho a transitar sin miedo ni peligro, lo cierto era que el mero ruido de los carros les amedrantaba por el estruendo que realizaban.
Y por si esto fuese poco, los desperdicios almacenados durante el día se arrojaban a la calle por la ventana en cuanto las propicias tinieblas garantizaran la impunidad. Juvenal advirtió sobre los riesgos de caminar por las calles al anochecer, incluyendo el riesgo de las ventanas abiertas. En el mejor de los casos, te llovían los excrementos humanos almacenados en las casas durante el día; en el peor, te rompían la cabeza todo tipo de objetos lanzados desde los pisos superiores. En tales circunstancias, el sufrido transeúnte romano estaba vendido, pues en cualquier momento le podía llover del cielo un chaparrón de desperdicios líquidos (effusum), o lo que es peor, sólidos (deiectum). Juvenal también nos habla del riesgo de toparte con ricachones que se paseaban con capas escarlatas y comitivas de seguidores parásitos, que te empujaban a su paso, groseramente, sin ninguna contemplación.
La explosión demográfica de Roma multiplicó la construcción de viviendas peligrosas y con ello, se hicieron endémicos los grandes incendios. Pero el fuego era también un medio para la adquisición de tierras y bienes a bajos precios, unas prácticas que demandaban la actuación de las autoridades. La primera gran brigada contra incendios fue organizada por Marco Licinio Craso, triunviro y unos de los padrinos políticos de Julio Cesar que, según cuenta Plutarco en su Vida dedicada a este personaje, pedía a cambio de sus servicios la venta de las casas en llamas a precios escandalosos, amasando de esta forma una inmensa fortuna.
Cuando un edificio o una ínsula empezaba a arder, Marco Licinio se presentaba en el lugar y no daba la orden de poner en funcionamiento las bombas de agua que llevaba para apagar el incendio hasta que el propietario del inmueble no se lo vendía, en condiciones, lógicamente, muy ventajosas. Si el dueño no accedía a la venta, dejaba que el edificio se consumiera entre las llamas. De esta manera, su capital pasó de 300 a 7.100 talentos en un tiempo récord. Gracias a su inmensa riqueza llegó a pagar de su bolsillo los servicios de las legiones con la que venció a los esclavos rebeldes comandados por Espartaco y también gracias a sus riquezas, consiguió ir subiendo todos los peldaños del cursus honorum (la carrera militar y política romana) hasta llegar a senador. Craso marco tendencia; el edil Rufo, en época de Augusto, formó una brigada de bomberos con sus propios esclavos y los proporcionó a la ciudad de forma gratuita, sin duda no solo por altruismo sino para cimentar su carrera política de forma muy oportunista.
Como sucedía en todas las ciudades hasta hace relativamente poco tiempo, Roma no disponía de un cuerpo de policía. Esto era lo normal y significaba que existía una clara diferencia entre “ley y orden”, que era responsabilidad del gobierno, y “prevención del crimen”, que era una tarea de la comunidad. El sistema funciona, porque a pesar de que a los ojos del visitante Roma podía parecer un hormiguero humano, en realidad la ciudad se componía de un complejo mosaico de comunidades fuertemente solidarias en el que todos conocían los asuntos de todo el mundo. Además, el draconiano sistema de penas también contribuía a cortar las alas a los criminales. Inicialmente el Triumviri Nocturni fue el primer grupo de vigilantes de la ciudad; básicamente eran esclavos privados organizados en un grupo que combatía los incendios, las peleas y los asaltos en Roma. El sistema, de gestión privada, era totalmente ineficaz, por lo que, en interés de mantener la seguridad, Augusto instituyó un nuevo cuerpo público de bomberos llamado los vigiles. Su lema era Ubi dolor ibi vigiles (“allí donde hay dolor están los vigilantes”). Exactamente qué hacían y cuán efectivos eran es un punto discutible.
Este cuerpo se componía de 7.000 esclavos públicos que podían ganarse la ciudadanía después de seis años de servicio en el cuerpo de vigiles. Sus salarios y los costes de equipamiento y acuartelamiento provenían de un impuesto de un 4% sobre la venta de esclavos. Augusto modeló los nuevos bomberos de forma similar al cuerpo de bomberos de Alejandría, en Egipto. Patrullaban por los barrios de la ciudad en busca de señales o posibles peligros de incendio, así como persiguiendo contravenciones de la normativa establecida por Augusto y sus sucesores.
Además de la extinción de incendios, los vigiles llegaron a convertirse en la sombra de la noche de Roma. Sus deberes incluían aprehender ladrones y capturar esclavos fugitivos. Llegaron a existir siete estaciones o cuarteles de vigiles, todas bajo la dirección y mando de un Praefectus Vigilum. Estaban servidos por un retén de vigiles que patrullaban las calles provistos de cubos y armas, por si había incendios o reyertas nocturnas. Si había un grupo de borrachos violentos causando problemas o si se recibían informes de navajeros por las calles, acudiría el retén más próximo. Dado que por las noches Roma era menos turbulenta que durante el día, los vigiles preferían ir armados con garrotes en lugar de espadas y al contrario que sus camaradas diurnos, se les asignaba un sector de la ciudad que debían patrullar desde que caía la noche hasta primera hora de la mañana, aunque siempre quedaban parcelas sin vigilancia. Aquellos que sean encontrados culpables de comportamientos antisociales por la noche, eran arrastrados al calabozo, donde permanecían hasta la mañana siguiente, cuando eran llevados ante el comandante de los vigiles, que también tenía poderes como magistrado judicial.
Aunque los romanos apreciaban los esfuerzos de los vigiles a la hora de mantener la seguridad pública, en realidad esta función es un tanto secundaria, porque su principal cometido era la extinción de incendios. Sus miembros estaban especializados en diversas labores: los aquarii, por ejemplo, formaban rápidamente cadenas de cubos de agua, gracias a la red de fuentes que pronto se construyó en Roma. Los siphonarii, por su parte, transportaban en carros un invento parecido a las modernas bombas de agua para proyectar el líquido elemento a una mayor distancia. Finalmente, los centones portaban antorchas para iluminar el lugar del siniestro y facilitar así el trabajo de quienes hacían servir mantas empapadas de agua y vinagre para sofocar las llamas.
Por tanto, estaban equipados con sofisticadas bombas para acometer pequeños incendios y catapultas para demoler casas en situaciones extremas. Frente a lo que sucedía con el mantenimiento del orden público, los romanos observaban esta otra función con algo más de recelo. Los edificios en Roma, dados los materiales con los que eran construidos, eran demasiado combustibles como para que el viejo sistema de la cadena humana y los cubos resultase útil, a no ser que el fuego fuese muy pequeño. Por eso los vigiles casi nunca se molestan en aplicarlo, y en su lugar hacían una evaluación rápida de la velocidad a la que se expandía el fuego para contenerlo demoliendo los edificios que corrían riesgo de propagación. Sus unidades incluían operarios especialmente adiestrados, capaces de desmontar tejados, demoler paredes y arrancar cualquier elemento que pudiera ayudar a la propagación del fuego a una velocidad espeluznante.
Los desdichados propietarios de los inmuebles destrozados rara vez coincidían con los vigiles en que su casa era precisamente el punto idóneo para abrir el cortafuego, por lo que no solían estar tan satisfechos con este espléndido servicio público. Aunque muchas veces se convertían en héroes, rescatando a personas atrapadas en incendios o en derrumbes de edificios, labor en la que muchos se dejaban la vida, no siempre eran tan altruistas. En el gran incendio de Roma en el año 64 d.C los vigiles participaron en el saqueo de la ciudad y aprovecharon sus conocimientos y sus habilidades para encontrar grandes riquezas. En cualquier caso, los vigiles no eran una fuerza policial, y tenían poca autoridad cuando los pequeños delitos nocturnos escalaban.
Junto con los vigiles, la responsabilidad de mantener el orden público recaía sobre las Cohortes Urbanas, que también serán constituidas por orden de Augusto en el 13 a.C. Las Cohortes Urbanas o Urbaniciani, eran básicamente, la guarnición de Roma, junto con las Cohortes Pretorianas (responsables de la seguridad del emperador y de la familia imperial) a la que servía de contrapeso. Su misión básica era el mantenimiento del orden público en la ciudad, asegurando la tranquilidad y el mantenimiento interno del orden interno y salvaguardando la disciplina en los espectáculos, ejerciendo al mismo tiempo, una labor policial, preventiva, de persuasión y de control del orden público. Las cohortes urbanas hacían acto de presencia cuando las turbas enfurecidas tras un día de carreras o de juegos de gladiadores se pasaba de la raya, lanzándose a saquear e incendiar. Trabajaban bajo la premisa de que si estas cerca de una revuelta es porque participas en ella y de que la mejor forma de resolver las revueltas es pasar a cuchillo a quien las provoca.
Las Cohortes Urbanas, estaban formadas por tres cohortes quingenariae de 1000 soldados cada una, a las órdenes de un Tribuno (cada Tribunus Cohortis Urbanae procedía del Ordo Equester y muchas veces habían servido como centuriones primipilos de las legiones) y equipadas exactamente igual que sus equivalentes legionarios, pero debido a su condición de fuerza “policial”, además fueron dotados de varas de madera a modo de porras, y de cascabeles, sujetos al cinturón, a modo de sirena. Su numeración seguía la de las cohortes pretorianas, por lo que eran la X, XI y XII, bajo el mando del Prefecto de Roma (Praefectus Urbi), cargo desempeñado por un senador de rango consular de plena confianza del emperador, a quien sustituía como caput urbi cuando estaba ausente de Roma. El primer comandante de las cohortes pretorianas, Valerio Corvino, dimitió de su puesto aduciendo que no tenía ni idea de lo que tenía que hacer. Permanecieron estacionadas en el Castra Praetoria junto con la Guardia Pretoriana hasta que se construyeron los castra urbana a finales del s. II d.C. Su existencia está atestiguada hasta 360, bajo Constancio II y Juliano
Si tenemos en cuenta tal y como hemos indicado que las autoridades solo se ocupaban del mantenimiento del orden público, la lucha contra el crimen quedaba en manos de los propios ciudadanos que establecían sus propias rondas y no se andan por las ramas con los delincuentes. La vigilancia se desarrolló pues por procedimientos sociales de “autorregulación” y “medios de ejecución comunitarios”.
Por otro lado, la vida en Roma se vivía en público, por lo que actuar en la clandestinidad era mucho más difícil de lo que puede parecer. Los bienes mal adquiridos debían de ser justificados ante los demás, entre otras cosas porque las víctimas no dudarán en localizar las pérdidas sufridas e incluso en ofrecer cuantiosas recompensas a cambio de su recuperación, con anuncios como este:
“Alguien ha robado una cazuela de cobre de esta tienda. Ofrezco 65 HS por su devolución y 20 HS si alguien me dice dónde está.”
Era frecuente que, tras indagar un poco, la propia víctima identificase al delincuente y una vez que esto ocurría, el sistema clientelar se ponía en funcionamiento. Los asesinos, atracadores (effractores) y agresores de toda índole (raptores) abundaban en la ciudad. Las noches romanas eran larguísimas, con una duración que oscilaba entre las casi nueve horas del mes de julio y las más de 14 horas de diciembre y enero. Pensemos por un momento en lo intimidante que debía de resultar una gran ciudad, de un millón e incluso un millón y medio de habitantes, sin iluminación nocturna (la primera iluminación nocturna en Roma, que era de gas, se introdujo muchos siglos más tarde, en 1846). Si las calles solitarias de Roma eran peligrosas incluso durante el día, cuan aterrador debía ser salir por la ciudad durante la noche; cualquier sonido se convertía en una amenaza velada. En ocasiones podía tratarse de grupos de camorristas prestos a dar una paliza a cualquiera que se cruzara en su camino, de borrachos armando bulla o incluso de orinales cargados de excrementos que aterrizaban en la calzada con la impunidad de las tinieblas.
Y es que cuando caía la noche en la capital del Imperio romano, la profunda oscuridad que envolvía las calles y callejones propiciaba un problema grave de inseguridad ciudadana que obligaba a los romanos a encerrarse en casa a cal y canto en cuanto el sol se ponía. Se robaban objetos de toda índole: telas finas y caras, ropa, joyas y perfume, utensilios de construcción, objetos de metal, cerámica, ídolos religiosos, libros, así como cosas cotidianas “bastas y ordinarias”. Comerciar con objetos robados era fácil y no se hacían preguntas. Frecuentemente se recurría tanto a esclavos como a esclavas, pero también hombres ricos y bien relacionados manejaban objetos robados. Al igual que sus objetivos, los ladrones eran muchos y variados y era bastante común que fueran esclavos. Sus métodos y formas de actuar eran diversos: podían hacer un agujero en la pared, romper un cerrojo, conseguir copias de llaves o entrar a hurtadillas por un tragaluz.
Las preocupaciones por los robos se acrecentaban aún más porque las medidas tomadas por las autoridades eran, como mucho, ineficaces. Les preocupaba poco formar patrullas para atacar a los bandidos a menos que se cometiese un crimen atroz contra un miembro de la élite o los ciudadanos tomasen la iniciativa. La pasividad de las autoridades estaba, pues, a la orden del día. Esta situación implicaba a su vez que las personas tomasen sus propias medidas para proteger sus posesiones y estuviesen constantemente nerviosos y en guardia ante la posibilidad de un robo.
Una vez detenidos, los ladrones podían ser objeto de un proceso judicial y un buen juicio era sin duda uno de los espectáculos callejeros más apreciados por los romanos. Pero lo más frecuentemente eran susceptibles de sufrir los ataques de la muchedumbre y simplemente eran linchados. Cualquier persona considerada culpable sufría castigos que resultarían extremadamente crueles para la mentalidad actual. Pero ése era el objetivo: disuadir a otros mediante el terror a castigos espantosos, como manos amputadas, latigazos, condena a las minas o a los espectáculos de gladiadores, decapitación, ahorcamiento, morir devorados por animales salvajes y crucifixión. Dichos castigos eran parte integrante de un aspecto más amplio del mundo del hombre corriente, su omnipresente naturaleza violenta: para el romano corriente, la violencia impregnaba todos los aspectos de la vida, hasta el punto de que se la consideraba algo normal. La preocupación por la seguridad nocturna de convirtió en una obsesión para los romanos. Como consecuencia, se promulgaron normas que castigaban de manera más severa los delitos cometidos por la noche. En torno al año 200 d.C, Julio Paulo, uno de los más destacados juristas romanos, escribió que, de entre todos los malhechores, los intrusos nocturnos se consideraban los más abyectos, por lo que después de ser azotados eran muchas veces enviados a las minas.
Respecto al sistema judicial y siguiendo con el ya comentado sistema romano en el que el ciudadano tiene que hacerlo prácticamente todo por sí mismo, cuando exista fecha para presentar el caso ante un magistrado, debía ser será el propio acusador el que se asegurase de que el procesado se presentase al juicio. Evidentemente, cuanto más débil fuese su caso más difícil será que el acusado se presente. El demandante podía contratar a un especialista en, digamos, “dar por saco”, que se plantaría bajo la ventana del acusado o enfrente de su casa, y vociferaría a grito pelado insultos contra él, para la delicia de los viandantes y la mortificación de la víctima de su escándalo. Si la víctima salía de su casa, era seguida por su perseguidor que informaba en voz alta a todo el mundo de la naturaleza canallesca y falaz del acusado y de su sospechosa negativa a presentarse en el juzgado a defender su caso. Un demandante obstinado contrataría a varios de estos individuos para que se turnasen y para que así, tras varias noches sin pegar ojo, los vecinos del acusado ejerciesen su propia presión. Puesto que la reputación personal, la dignitas, es tan importante para los romanos, lo más seguro era que no pudiese soportar este tratamiento durante mucho tiempo, especialmente porque cuanto más retrase su aparición en el juzgado más culpable parecería ante los demás.
La autoprotección, pues, era la norma a seguir. Aunque había patrullas nocturnas con antorchas, estas no eran muy abundantes, por lo que los ciudadanos pudientes solían proveerse de sus propias escoltas de esclavos armados y equipados con antorchas en sus desplazamientos nocturnos por la ciudad. Caminar solo por la ciudad durante la noche era cuando menos, poco aconsejable, ya que uno se exponía a ser asaltado en cada esquina, por lo que la gente no solía aventurarse a ello, a excepción de los vagabundos y los delincuentes. En Roma existía una frase muy común entre los ciudadanos, “no salgas de noche a menos que sea demasiado necesario”. Así pues, los robos y las agresiones abundaban. Era frecuente que hombres encapuchados amedrentaran a los transeúntes con armas blancas, despojándolos de artículos de valor y hasta llegaban a cometer homicidios cuando éstos se resistían a los hurtos. También eran comunes los atropellamientos por carruajes que transitaban a altas velocidades por las estrechas calles atropellando a las personas y dejándolas moribundas sobre el suelo y las aceras. No era habitual que se detuviesen para socorrerlos.
Otro peligro nocturno era el constituido por los gamberros. En Roma abundaban las cuadrillas de mozalbetes, algunos de ellos de las mejores familias de la ciudad. Incluso el propio Nerón, ya emperador, se ocultaba al caer la noche bajo una capucha para sumarse a esas pandillas. Cuando se cruzaba con hombres que se dirigían a su casa, los golpeaba; cuando se le antojaba, atracaba tiendas cerradas y vendía en el palacio lo que robaba. Además, se metía en peleas y a menudo corrió el riesgo de que lo hirieran o lo mataran. Si hacemos caso de Suetonio, la última persona con la que querrías encontrarte tarde en la noche en el centro de Roma era el emperador Nerón. Estas bandas de gamberros campaban a sus anchas por la urbe cometiendo toda clase de abusos y tropelías antes de que el “yugo” del matrimonio y el trabajo adulto les obligase a sentar la cabeza. En ocasiones arrojaban a sus víctimas a la cloaca más próxima
Y a pesar de todo esto, nunca existió la figura de la policía, tal como la conocemos ahora, es decir, no había ningún magistrado que persiguiera de oficio los crímenes como robo, asesinato o rapiña. Los nobles, aristócratas y caballeros contaban con seguridad privada y en las casas se tenían perros y gansos entrenados para vigilar. La seguridad privada consistía en que los más allegados a la persona que requiriera seguridad eran quienes lo cuidaban: los amigos cercanos, los trabajadores y en especial los esclavos, quienes eran o más bien, tenían que ser totalmente fieles. La necesidad de seguridad privada por personas de confianza es una de las razones por la cual la amistad y la fidelidad eran valores muy importantes y reconocidos en la Antigua Roma.
Pero la noche romana no era sólo peligrosa, también era divertida. Había clubes, tabernas y bares abiertos hasta altas horas de la noche. Aunque compartieras una estrecha habitación con demasiada gente en una ínsula de mala muerte, si eras hombre, podías escapar por unas horas yendo a beber, apostar y coquetear con las camareras.
Para los romanos, el ruido nocturno más virtuoso era la conversación. En cambio, las clases pudientes sobrellevaban muy mal los guirigay, ya que la oscuridad amplificaba el poder emocional de los sonidos. la larga noche potenciaba el aburrimiento. La diferencia entre desear que llegara el día o la noche radicaba en la posición en el escalafón social. En la práctica, los que anhelaban la llegada de las primeras luces no deseaban tanto la diversión y el otium como la actividad y el negotium. Con todo, existían dos mundos nocturnos bien diferenciados. De una parte, estaban las élites. Una de sus formas de escapar del aburrimiento era leer o escribir. Otra, organizar o participar en cenas con familiares y amigos, desplazándose literas dentro de comitivas flanqueadas por una nutrida escolta de esclavos. Detrás de las puertas de sus casas, bien resguardadas por sus esclavos, reinaba la paz y la dura vida de las calles era apenas audible.
Así que, si bien muchos de los residentes más ricos de la ciudad evitaban salir de sus casas después del atardecer, otros lo hacían con su equipo de seguridad privado de esclavos o su largo séquito de ayudantes, en busca de diversión o pleito. Pero por supuesto, había romanos de la élite para los que la vida de la calle era extremadamente emocionante en comparación. Y era ahí, exactamente era donde querían estar.
El Segundo submundo nocturno era patrimonio de los esclavos. En muchos casos, en presencia de sus amos, los esclavos no tenían permitido hablar, hasta el extremo de que cualquier murmullo era reprimido por la vara. Incluso sonidos involuntarios como la tos, los estornudos o el hipo, no estaban exentos del látigo.
La vida nocturna más ociosa se producía en ciertos barrios donde se concentraban las tabernas (popinae, thermopolia) y en los establecimientos más licenciosos, de moral disoluta, que podían contar con los placeres sexuales de una prostituta que solo ejercía por las noches: la noctilucae. Eran mujeres de rasgos pálidos y estilizados que, a su vez, se dividían en dos grupos: las diabolariae, meretrices que ofrecían sus servicios en callejones o baños públicos; y las bustuariae, que se prostituían en los cementerios.
Otra actividad nocturna era la retirada de las basuras hasta las afueras de la ciudad. Asimismo, aunque los funerales de los ricos se celebraban a plena luz del día, los de la gente humilde exigían el traslado nocturno de los cadáveres hasta el extrarradio. De hecho, la palabra «funeral” podría proceder de funalia, las antorchas que abrían los cortejos fúnebres.
También trabajaban por la noche los esclavos, bien sea ayudando a sus amos a encontrar el camino de regreso a casa cuando el vino les nublaba la vista o bien realizando todo tipo de tareas domésticas, ya que se consideraba que un esclavo debía estar disponible las 24 horas.
Como en todas las sociedades que en el mundo han sido y serán, una parte fundamental de la noche romana tenía relación con el sexo. Todas las etiquetas que en la actualidad aplicamos a la sexualidad, no tendrían ningún sentido para un romano. Para la sociedad romana el sexo era sexo. Los hombres podían tener relaciones con miembros del mismo sexo o del opuesto y nadie les criticaba por ello, siempre que la otra persona tuviera menos estatus social (sirvientes, esclavos e incluso hombres libres pero extranjeros). Y siempre debía ser la parte dominante. la acusación de haber sido la parte pasiva en una relación podía bastar para arruinar la carrera de un político, como estuvo a punto de sucederle a Julio César en su juventud. Peor aún era la acusación de haber practicado sexo oral a una mujer, aunque fuera su esposa, ya que para los romanos la boca era el instrumento de la política, el comercio y todas las actividades importantes, y “ensuciarla” equivalía a despreciar su importancia para la comunidad. En el caso de las mujeres casadas tenían que llevarlo con discreción porque estaba en juego su honor, pero las libertas o las extranjeras podían permitirse una mayor libertad ya que los romanos no las consideraban miembros de pleno derecho de la sociedad.
La prostitución en Roma era extremadamente barata y esto, no es una exageración: un servicio sexual económico podía costar lo mismo que una copa de mal vino, alrededor de uno o dos ases. Este precio no solo se aplicaba a los peores burdeles, sino incluso a los ya mencionados servicios de las camareras, y se explica porque a esos lugares solo acudían las clases bajas y las mujeres que se prostituían (y menos frecuentemente hombres) eran esclavas o libertas pobres, que no tenían ninguna esperanza de ascenso social. “Las prostitutas romanas tienen el mundo de visita.” se mofaba Marcial. Para los romanos la prostitución navegaba entre dos peligrosas aguas. Aunque reprobable y fuente de delincuencia y marginalidad, a nivel social era vista como un mal necesario. El propio Catón el Viejo (también apodado “el Censor” por su defensa de la virtud y la moral romana) veía positiva la existencia de los lupanares. En una ocasión incluso felicitó a un joven al que vio salir de un prostíbulo ya que, con aquella práctica, evitaba molestar a una matrona romana. Era común que los hombres, ya en su adolescencia, frecuentaran los burdeles o tuvieran relaciones con las sirvientas o esclavas. La virginidad masculina era algo extremadamente mal visto en la sociedad romana porque el hombre tenía que ser siempre un dominador.
Incluso los hombres casados eran justificados cuando mantenían relaciones sexuales con una meretriz porque, así saneaban su matrimonio. A pesar de lo cual, los romanos situaron a las personas que ofrecían su cuerpo por dinero en los espacios más despreciables de la sociedad. Y aunque la prostitución era entendida como un mal necesario, la meretriz (“meretrix”, la que “se ganaba la vida ella misma”) era despreciada por el ciudadano de a pie. Lo más habitual es que, tanto en la época de la República como del Imperio, la meretriz proviniera de una familia extremadamente pobre que había decidido abandonarla al nacer. También podían ser pordioseras, esclavas que eran obligadas a vender su cuerpo o delincuentes. También había ciudadanas libres que se sentían atraídas por este tipo de vida o jóvenes violadas que optaban por este trabajo tras haber soportado la marginación. Estas últimas sufrían un estigma social que las culpaba a ellas de la violación.
Había diferentes categorías. La más alta era la de cortesana. Estas eran prostitutas de lujo bellas, refinadas y con buenos modales que podían pasar meses con sus clientes. Solían ser respetadas por los hombres que las contrataban y hasta se les permitía participar en las conversaciones masculinas y dar su opinión. Logicamente, eran una minoría dentro de la profesión. A continuación, estaban las mesoneras o venteras, mujeres que no eran prostitutas como tal, pero que como ya hemos indicado, regentaban o trabajaban en una posada y decidían ganarse un dinero extra manteniendo relaciones sexuales con los clientes. De hecho, era habitual que los romanos asociaran el oficio de tabernera con el de meretriz. La última categoría era la de aquellas jóvenes que no tenían dinero para sobrevivir o esclavas que mantenían relaciones sexuales en un burdel.
De entre todos los lugares en los que se solía practicar el sexo con prostitutas, los fornices (prostíbulos) eran los más populares. Eran tugurios ubicados en los barrios más concurridos de la ciudad. En el Subura se hallaban las meretrices más populares, mientras que en el Trastévere (el corazón de la ciudad se podían encontrar los burdeles más sucios y pestilentes. En estos barrios de calles estrechas habitaban en pequeñas insulas las prostitutas de la condición social más baja, sin higiene alguna y compartiendo habitaciones normalmente con compañeras de oficio, debido a los altos precios que se debían pagar por los alquileres.
En todo caso, era muy sencillo toparse los prostíbulos una vez dentro de los barrios, ya que los dueños ubicaban en sus puertas un falo de piedra pintado en rojo bermellón. El pene erecto se consideraba un símbolo de buena suerte, por lo que era muy habitual encontrarlo también en los carteles que indicaban los servicios que allí se ofrecían. Para diferenciarse todavía más de las matronas y para lograr cautivar a los clientes, las prostitutas solían cubrirse toda la cara con afeites variados, ponerse coloretes en las mejillas, agrandarse los ojos con carboncillo, pintarse con una espesa capa de maquillaje y untarse los pezones con purpurina dorada. De esta guisa, una meretriz de una edad considerable podía engañar a los hombres y extender su vida laboral unos cuantos años más. También era habitual que se afeitasen, siempre que el dinero se lo permitiera, ya que era bastante caro. Todo el cuerpo pasaba por la cuchilla, incluyendo sus partes íntimas, pintaban de rojo bermellón y no cubrían con ropa interior.
Las meretrices tampoco podían usar zapatos, aunque era habitual que se saltasen esta norma y se grabasen en las sandalias palabras como Sequere me, Sígueme. Estos términos quedaban inscritos en el polvo cuando caminaban y los clientes los seguían para encontrarse con ellas.
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