Al atardecer del primero de octubre del 331 a.C, Alejandro, rey de Macedonia tenía en sus manos el mayor y más poderoso imperio del momento. Sobre el campo de batalla de Gaugamela, a poco más de veinte kilómetros del actual Mosul, yacían los restos del último gran ejercito de Dario III, que había huido, por segunda vez, poniendo una distancia prudencial de por medio con el macedonio. Lejos parecía quedar ya aquella primavera del 334 cuando se había puesto en marcha la gran expedición hacia Persia. Tan solo tres años, tres años, separaban aquellos dos momentos. Ciertamente, gracias a Filipo II, Macedonia era un reino rico, pero a partir de este momento, la enorme cantidad de riquezas que afluyeron a las manos de Alejandro, cambiará por completo la escala de sus operaciones. El dinero ya nunca más será un problema. Alejandro y sus macedonios habían avanzado sin descanso, sin conocer la derrota, durante tres largos años. Habían destrozado dos grandes ejércitos Persas, ambos comandados por el mismísimo Gran Rey. Habían sometido a Tiro en un asedio casi épico, habían incorporado a Egipto al nuevo imperio. Desde Gordio hasta Siwa, Alejandro era ya una leyenda. Y nos obstante, aún estaba comenzando su asombroso viaje….. En nuestra segunda entrega de la saga de Alejandro, marcharemos de nuevo con las falanges macedonias, junto a la caballería de los compañeros, desde Babilonia a la mismísima India.
DE GAUGAMELA A PERSEPOLIS
El 12 de octubre del 331 a.C., Alejandro dejó el campamento de Darío en Arbela y marchó hacia el sur, siguiendo el Camino Real. No había expectativas realistas de capturar al gran rey y la necesidad de suministros, así como la perspectiva de un fácil botín, lo hicieron girar al sur, en dirección a Babilonia y a la promesa de una bien merecida recompensa para sus soldados. Había ordenado que un mensajero se adelantara ya el 8 de octubre y anunciase unas palabras tranquilizadoras referentes a la ciudad. Maceo cabalgó para darle la bienvenida llevando con él a sus hijos como muestra de lealtad; el hombre que había liderado el ala derecha de los persas sólo siete días antes en Gaugamela, le ofrecía ahora la rendición de Babilonia. Pero Alejandro, que no estaba para nada seguro de lo que iba a suceder dispuso a su ejército como si fuera a la batalla y ordenó un avance prudente. Al acercarse, las puertas de Babilonia se abrieron y por ellas salieron en tropel los oficiales de la ciudad, que bajaron por un camino sembrado de flores y guirnaldas, y en cuyos bordes se habían colocado altares de plata cargados de incienso. Un poco más tranquilo, Alejandro con un guarda armado, subió al carro real; los nativos lo siguieron a través de la puerta principal de la ciudad y después hasta el palacio de los persas, donde la ovación continuó durante toda la noche. El recibimiento que Alejandro tuvo en Babilonia fue abrumador. El miedo y el deseo de aplacar a un conquistador explican la sumisa rendición de los gobernadores persas, aunque fueron los ciudadanos quienes les obligaron a actuar, y sus motivos venían de mucho más lejos. También puede explicarse a partir de los gestos que, en contrapartida, tuvo Alejandro, probablemente fruto de un acuerdo previo: recibió al clero en audiencia y ordenó la restauración de los templos que Jerjes había dañado e hizo sacrificios a Bel Marduk, el dios de la ciudad, presumiblemente agarrando la mano de la estatua para mostrar que recibía su poder, como los antiguos reyes babilonios. Este respeto hacia las comunidades del templo constituyó durante mucho tiempo el precepto de un gobierno prudente y noble.
A Babilonia se le restituyó el estatus de capital de satrapía, que había perdido hacía mucho tiempo y Maceo, el renegado virrey de Siria de Darío, fue designado para gobernar la provincia a cuya rendición había contribuido, vigilado por dos generales y un recaudador de impuestos real macedonios. Esta sorprendente rehabilitación puede que recompensara una traición pactada de la ciudad o bien que Alejandro eligiera como primer gobernador a un hombre con contactos nativos. Alejandro entregó la satrapía de Armenia a Mitrines, y rehabilitó al comandante del fuerte persa en Babilonia; de este modo, introdujo una costumbre que se impondría en su Imperio, ya que los sátrapas persas que se rindieran podían esperar que se les entregasen las provincias que habían gobernado para Darío, aunque, como en Egipto o Caria, se pondría a su lado a un general macedonio para mantener a las tropas locales en manos leales. Esta oferta alentaría la rendición y evitaría a la vez problemas innecesarios de lengua y organización; los mismos sirvientes persas volverían a ser empleados allí donde fuera posible y ocuparían lugares destacados en el Imperio, y eso a pesar de la consigna del castigo y la venganza griega.
Tras esto, Alejandro descansó en Babilonia durante casi cinco semanas; había muchas cosas que ver en la ciudad: las enormes murallas dobles de ladrillo y betumen, de más de diecinueve kilómetros de circunferencia, la puerta Ishtar, con torretas y placas esmaltadas con dibujos de animales, el Zigurat sagrado, que se elevaba siete plantas y medía ochenta y dos metros de altura. Los principales caminos de la ciudad corrían en líneas casi rectas construidas sin ventanas para conservar el frescor y su trazado sólo se interrumpía con el curvo cauce del río Éufrates. Para un griego, la ciudad se había construido a una escala inimaginable. Alejandro se instaló en el más meridional de los dos palacios construido por Nabucodonosor. Alrededor de los edificios del palacio se encontraban los Jardines Colgantes, en cuyas terrazas artificiales se habían plantado tantos árboles que, a los griegos, jardineros mediocres, les pareció que se trataba de un bosque suspendido en el aire. Y mientras que Alejandro inspeccionaba los jardines, los soldados se resarcían de la escasez de mujeres sufrida durante los tres últimos años con las artistas de strip-tease de los burdeles de la ciudad. La paga, que procedía del tesoro de la ciudad, era extremadamente generosa y los mantenía con buen ánimo; era una recompensa que posiblemente se les debía desde hacía tiempo. El fuerte septentrional guardaba una increíble cantidad de lingotes, suficientes como para poner fin a todos los problemas financieros de su reinado.
Pero Darío aún estaba vivo, y sin duda se preparaba para una nueva ofensiva en las montañas próximas a Hamadán; sin embargo, los palacios del Imperio, llenos de tesoros y listos para ser tomados, se encontraban en el este; su captura aislaría a Darío de sus muchos seguidores y no le dejaría otra elección que la de retirarse a unos desiertos situados todavía más al este, donde su realeza no podría seguir siendo indiscutible. A finales de noviembre, Alejandro partió con destino a Susa, el centro administrativo del Imperio, y, puesto que había enviado una carta a su sátrapa por medio de un mensajero, esperaba otra rendición. En el Camino Real, fue recibido finalmente por los refuerzos procedentes de Grecia que había reunido el otoño anterior: macedonios, griegos y unos cuatro mil tracios: sumaban aproximadamente quince mil hombres. La infantería se distribuyó de acuerdo con su nacionalidad, y a los Compañeros de a Pie se les añadió una séptima brigada de macedonios; en la caballería, los escuadrones se subdividieron en secciones y se escogió a los comandantes de dichas secciones no por su raza o su cuna, sino por su mérito personal.
Mientras tanto, Alejandro seguía esperando alguna noticia de sus contactos en Susa.; unos días después, llegó el hijo del sátrapa que se ofreció a guiarlo hasta el río Kara Su, donde lo estaba esperando su padre con doce elefantes indios y una manada de camellos en prueba de amistad. Veinte días después de dejar Babilonia, a principios de diciembre, Alejandro entraba, en el palacio de Susa. Uno de los oficiales que lo acompañaban escribió: “Susa es una tierra fértil, pero el calor es increíblemente sofocante. A mediodía, las serpientes y los lagartos no cruzan las calles de la ciudad por miedo a abrasarse; cuando la gente quiere bañarse, saca el agua fuera para calentarla, y si dejan la cebada extendida al sol, salta como si estuviera en un horno”. “A causa del calor, las casas están cubiertas con un tejado de tierra de un metro de espesor, y las construyen grandes, estrechas y altas”.
Cada provincia del Gran Rey había ayudado a construir Susa. La madera de sisu para las columnas se había traído en barco desde la India, y los artesanos y orfebres procedían de las ciudades del Asia griega; entre las tallas y los trabajos en oro, los esmaltes, las alfombras y las maderas preciosas, Alejandro se encontró con que era dueño de otro gigantesco tesoro de lingotes. Sobre la plataforma central de la ciudad, cada rey había construido su propio edificio del Tesoro; en los dormitorios reales, en la cabecera y al pie de la cama del rey, había dos arcones privados llenos de tesoros, mientras que la cama estaba guardada por el famoso plátano dorado, durante mucho tiempo un símbolo de las riquezas de Persia. Sin embargo, el tesoro más impresionante lo constituían las pilas de bordados púrpuras, cuya antigüedad era de ciento noventa años, aunque todavía se conservaban tan frescos como si fueran nuevos debido a la miel y el aceite de oliva que habían mezclado en las tinturas.
Alejandro había entrado de lleno en una nueva escala de poder. Sirva como ejemplo que pudo ordenar que se enviaran a Antípatro para ayudarlo a sofocar la revuelta espartana 3000 talentos, seis veces más que los ingresos anuales de la Atenas del siglo IV. Al entrar en el interior del palacio, le fue mostrado el alto trono de oro de los reyes persas, donde tomó asiento bajo su baldaquín dorado; la altura del trono fue una cuestión embarazosa, pues mientras que un rey persa podía descansar sus pies sobre un taburete, Alejandro no necesitó una banqueta para los pies sino una mesa, prueba de su baja estatura. Demarato, que le había dado a Bucéfalo «se deshizo en lágrimas al verlo sentado en el trono de Darío. pero aquel insulto a los muebles de Darío entristeció sobremanera a un eunuco persa: un griego había llorado de alegría por lo que un persa había lamentado. Tendría que encontrar pronto un equilibrio entre ambos. Alejandro restituyó al sátrapa persa que se había rendido y, por seguridad y conveniencia, dejó junto a él a un general macedonio, un tesorero, una guarnición y un comandante de la ciudad. Dejó allí a la madre de Darío, las hijas y el hijo que había capturado en Isos, y designó a unos maestros para que les enseñaran la lengua griega.
A partir de Susa, Alejandro ya no estaría atravesando un imperio largamente sometido, ya que ahora su ruta lo conducía por el este a la provincia de la Pérside, la tierra natal de los gobernantes del Imperio, por lo que decidió que no se dedicaría a perseguir a Darío hasta que los flancos y la retaguardia de su ejército estuvieran protegidos y la estación permitiera encontrar provisiones cerca de Hamadán. Tras dejar Susa a mediados de diciembre, a los cuatro días Alejandro cruzó el río Karun; en los montes que se alzaban sobre el camino vivía una gran tribu de nómadas que siempre habían cobrado un peaje a los reyes persas a cambio de un paso seguro a través de sus tierras de pastoreo, algo que no era del agrado de Alejandro. en un ataque realizado al amanecer derrotó a sus habitantes y los obligó a suplicar por sus tierras.
A los tres días de marcha el camino se bifurcaba al sureste Parmenión tomó el equipaje y a los soldados equipados con armamento pesado y los llevó a través de las actuales Behbehan y Kazarun hasta Persépolis, centro ceremonial del Imperio persa, mientras que la caballería de los compañeros, los Compañeros de a Pie y las unidades equipadas con armamento ligero siguieron a su rey hacia el este de la provincia, por una ruta abrupta pero directa a través de las montañas. El camino terminaba en un estrecho barranco de una altura de más de dos mil metros; estaba flanqueado por densos bosques de roble y una nevada había contribuido a ocultar los baches. Al cuarto día, los guías nativos señalaron las llamadas Puertas de Persia, una escarpada barrera montañosa. Se llegaba a ellas a través de un desfiladero particularmente estrecho y, al final, las rocas parecían formar un muro.
Alejandro entró con cuidado, pero tan pronto como estuvo dentro se vio que el muro era artificial. Sobre el muro se habían dispuesto catapultas persas y, a uno y otro lado, las cimas estaban repletas de persas. Los persas provocaron una avalancha de grandes rocas desde arriba, mientras los arqueros y las catapultas descargaron sobre unos enemigos; no había nada que pudiera hacerse salvo retirarse, por lo que Alejandro condujo a los supervivientes a unos seiscientos metros al oeste. Aunque se sabía que había un camino más fácil que trazaba una amplia curva por el noroeste para eludir el desfiladero «no deseaba dejar a sus muertos sin enterrar», lo que en las batallas antiguas suponía la aceptación de la derrota, y no podía arriesgarse a que los persas se retiraran a Persépolis y le tendieran una emboscada a Parmenión y los carromatos con el equipaje que se aproximaban.
Un pastor que estaba prisionero habló de un escarpado camino de ovejas que rodeaba el muro de los persas y conducía a la parte de atrás. Dividió primero sus fuerzas en varios puntos de ataque. Unos cuatro mil hombres mantendrían las hogueras ardiendo y ahuyentarían las sospechas de los persas. El resto traería suministros para tres días y lo seguiría por el camino del pastor hasta la cima del paso de Bolsoru. Después de haber recorrido unos ocho kilómetros por una ruta casi impracticable para las mulas, alcanzaron la cima, donde Alejandro dividió a sus soldados. Cuatro brigadas de Compañeros de a Pie, demasiado pesadas y torpes para la emboscada, descenderían a la llanura y prepararían un puente sobre el río hacia Persépolis; el resto tuvo que seguir cuesta arriba durante otros once kilómetros de terreno resquebrajado hasta que sorprendieron y masacraron a tres grupos externos de piquetes persas. A primera hora de la mañana, cayeron sobre la retaguardia del muro persa. Los persas fueron masacrados sin piedad. Sólo unos pocos escaparon hacia Persépolis, donde los habitantes supieron que estaban sentenciados y les negaron cualquier ayuda.
Ahora Alejandro era libre para entrar en Persia y la manera en que Alejandro entró en Persia constituyó una advertencia para el futuro. el gobernador de Persépolis sólo pudo enviar un mensaje de rendición y esperar el mismo trato de que habían sido objeto sus compañeros sátrapas en el oeste. A principios de enero de 330 a.C, el centro ritual del Imperio persa había caído en manos de un invasor macedonio. Durante casi doscientos años, una vez al año, Persépolis se convertía en el escenario de un gran acontecimiento, cuando los enviados de todos los pueblos del Imperio acudían con sus regalos para celebrar la Fiesta del Tributo. Los edificios del palacio de Persépolis se habían construido para que fueran impresionantes, una enorme afirmación del poder real. Todas las puertas del palacio estaban recubiertas de bronce; había dos salas de audiencias, una sala del tesoro y las habitaciones del rey, dependencias para los guardas y un harén real. La altura de las paredes de ladrillo, adornadas con oro y cristales, casi alcanzaba los veinte metros; unas altas columnas de madera o de mármol, acanaladas y situadas sobre bases con forma de campana, sostenían los techos de madera de cedro.
En junio de 330, Alejandro se acercó a la ciudad con un ejército formado por unos setenta mil hombres; el gobernador persa estaba esperando a Alejandro para darle la bienvenida. Le mostraron la sala con columnas de Darío I y la sala de las cien columnas de Jerjes. Tras esta sala se encontraba el Tesoro, donde Alejandro se hizo con 120.000 talentos en lingotes sin acuñar, la fortuna personal más grande del mundo. No debemos olvidar que Alejandro había alentado a sus soldados hablándoles de Persépolis como la ciudad más odiosa de Asia. Cuando el rey reapareció, es dio al fin la orden que habían esperado tanto tiempo: el saqueo de la ciudad. Los guardias y los habitantes fueron asesinados indiscriminadamente, mientras que a las mujeres les arrancaron los vestidos y las joyas. Por supuesto, el tesoro del palacio, en cuanto propiedad de Alejandro, no fue saqueado. La venganza contra Persia había sido un tema presente en la política griega durante más de cien años y había alcanzado finalmente su punto culminante en este saqueo de Persépolis. A continuación, los soldados fueron enviados al este, a la cercana Pasargada, donde Ciro el Grande había construido un pequeño palacio unos veinte años antes de la fundación de Persépolis. El gobernador persa del palacio se rindió, y se informó a Alejandro de que había un tesoro de 6000 talentos.
Algunas fuentes señalan que la visita a la tumba de Ciro I lo animó a proseguir por el camino de la orientalización. Ordenó que se enviaran desde Susa diez mil animales de carga y cinco mil camellos para ayudar a transportar allí todo el tesoro que había en suelo persa, pues Persépolis no iba a continuar siendo el almacén del Imperio. Mientras se esperaba que llegaran estos carros de transporte, el ejército principal pudo descansar. Mientras el ejército descansaba, Alejandro partió hacia las colinas que había en los alrededores de Persépolis con un piquete de infantería y un millar de jinetes con la intención era someter al resto de la provincia de Persia. Los pastores persas de las montañas nunca habían esperado un ataque durante el invierno y acudieron para rendirse tan pronto como oyeron que serían tratados con benevolencia; los nómadas vecinos, que habían permanecido independientes bajo los reyes persas, fueron sorprendidos en sus cuevas y lo recibieron con una rendición.
Tras un mes, Alejandro regresó a Persépolis para descansar. Mientras el tesoro se sacaba del palacio, el gobernador persa fue rehabilitado en su rango, y se designó a uno de los hombres de Alejandro para que se pusiera al frente de una guarnición de tres mil macedonios y nombró sátrapa a un aristócrata persa. Después los palacios de Persépolis ardieron y todo el mundo coincidió en que el fuego empezó con la aprobación de Alejandro. Según los oficiales de Alejandro, el fuego del palacio fue un acto calculado de venganza, pero si el incendio hubiese sido algo tan cuidadosamente planificado, el acuartelamiento previo de Persépolis no tendría mucho sentido. Plutarco nos cuenta que «Todos convienen en que Alejandro se arrepintió rápidamente y ordenó que se apagase el fuego». La noche del incendio, escribió, el rey y sus Compañeros habían celebrado un banquete; había mujeres, el vino corría con generosidad y los músicos se sumaron al jolgorio. Entre las mujeres se encontraba la encantadora Tais, una cortesana de Atenas que había seguido al ejército a través de Asia; cuando el banquete estaba muy avanzado, hizo un discurso desafiándo a Alejandro a que se divirtiera con ella para castigar a Persia por el saqueo de Grecia: prendería fuego a la sala de Jerjes, saqueador de su Atenas nativa. Sus palabras fueron acogidas con gritos de aplauso. Alejandro se puso de pie de un salto, llevando una guirnalda en la cabeza y una antorcha en la mano, y pidió que se formara una turba en honor al dios Dioniso.
Los invitados cogieron antorchas y la atolondrada procesión siguió a Tais hasta la terraza. En lo alto de la escalera, primero Alejandro y después Tais arrojaron las teas al suelo de la sala de las cien columnas; quienes iban detrás los siguieron y, cuando las llamas se elevaron, las columnas se prendieron y empezaron a arder. Alejandro hizo más daño del que pretendía y, cuando los vapores del vino desaparecieron, se arrepintió de su proceder. Alejandro, aunque de un modo vacilante, había empezado a dudar de su papel como castigador de los persas.
BLOQUE II: DE PERSEPOLIS A SAMARCANDA
A mediados de mayo, Alejandro dejó Persépolis y tomó el camino principal hacia el norte para recorrer los setecientos veinticinco kilómetros que lo separaban de Hamadán, esperando tener que librar una batalla campal antes de capturar a Darío. Por el camino, se unieron a él los refuerzos que había llamado el noviembre anterior, unos seis mil hombres que incrementaban el ejército a más de cincuenta mil soldados. Tras la derrota de Gaugamela, Dario había huido a Hamadán a través de un camino de montaña con unos diez mil leales, incluyendo las tropas griegas mercenarias; inicialmente, se había quedado en su territorio con la esperanza de que en el campamento de Alejandro estallase la discordia, pero cuando este giró hacia el Norte finalmente en su busca, Darío planeó una huida hacia Balj, en Afganistán. Al darse cuenta de que Alejandro se aproximaba demasiado deprisa, cambió de nuevo el rumbo y dirigirse a las cercanas Puertas del Caspio con un grupo de soldados escitas y cadusios. Se produjeron peleas entre los seguidores de Darío; aquellos que tenían sus hogares cerca de Balj estaban determinados a retirarse allí, y por tanto arrestaron a su rey en la llanura de la actual Khavar con la intención de escapar al este tan rápido como pudieran. Alejandro llego a Hamadán a finales de junio; la parte de los tesoros del palacio que estaba siendo transportada desde Persia se guardaría en Hamadán, en manos de Hárpalo, el amigo de Alejandro, custodiado por una guardia temporal de seis mil macedonios, mientras que todos los soldados griegos aliados y la caballería tesalia serían licenciados del servicio militar. En el futuro, la guerra sería una aventura personal, no ya una venganza pública y los aliados griegos podían alistarse como aventureros y compartir el entusiasmo a título privado. Parmenión, marcharía al noroeste con una gran fuerza contra los cadusios, de cuya ayuda había dependido Darío hasta entonces. Nunca más volverían a verse.
Mientras tanto, los sátrapas persas se habían puesto de acuerdo en torno a la fuerte personalidad de Besso, satrapa de Bactria y habían hecho prisionero al Gran Rey. Durante once días Alejandro condujo a un pelotón, elegido por su movilidad, hacia el norte desde Hamadán a una velocidad frenética. Dos babilonios, uno de ellos el hijo de Maceo, informó del arresto de Darío; con unos pocos jinetes elegidos, Alejandro corrió de inmediato hacia el este para tomarles la delantera a los traidores. Después de galopar dos días temerariamente, descansando sólo durante el calor de la tarde, alcanzó el último campamento conocido de Darío en el límite del Dasht-i-Kavir: allí le dijeron que unos asesinos habían escondido a Darío en una carreta y que, al parecer, se dirigían a Shahroud. se cubrieron unos sesenta y cuatro kilómetros de un yermo paisaje hasta que vieron una caravana de carretas. Alejandro sólo tenía sesenta hombres a su lado cuando detuvieron la caravana y desmontaron los carros para inspeccionarlos. A pesar de la búsqueda, no encontraron a Darío en ninguna parte.
Un oficial macedonio se apartó para ir a buscar agua por los alrededores del camino; en su búsqueda, llegó a un carromato cubierto de barro que había sido abandonado por sus ocupantes. Miró y vio que en su interior había un cadáver atado con cadenas de oro, lo que significaba que se trataba de un rey persa. Darío III, último de los reyes Aqueménidas, había sido acuchillado y abandonado por sus propios cortesanos. Cuando las distancias con sus perseguidores macedonios habían disminuido, Besso había ordenado dar muerte a Darío. Al encontrarse con el cadáver de su enemigo, Alejandro se quitó la capa que llevaba y envolvió con ella el cuerpo. Darío sería llevado a Persépolis para recibir un funeral digno de su realeza. Con la muerte de Darío la legitimidad estaba ahora en Alejandro, quien se erigirá en vengador contra el usurpador Besso. Alejandro se vio convertido así en el heredero del Imperio que anteriormente había venido a castigar. Persépolis estaba en ruinas, Darío había muerto y Alejandro y su ejército habían tomado la mayor parte del imperio persa, mucho más territorio del que hasta el más entusiasta panhelenista hubiese predicho jamás. La guerra de venganza había terminado; agotados, más lejos de casa de lo que habían estado nunca, cargados con el botín y excitados por la victoria, resultaba natural que tanto los macedonios como el resto de soldados llegasen a la conclusión de que la gran expedición había terminado, por lo que el grueso del ejército esperaba volver a casa.
Alejandro asignó las satrapías que se encontraban al este de Babilonia a orientales, de las que éstos conocían la lengua y las tribus. Se había rodeado de persas a los que consideraba amigos honorarios y ahora respetaba al difunto Darío del mismo modo que los antecesores de Darío habían respetado en otro tiempo a los reyes a los que sustituían. Alejandro era rey de los macedonios, pero estos ahora representaban una minoría de los pueblos sometidos a su dominio, y la propia Macedonia, incluso tras su expansión con Filipo, era una parte pequeña del territorio que controlaba. Había sido reconocido como faraón en Egipto y rey en Babilonia, y se había autoproclamado señor de Asia, y todos esos títulos representaban incorporaciones mucho más drásticas a sus poderes y responsabilidades, como gobernante de pueblos con tradiciones culturales y políticas muy diferentes. Esto produjo cierto grado de tensión entre cumplir sus relaciones con su propio pueblo, los macedonios, y en cierta medida ligeramente inferior con los griegos y los otros que habían vencido bajo su liderazgo, y al mismo tiempo satisfacer las expectativas de sus nuevos súbditos, al menos hasta el punto de evitar que se rebelasen.Sin embargo, no había señal de que desease supervisar esta consolidación en un periodo de paz y calma y siempre estaba pensando en la siguiente conquista.
Para administrar sus conquistas, Alejandro necesitaba la misma destreza que los persas habían demostrado antes que él. Sencillamente el número de soldados era insuficiente para conservar el nuevo imperio solo por la fuerza. Pero el proceso no fue tan fluido como podría parecer; Por un lado, se encontraban los veteranos que habían estado luchando durante treinta años, formados con Filipo y a menudo resentidos con los griegos y, por supuesto, con los orientales. Querían el poder para ellos, tesoros y quizás el final de la marcha. No habían esperado compartir el gobierno de las ciudades conquistadas, como tampoco los griegos habían esperado que su cruzado se convirtiera en el rey de los persas. Convertirse en un aqueménida no resultaba práctico, dado que a su propio ejército le hubiese resultado igualmente aberrante después de haber librado su guerra de venganza contra los bárbaros persas. Combinaba instintos profundamente pragmáticos con una creencia aún más profunda de que era un ser especial, fortalecida por su visita a Siwa. no le repugnaba la idea de adoptar algunos rituales y aspectos de las tradiciones asiáticas como les ocurría a muchos de sus Compañeros. Modificó su propio ropaje, adoptando una diadema de dos colores que le rodeaba la cabeza, al contrario que la corona persa, pero no era macedonia. El pantalón era una de las marcas más llamativas de un bárbaro, y Alejandro continuó llevando las piernas desnudas como un hombre civilizado, pero sí adoptó la túnica con mangas blanca y púrpura que era más meda que persa. Conservó la capa y gorro macedonios tradicionales, este último con un lazo púrpura real a su alrededor. Los Compañeros de rango superior recibieron túnicas rojas, como las que llevaban los consejeros principales de la corte persa, y los animó a utilizar telas y adornos asiáticos en las sillas de sus caballos.
Según continuaba el avance, más nobles persas capitulaban, y llegaron a ser todavía más prominentes en la corte. Macedonios y griegos nunca fueron desplazados ni apartados y continuaron siendo la gran mayoría, pero la importancia dada a los «bárbaros» tan recientemente derrotados resultaba ofensiva para la competitiva cultura de la corte. Con el tiempo, el rey adquirió cada vez más costumbres de los reyes orientales, incluyendo un harén con una concubina para cada noche del año. Esto no era solo apropiado para un rey de oriente, sino que tradicionalmente era un lazo útil con la nobleza de todas partes del imperio, porque las mujeres procedían de familias aristocráticas, para quienes era una fuente de considerable prestigio.
A partir de finales de verano del año 330 a.C., el soberano macedonio somete con escasa resistencia algunos pueblos montañeses como los mardos, los tapurios, etc. y, después de varios problemas con el sátrapa Satibarzanes, otro de los regicidas partidario de Besso, le entregó la región y fue confirmado en su puesto, logrando así la dominación total de Aria y fundado una ciudad con su nombre, Alejandría de Aria. Satibarzanes fue el primero en informar de que Besso se había autoproclamado rey, lo que espoleó a Alejandro a continuar hacia Bactria, además de adquirir los cambios de estilo señalados anteriormente. Una vez se hubo ido el ejército, Satibarzanes masacró al oficial y a los cuarenta jinetes que Alejandro había dejado para respaldarlo y empezó a alzar a la provincia en rebelión alrededor de la capital, Artacoana (la moderna Herat en Afganistán). La noticia de esta traición por parte del desertor cambió los planes de Alejandro. Formó una columna rápida a partir de las unidades habituales, y dejo a Crátero con el resto. La velocidad y la fuerza de la respuesta aterraron a Satibarzanes, que abandonó a sus propios hombres y huyó con una pequeña escolta para unirse a Besso poco después.
Tras reunirse con el resto del ejército, Alejandro continuó el avance hacia la satrapía de Draugiana; el sátrapa era otro de los hombres que habían derrocado y asesinado a Darío, y no hizo ningún intento por rendirse, pero huyó a la India desde donde algún tiempo después se lo entregaron a Alejandro, que lo ejecutó. Durante un tiempo el ejército descansó en la capital de la región, Frada (la moderna Farah en Afganistán). Aquí, un grupo de aristócratas nenores macedonios que supuestamente tenían una causa real o imaginaria con el rey, tramaron su asesinato. Uno de estos conspiradores, se llamaba Dimno, y le confió el plan a su joven amante, un muchacho llamado Nicómaco. El chico se asustó, y a su vez se lo contó a su hermano mayor Cebalino, que era soldado, probablemente en uno de los escuadrones de los Compañeros, aunque claramente no de alto rango. Esto significaba que no tenía acceso directo al rey, así que esperó fuera de la tienda real y se aproximó a Filotas, el último hijo que le quedaba a Parmenio y el jefe de los Compañeros, para contarle lo que había descubierto. Como no pasó nada, habló con Filotas una segunda vez, oero seguía sin suceder nada, y Dimno y el resto de conspiradores seguían libres, asi que que Cebalino acudió a uno de los pajes reales y lo convenció para que le diese la información a Alejandro directamente.
Filotas no advirtió al rey de la conspiración, y más tarde diría que ignoró la información al considerarla la cháchara de un muchacho insignificante, pero Alejandro si se tomó el incidente muy en serio. Dimno fue asesinado resistiéndose al arresto o se las arregló para suicidarse, no está claro, y los demás fueron detenidos, entre ellos, Filotas. Su delito había sido el de omisión. Alejandro fue implacable, alentado por Crátero y otros Compañeros de alto rango, incluyendo a Hefestión y Pérdicas, que habían olfateado la oportunidad de su propio ascenso a expensas de Filotas. Fue ejecutado, bien alanceado o apedreado. Alejandro escogió a un oficial conocido por ser amigo de Parmenio para una misión especial que se apresuró a ir a Ecbatana antes de que la noticia del destino de Filotas llegase a oídos del padre del muerto. A su llegada, les dio a los oficiales de mayor rango unas órdenes escritas antes de presentarse a Parmenio, que se alegró de verlo, deseoso de que le entregase la carta de su hijo. Mientras la abría, fue asesinado. Le cortaron la cabeza a Parmenio y se la llevaron a Alejandro, mientras que el resto de su cadáver fue enterrado con respeto. En el contexto de la política macedonia, matar a Parmenio fue algo natural, ya que una vez ejecutado su hijo, era difícil creer que el padre continuaría siéndole leal. Así acabó la vida de un hombre que había contribuido grandemente al éxito tanto de Filipo como del hijo de este. Tenía alrededor de setenta años y había sobrevivido a varios cambios de régimen en Macedonia, había contribuido a la sucesión de Alejandro al consentir que se ejecutase a Átalo seis años antes.
Filotas había dirigido la caballería de los Compañeros desde el año 334 a.C., pero tras su ejecución, Alejandro decidió no confiarle esta responsabilidad a una sola persona y dividió el mando entre Hefestión y Clito el Negro. Este último era un experimentado soldado que había servido en muchas de las campañas de Filipo, y más recientemente había encabezado el escuadrón real y le había salvado la vida a Alejandro en la batalla del Gránico, por lo que muy pocos se sorprendieron por el nombramiento. Quizás el nombramiento de Clito para el mando conjunto de la caballería de los Compañeros era una concesión necesaria a sus oficiales y consejeros más curtidos, veteranos de las campañas de su padre. También podría haber sido una decisión basada en el afecto y respeto personales hacia un hombre con un buen expediente, el hermano de su ama de cría de la infancia y alguien que le había salvado la vida.
En contraste, Hefestión no parece que liderase nunca una unidad en acción, lo que convertía su nombramiento más en un acto de fe y favoritismo por parte de Alejandro hacia su viejo amigo, cuya agresiva lealtad había quedado más que demostrada recientemente en la condena de Filotas. Sin embargo, mantuvo a los Hipaspistas bajo un mando único, lo que quiere decir que el miedo por confiar tanta responsabilidad sobre los soldados más cercanos a él no era su única preocupación, y la reforma quizá reflejase el modo en que se utilizaban los escuadrones de caballería. Con el tiempo, el ejército había establecido lazos con Alejandro como líder por derecho propio y no solo por ser el hijo y sucesor de Filipo. La intensidad del combate y la inmensa escala de sus victorias desde 334 a.C. añadieron inercia y velocidad al proceso. Cualquier aumento en el número de oficiales también conllevaba la creación de nuevos puestos permanentes, con toda la paga y prestigio asociados al rango; los nuevos oficiales le debían su ascenso, y eran prueba visible de que el valor y la lealtad al rey serían recompensados. Las recompensas y los ascensos ayudaban a motivar a los hombres a que continuaran obedeciendo a su rey y combatiendo por él, aunque las metas de la expedición hubiesen cambiado tan profundamente.
Alejandro ordenó que las cartas que los soldados enviaban a casa se leyesen y se tomase nota de cualquier muestra de afecto claro hacia Parmenio y de cualquier crítica hacia Alejandro o hacia la guerra. Más o menos por esta época se formó una unidad especial de “los Alborotadores” (Ataktoi) con cualquiera de cuya lealtad se sospechase. Independientemente de que el nuevo «batallón de castigo» estuviese restringido a hombres con opiniones políticas sospechosas sus integrantes lucharon con excepcional valentía en la esperanza de redimirse, aunque no ha quedado registrado ningún ejemplo concreto de sus acciones. Se desarrollaron cortes y administraciones dobles que operaban en paralelo, mientras Alejandro se esforzaba por actuar como gobernante de los macedonios y de sus nuevos súbditos. Comenzó a utilizar el sello real de Darío para su correspondencia con los nobles y las comunidades asiáticas, y conservó el suyo propio como rey de Macedonia para los macedonios y los griegos. Deseaba que la administración existente continuase hasta donde fuese posible, sobre todo a nivel local, de modo que quizá lo ayudasen las imágenes familiares del gobierno persa, de ahí que al principio reservasen su nuevo estilo de vestir para las reuniones con los súbditos asiáticos.En 330 a.C., Bagoas, un eunuco y antiguo favorito de Darío, acudió a Alejandro para negociar la rendición de Nabarzanes, uno de los seguidores más importantes de Darío y después de Besso. Atractivo, políticamente ágil y deseoso de complacer, el eunuco se ganó la confianza del nuevo rey y algunas fuentes afirman que se convirtieron en amantes. El conocimiento que tenía Bagoas de la política cortesana y de los cortesanos más destacados resultaba muy útil, especialmente porque debía hablar griego, lo que ayudaba a Alejandro a entender a los hombres con los que quería trabajar.
Alejandro dejó Frada poco después de las muertes de Filotas y Parmenio a finales de 330 a.C. Libre de conspiradores y reprimido el descontento en el ejército, Alejandro pasa a dominar Gedrosia y Aracosia, fundando una nueva Alejandria (de Aracosia). Por allí esperara unos meses para emprender de nuevo la marcha en la primavera del año 329 a.C. por una región muy difícil como era la gran cordillera del Hindu Kush, con más de siete mil metros de altura, con nieves perpetuas y con graves peligros. Así penetro en la satrapía de Bactria donde fundo una ciudad, Alejandria de Bactria o del Caucaso. Continuo hacia la ciudad de Drapsaca, en la satrapía de Sogdiana y desde allí, tras un breve descanso, los ejércitos macedónicos se apoderan de algunas otras ciudades; conquistada Bactres, capital de la Bactriana, toda esta satrapía, hasta ahora el gran reducto fiel a Besso, queda en manos de los macedonios.
Con esta nueva zona asegurada, cruzan el rio Oxo para entrar en la satrapía de Sogdiana y el cuerpo del ejército macedonio mandado por Ptolomeo, futuro rey de Egipto, conseguirá la captura de Besso, con lo que el pretendido reinado del usurpador había llegado a su fin. Acto seguido Samarcanda, capital de la Sogdiana cae en su poder. Pero pronto surgieron revueltas en la Sogdiana acaudilladas por el noble Espitamenes, que se lanza a una guerra de guerrillas, en la que demuestra ser un gran experto. Durante el periodo de estancia en Samarcanda, en el otoño del año 328 a.C., surgió un grave conflicto, narrado por casi todas las fuentes, con Clito, salvador de Alejandro años atrás en la batalla del rio Granice. En el curso de una fiesta, según cuenta Arriano, se planteó una fuerte discusión en la que Clito, en contra de la opinión general, sin duda adulatoria, defendía el respeto que se debía a los Dioscuros, Castor y Polux y al propio Heracles, tratando además de restar importancia a las hazañas del soberano macedonio y de paso, echándole en cara su orientalizarían.
La tradición macedonia rodeaba al rey con Compañeros, no simples súbditos, el primero entre iguales, no un tirano con poder absoluto. Obviamente, gran parte de esto era fachada y tratar a individuos y a una clase con muestras públicas de respeto hacía que les resultase más fácil aceptar el gobierno de otro. Los banquetes y las fiestas en las que corría el vino eran expresiones de ello, una orgullosa tradición macedonia que creían que demostraba la gran diferencia entre ellos y los sumisos cortesanos de un rey como Darío. Los invitados debatían, discutían, bromeaban, sin duda todo dentro de unos límites comprendidos por todos, todos aceptaban también que la bebida soltaba las lenguas y que no era necesario tomarse demasiado en serio gran parte de lo que se decía. Era una gran reunión, incluidos varios de los favoritos de Alejandro además de Clito, otros oficiales mayores y algunos orientales. Los invitados comieron, bebieron y hablaron. Muchos halagaron a Alejandro. Clito que ya estaba bastante borracho y que era de natural de temperamento rudo y obstinado, expresó abiertamente su desagrado por la importancia de orientales en la corte y en la administración imperial, y por el cambio de costumbres del rey. Los insultos volaron de ida y vuelta, y Alejandro le tiró una manzana a Clito, alcanzándolo. Luego pidió su espada, pero al menos uno de los presentes había estado lo bastante sobrio como para haberla ocultado, lo que hizo que el rey se temiese un complot en su contra. Algunos trataron de calmarlo y contenerlo cuando empezó a llamar a la guardia, usando el dialecto macedonio en lugar del griego puro, lo que era una señal peligrosa. El rey se volvió a un trompetero y le dijo que diese la alarma, y cuando el soldado dudó y no actuó, el rey lo golpeó y lo derribó.
Otro grupo, entre los que estaba Ptolomeo, sacó a Clito del salón, fuera de los muros del asentamiento. Ahí podría haber acabado, pero Clito se liberó, o quizá creyeron erróneamente que se había calmado, y volvió a la fiesta. «Se encontró con Alejandro justo cuando este gritaba “¡Clito!”, y le respondió “¡Aquí está Clito, Alejandro!”». El rey cogió la lanza de uno de los centinelas y atravesó a Clito, matándolo al instante. Inmediatamente arrepentido de su acción, intenta darse muerte, intento que fue impedido por los presentes, pero paso varios días sin comer y entre lágrimas. En todo caso, lo que si queda de manifiesto es su forzado autoritarismo al estilo del mejor despotismo oriental. Si antes Alejandro era un “primus inter pares”, es ahora un soberano absoluto deificado. Su afán de poner en practica la proskinesis (arrodillarse ante el monarca), aunque sentida como servilismo inadecuado, fue aceptada por su sequito menos por Calistenes, ayudante e historiador de la corte; esta negativa, aunque se utiliza el argumento de una conjura, le costara la vida. Inevitablemente, el asesinato hizo que la vida en la corte fuese mucho más inquietante. Alejandro había demostrado ser totalmente implacable a la hora de castigar a quienes creía que tramaban algo en su contra, pero aquello era diferente, y aunque sabemos que no volvió a ocurrir nada parecido, los que lo rodeaban no tenían esa certeza. Ahora era peligroso hablar demasiado libremente. Pero su desolación por la muerte de su amigo es aprovecha por el nuevo Gran Rey para renovar algunos cargos, poniendo en Bactria a un sustituto de Clito de origen macedonio y nombrando a Hefestion como jefe de la intendencia del ejército, al mismo tiempo que se continúan las operaciones bélicas contra Espitamenes, renovando las guarniciones de las principales ciudades y continuando las luchas con el fin de eliminar los últimos reductos independentistas en las zonas montañosas más inaccesibles.
En la primavera de 327 a.C., Alejandro se detuvo en Bactra mientras columnas más reducidas salían a perseguir a los líderes recalcitrantes, y durante este periodo de descanso, la tensión volvió a estallar en una corte incómoda con el entusiasmo de su líder hacia los asiáticos y sus costumbres. La tradición persa marcaba el estatus social requiriendo a un inferior que mostrase obediencia o proskynesis cuando se veían. El ritual variaba en proporción al grado de diferencia, de modo que se esperaba que mucha gente corriente se postrase ante un gran noble, por no mencionar al rey. Cuando la diferencia era menor, los hombres se besaban en las mejillas, mientras que los iguales se besaban en los labios. Desde el principio, los súbditos persas de Alejandro le mostraron con naturalidad esa muestra de respeto cuando estaban en su presencia, y hasta los más nobles se inclinaban y la mayoría se postraba en el suelo.
La proskynesis repugnaba a griegos y macedonios por igual; Inclinarse, y no digamos postrarse, eran señales de respeto reservadas solo para los dioses. Ver a los persas practicar ese acto ante Alejandro solo reforzó su profunda sensación de superioridad. Pero para los persas habría resultado antinatural e irrespetuoso no mostrarse obediente a su rey, incluso aunque ese rey fuese un señor extranjero, y les asombraba que ese mismo conquistador fuese tratado de manera tan irrespetuosa cuando sus compatriotas se negaban a inclinarse. Así, coexistían dos sistemas de protocolo enfrentados como recordatorio visible de la distinción entre los conquistadores y los nuevos súbditos del rey. Pero Alejandro, del mismo modo en que había añadido símbolos de inspiración asiática en sus ropas con la intención de crear una nueva simbología monárquica que reconociesen todos, decidió introducir una versión de compromiso de la proskynesis para los miembros macedonios y griegos de su corte. Se trataba de una ligera inclinación a la que el rey respondía con un beso. Se tomaron medidas para preparar a los miembros de la corte para el protocolo, que iba a ser presentado en un banquete para invitados escogidos. La noche del banquete se había organizado que varios Compañeros de mayor rango ofreciesen una libación en el altar de un dios, se inclinasen y después acudiesen a Alejandro para recibir un beso. Quizá Calístenes estuviese en este grupo, o quizá se encontraba con el resto de invitados de los que se esperaba que siguiesen el ejemplo de los primeros.
En lugar de ello, dedicó la libación, no hizo ni el más ligero gesto con la cabeza, no ya una inclinación, y se dirigió hacia Alejandro para el beso. Ocupado charlando con Hefestión, que estaba reclinado junto a él, el rey no se dio cuenta, hasta que le señalaron la omisión. Se retiró y no besó a Calístenes, que se fue, diciendo en voz suficientemente alta para ser oído que se iba «más pobre por un beso». Puede que otros lo imitasen y el plan para introducir esta forma limitada de proskynesis fue abandonado. Calístenes no era popular pero su rechazo público a practicar la proskynesis le proporcionó una súbita popularidad entre muchos que compartían su punto de vista. Era políticamente insignificante y no importaba mucho si caía bien o mal, pero poco después hubo una seria tentativa contra la vida de Alejandro. El complot lo organizó un grupo de pajes reales, y como varias de las conspiraciones contra monarcas argéadas, nuestras fuentes nos cuentan una historia de orgullos heridos y apasionados amantes homosexuales. El problema se había provocado en una cacería, cuando un paje llamado Hermolao, hijo de Sópolis, lanceó a un jabalí que cargaba contra el rey. La muerte del animal marcaba la transición de un muchacho a la edad adulta, lo que le permitía reclinarse en los banquetes. Quizá la emoción que sintió Hermolao al ver su oportunidad cegó al adolescente. Alejandro se sintió ofendido porque creía que el chico le había robado su caza y azotó a Hermolao, añadiendo la humillación de arrebatarle su caballo.
El ofendido Hermolao estuvo rumiando el insulto y habló con su camarada paje y amante Sóstratos, que ya albergaba su propio odio contra el rey por motivos que se han perdido. Otros cuatro pajes se unieron a ellos en la decisión de asesinar a Alejandro dado que no se estaba comportando como debía hacerlo un auténtico rey de Macedonia y no los trataba con honor. Habiendo llegado del entorno mucho más tradicional de Macedonia después de que la expedición llevase tanto tiempo en marcha, puede que estos adolescentes encontrasen los cambios en el rey y su corte todavía más chocantes que aquellos que habían sido testigos de los cambios graduales. Había quejas en el ejército y entre sus líderes, como siempre las había, pero la purga de Filotas y Parmenio y el asesinato de Clito, además de la adopción regia de los ropajes asiáticos y el intento de introducir la proskynesis no hacían más que sumar al descontento subyacente. Los conspiradores escogieron una noche en la que ellos serían los únicos pajes en el turno de guardia. Su plan precisaba de todos, tanto para asegurar que lo cumplían como porque necesitaban reducir al rey y a los dos escoltas que tradicionalmente dormían cerca de su cama. Pero el rey no regresó de un banquete y siguió bebiendo durante toda la noche.
Al amanecer llegó un grupo nuevo de pajes para relevar a la guardia, pero Hermolao y sus conspiradores encontraron una excusa para quedarse con la desesperada expectativa de tener su oportunidad. El momento había pasado, y cuando Alejandro apareció alabó a los muchachos por su devoción y los recompensó antes de mandarlos a sus puestos. En los días posteriores, uno de los conspiradores se vino abajo y se lo contó a su amante, que acudió al hermano mayor del muchacho, y este a su vez fue a la tienda real y consiguió hablar con Ptolomeo. Tras la ejecución de Filotas, nadie tenía la menor intención de ocultarle al rey información sobre un complot. Alejandro ordenó que se arrestase a los pajes y los llevó a juicio. El padre de Hermolao lo condenó, nervioso ante la posibilidad de compartir el destino de su hijo. Los muchachos fueron lapidados por el resto de los pajes por intento de regicidio. No hay muestras de una purga más amplia de parientes y los conspiradores eran demasiado jóvenes como para tener partidarios. Para Alejandro fue suficiente la supuesta cercanía de Calístenes a los jóvenes que habían osado intentar acabar con su vida, sumada a la antipatía que Calístenes se había ganado negándose a practicar la proskynesis. En algún momento fue detenido y encerrado. No hubo juicio; Algunos dicen que fue torturado y posteriormente ahorcado, mientras que otros afirman que durante su encarcelamiento engordó y se infestó de piojos, muriendo por causas naturales.
Finalmente, tras un tiempo, Espitamenes que continuaba manteniendo su guerra de guerrillas activa, es traicionado por sus soldados que, cansados de la lucha, le dieron muerte, enviando su cabeza al soberano macedonio, tratando con ello de congraciarse y conseguir la paz. Y será precisamente con una hija de Espitamenes, Apama, con quien se casará Seleuco, general de Alejandro, quien inaugurará la dinastía de Seleucidas, después de la muerte del gran conquistador. Con grandes dificultades y pérdidas considerables de soldados, Alejandro logro al fin sus objetivos y se apodero de muchos rehenes entre los que se encontraba Roxana, una joven noble de Bactria, según las fuentes, de gran belleza, con quien contra todo pronóstico y para perplejidad general, Alejandro se casara. Pacificadas al fin Bactria y Sogdiana, el rey piensa ya en nuevas expediciones conquistadoras. Su ejército ha sido renovado y cuenta con una mayoría de asiáticos, aunque el núcleo fundamental y los mandos son casi en su totalidad macedonios y griegos. Los soldados griegos y macedonios de todos los rangos estaban cansados y muy lejos de casa. Darío estaba muerto, y también Besso, el único aspirante serio a sucederlo que había aparecido. Habían hecho a su rey señor de Asia y tomado un gran imperio, y una vez más sin duda pensaron que la guerra había terminado. Pero Alejandro tenía otras ideas….En el verano del año 327 a.C. partía al frente de su remozado ejército de la capital de Bactria, para dirigirse a la India.
BLOQUE III: LA INDIA
La India seguía siendo en tiempos de Alejandro el último terreno sin conquistar que podía ser considerado parte del imperio persa. No está tan claro hasta dónde se imponía en la autoridad del Gran Rey persa en la India. Darío I había conquistado hacía tiempo el valle del Indo y algunos contingentes de tropas provenientes de la india se habían unido a Darío III en Gaugamela. De acuerdo a los conocimientos de geografía que tenían los griegos, el final del continente asiático no podía estar muy lejos. A pesar del general desconocimiento sobre la India, si se sabía que era una península de gran extensión, con grandes recursos y marcadas peculiaridades. Aristóteles había escrito que la frontera oriental de Asia se encontraba justamente al otro lado del “Cáucaso”, nuestro Hindu Kush, y Alejandro esperaría encontrarla delimitada por el Mar Exterior. Sus oficiales observaron una vegetación que les resultaba familiar; por primera vez en tres años vieron abetos y, al otro lado del río, hiedra, la planta de Dioniso, y verdes matas de boj. Conocían estas plantas en Europa y, a partir de ahí, dedujeron equivocadamente que el Jaxartes era el límite entre Europa y Asia. La Última Alejandría, por tanto, se levantó en la frontera noreste de Asia.
Era pues una expedición entre aventurera y arriesgada, que tenía importantes conexiones con el interés y la curiosidad científicas y que estaba además influida por algunas tradiciones y leyendas mitológicas, como las historias de Hércules y Dionisos y de las heroicas aventuras de la misteriosa reina babilonia Semíramis. Alejandro quería llegar al Mar Exterior, el límite oriental del mundo, donde honraría a los dioses exactamente como su padre celeste Zeus se lo había anunciado cuatro años antes. No pretendía ser sólo «el último de los reyes persas queménidas», en el sentido de que sus conquistas se detendrían donde las de aquéllos. nunca habían pasado al otro lado del Punjab y, hacia 350 a. C., el control que ejercían en el curso inferior del Indo plantea dudas significativas. Sabemos es que sospechaba que el mar Caspio, que ya había dejado atrás, podía ser una parte del océano que rodeaba el mundo en su frontera norte, pero lo cierto es que, por encima de esta frontera de la Sogdiana, Alejandro estaba perdido. Y Alejandro llevaba tiempo pensando en la India; algunos exiliados indios se habían unido a su ejército y varios líderes habían mandado enviados, todos implorándole que interviniese de su parte en disputas con vecinos hostiles. Lógicamente, llevó algún tiempo reunir a las tropas y los suministros necesarios para la nueva campaña. Alejandro quería algo más práctico y móvil que grandes caravanas con lentos y pesados trenes de impedimenta, así que se licenció a más veteranos para sumar a los colonos que ayudarían a dominar la zona en su ausencia y ordenó que se quemase las carretas de transporte innecesarias y las riquezas que contenían, empezando con muchas de las suyas para dar ejemplo.
Cuando se desmanteló el campamento de verano en la Bactriana, se pusieron de manifiesto claramente los cambios que habían tenido lugar en el ejército que Alejandro conduciría hacia el este. Había crecido en número, pero sólo ligeramente. En los últimos cuatro años no se habían recibido nuevas tropas macedonias. Catorce mil hombres procedentes de los refuerzos griegos del último reclutamiento se quedaron para supervisar las dos provincias del Oxo; faltaba la caballería tracia y peonia, mientras que la mayoría de la infantería tracia y de otros pueblos bárbaros estaba prestando servicio en las guarniciones de Partia y Hamadán. Unos cincuenta mil hombres permanecían en la India, apenas unos cuantos más que en Gaugamela, aunque constituían un contingente considerable según los parámetros de la guerra clásica. Pero, en conjunto, eran otros hombres, pues sólo unos treinta y cinco mil procedían del occidente de Europa. Los Compañeros de a Pie abandonaron la sarisa ya que resultaba muy incómoda en un terreno tan montañoso y jamás volvieron a utilizarla con Alejandro, al igual que los lanceros a Caballo que, además, se unieron a la caballería de los compañeros, cuyo número había mermado peligrosamente situándose entorno a los mil ochocientos macedonios, ya que no se habían enviado refuerzos desde su Macedonia. Por lo que respecta a los arqueros, unidad en la que los indios destacaban, contaba con un mínimo de tres mil a pie, tres brigadas formadas por los mercenarios incorporados recientemente, en su mayoría griegos de Europa y Asia. Contaba también con un millar de arqueros a caballo que se habían reclutado entre los nómadas de Espitámenes. Los jinetes iranios de la Bactriana y la Sogdiana pasaron a formar parte de la caballería, aunque se mantuvieron en unidades separadas de las unidades griegas y macedonias.
Se rearmó a los Compañeros de a Pie y se los agrupó en brigadas, en siete batallones cuyos oficiales, cuando fue necesario, habían sido sustituidos por hermanos de los anteriores; el mando de la infantería de las tierras altas de Alejandro era, en buena medida, un asunto familiar. Entre los complots y las destituciones, la caballería había perdido todos los vínculos con Filotas, Parmenión y Clito. Los mermados escuadrones de los Compañeros se habían diseminado en seis hiparquías, tal vez más y sólo uno de los mandos conocidos se había labrado un nombre como jefe de los jinetes. Los demás eran buenos amigos, como Ptolomeo o Hefestión. El escuadrón real de Compañeros, en otro tiempo comandado por Clito, fue rebautizado y pasó a ser dirigido por el propio Alejandro. Por su parte, los Reales Portadores de Escudo, rebautizados ahora como Escudos Plateados a causa de su nueva y elegante coraza de plata, una unidad de escogida infantería veterana que había estado bajo la responsabilidad de un hijo de Parmenión, estaban ahora bajo el mando de Neoptólemo, vinculado con la familia real epirota y, en consecuencia, con Olimpia, la madre de Alejandro. Hacia el verano de 327 surgió un nuevo grupo de generales. Estos hiparcas y jefes de escuadrón, hombres dignos de confianza, hicieron posible que el ejército pudiera dividirse con más libertad para acometer diversos ataques simultáneos en cualquier momento. En conjunto, el ejército era más ligero e independiente, y estaba mejor equipado con proyectiles. Alejandro estaba conduciendo a un ejército profesional y disciplinado, que contaba con catapultas, arietes y torres de asedio, hacia un mundo independiente, formado por tribus fronterizas, numerosas pero muy dispares entre sí. La caballería india no tenía ni punto de comparación con los escuadrones de los Compañeros y los iranios, sus arqueros gozaban de gran fama, pero en general las tropas indias carecían de la disciplina de los macedonios. Y en los valles, los reyes todavía confiaban en los carros de guerra, ya auténticas reliquias de museo en este momento.
Había un único peligro y Alejandro sabía que era muy real: los elefantes. El elefante predominaba tanto en la mitología india que se decía que sostenía el mundo sobre su lomo. Sin embargo, en un lapso de cinco años Alejandro lograría hacerse con él: los elefantes vigilarían su tienda y sus imágenes adornarían su carro fúnebre. Gracias a Alejandro, por primera vez se tuvo un conocimiento más exacto de los elefantes en Occidente. Como resultado, el elefante se convirtió en Occidente en un símbolo de las grandes pretensiones. César llevaría uno a Britania, Claudio, dos; Pompeyo intentaría entrar en Roma sobre un carro triunfal tirado por elefantes, pero descubriría que la puerta de la ciudad era demasiado estrecha y tendría que apearse para atravesarla
Así inició de nuevo la marcha desde la capital de Bactria a principios del verano del año 327 a.C. al frente de su remozado ejército. Desde Zariaspa, después de cruzar de nuevo el Hindu Kush, llegan a Alejandría del Caucaso. A partir de aquí el ejército se divide en dos grandes cuerpos: Hefestión y Pérdicas atravesaron el Paso Khyber con la orden de llegar al Indo y preparar un puente para cruzar el gran río. De camino debían aceptar la rendición de todas las comunidades a su paso, o asaltarlas si se resistían. Alejandro dirigió al resto del ejército y al grueso de las unidades de élite hacia Bajaur, Swat y el valle del Chitral. En el primer asentamiento, la ciudad de Massaga, que contaba con un ejército de treinta mil infantes, dos mil jinetes y treinta elefantes, los guerreros reunidos fuera cayeron fácilmente, aunque no antes de clavarle una flecha a Alejandro en el hombro, poco más que un arañazo, y herir a Ptolomeo y a otro escolta. Al amanecer del día siguiente asaltaron el lugar y los soldados masacraron a todos los hombres que encontraron e incendiaron la aldea, pero no pudieron evitar que el grueso escapase a las montañas. No estaban preparados para la artillería y las técnicas de asedio empleadas por los macedonios y esta primera acción fijó el tono de lo que sería otra campaña brutal contra montañeses que defendían sus hogares.
Nysa se rindió y recibió buenos términos y una salida de Bazira (la moderna Biarikot) fue repelida tras duro combate, mientras que la cercana Ora (la moderna Odigram) fue atacada por Alejandro, lo que empujó a los defensores de Bazira a abandonar su ciudad. Junto con otros, se refugiaron en la alta e inaccesible Roca de Aornos (la moderna montaña Pir-sar), cercana al Indo. Su conquista, que tenía una connotación mítica, pues, según una leyenda, ante ella había fracasado el mismo Heracles, sin duda debió complacerle en grado sumo. De esta manera Alejandro eclipsaba las hazañas de su antepasado. El sometimiento de la región le había llevado el resto del año y parte del inverno, de modo que no fue hasta principios de la primavera de 326 a.C. cuando Alejandro se reunió con algún retraso con respecto a la columna mandada por con Pérdicas y Hefestión en el cruce acordado del Indo, quizá en algún lugar cerca de la moderna Charsadda. Durante un mes, el recién reunido ejército descansó y se preparó para la siguiente campaña, pasado el rio por un puente construido al efecto; habían transportado barcos en secciones o los habían construido allí para utilizarlos como una especie de puente flotante. No encontraron oposición al cruzar, porque la diplomacia ya había hecho su trabajo y los invasores recibieron la bienvenida de Omfis, el gobernante de Taxila, un reino en la región de la moderna Rawalpindi en Pakistán. Comenzó la penetración en el “país de los cinco ríos”, la India Norte.
Otros príncipes seguirán el ejemplo de sumisión voluntaria de Omfis. El único que se opuso fue Poros, señor de los territorios al este del rio Hidaspes. En conjunto, es probable que Alejandro superase en número a Poros, quizá por un margen considerable. El río Hidaspes era ancho, profundo y corría con fuerza por la nieve derretida que bajaba de las montañas y las grandes tormentas que anunciaban la llegada de la temporada del monzón. Esto significaba que ninguno de los vados sería practicable, así que Alejandro envió al Indo la orden de que desmontasen el puente flotante y le enviasen barcas por tierra, las mayores en secciones. Además, Poros contaba con elefantes. Darío había contado con un pequeño número en Gaugamela y desde el año 327 a.C. habían capturado o le habían regalado a Alejandro algunas de esas criaturas, lo que les permitió a los macedonios hacerse una idea de su tamaño y fuerza.
Poros tenía muchos elefantes, unos setenta y cinco si hacemos caso a la fuente más moderada, que eran fácilmente visibles a través del río cuando los indios formaron en orden de batalla sobre la misma orilla, dispuestos a enfrentarse a un ataque. A los caballos macedonios los asustaba el olor y la apariencia de los elefantes, y solo un adiestramiento prolongado podía acostumbrarlos a estar cerca de ellos, pero no tenían tiempo para hacerlo. Alejandro se dio cuenta de que aquel era un problema que no podía acometer de frente. La caballería macedonia no sería capaz de forzar a sus monturas a ir a una orilla donde los esperaban esas aterradoras criaturas, y a la infantería le habría resultado difícil abrirse paso hasta la otra orilla por sí sola. Dado que un ataque directo sería costoso y tenía muchas posibilidades de fracasar, Alejandro decide esperar hasta el otoño, momento en el que el nivel del río comenzase a bajar para poder vadearlo. Para convencer a Poros de esto, hizo alarde de que se establecía junto al río y reunía las enormes cantidades de suministro necesarias mientras enviaba patrullas a recorrer la orilla del río para reunir información sobre posibles lugares de cruce. Al principio los indios respondían frente a cada maniobra de los macedonios reuniéndose preparados para la batalla, pero pronto se cansaron y decidió dejar de reunir a las tropas a cada demostración y ordenó que las patrullas observasen al enemigo.
Solo debía esperar que Alejandro se cansara y se retirase ya que sin duda le iba a resultar difícil alimentar a sus soldados durante tantos meses. Pero aunque Poros sabía que su enemigo había obtenido muchas victorias, es improbable que tuviese una idea clara de lo decididos y habilidosos que eran Alejandro y su ejército. Alejandro había encontrado un lugar por el que cruzar donde el Hidaspes se doblaba bruscamente alrededor de un cabo a unos veintiocho kilómetros de su campamento principal. Cerca había una isla y tanto esta como la orilla estaban espesamente arboladas y cuando llegaron las barcas, las llevaron a este punto y las montaron, pero conservaron el refugio de los árboles. Un hombre que se parecía a Alejandro tomó su lugar en el campamento principal, llevando puestas la armadura y las ropas del rey y recibiendo todos los honores debidos a su cargo mientras maniobras y una línea de piquetes formada a lo largo de la orilla que gritaban ruidosamente órdenes y encendían hogueras como si estuviesen acampando o enviando señales. Alejandro dejó a Crátero al mando del campamento con una hiparquía de Compañeros, dos regimientos de la falange, cinco mil soldados provenientes de sus aliados indios y otros contingentes aliados. no debía cruzar mientras Poros permaneciese en su campamento. Si todo el ejército indio se movía para enfrentarse a Alejandro o se enteraba de su total derrota, debía cruzar. Si Poros dividía su ejército y dejaba parte en el campamento principal, Crátero debía intentar cruzar, pero solo si la fuerza que se le oponía no contaba con elefantes.
Enviaron a tres regimientos de la falange junto con la caballería e infantería mercenarias a un punto del río a medio camino entre el campamento y el cabo, con la orden de comenzar a cruzar el río una vez que viesen que Alejandro había empezado a combatir con la fuerza principal. Alejandro llevaba con él a su ile real (ahora normalmente llamadas agema) y tres hiparquías de Compañeros, respaldados por jinetes de Bactria y Sogdiana y arqueros a caballo facilitados por los sacas y los dahes. Su infantería consistía en los Hipaspistas, dos regimientos de la falange, los agrianos y alguna otra infantería ligera, incluyendo muchos arqueros. En total, su fuerza ascendía a cinco mil a caballo y seis mil a pie, y al abrigo de la noche se colocaron en posición y llevaron las barcas al agua. Unos jinetes acudieron a toda prisa a Poros para darle la noticia, pero inevitablemente hubo un retraso antes de que pudiese actuar así que desembarcaron en la orilla y devolvieron las barcas para la siguiente oleada. Les llevó un tiempo darse cuenta de que estaban en otra isla, tan cerca de la orilla que desde cualquier distancia parecía un cabo, así que debieron de cruzar el río y organizarse antes de formar en la otra orilla. El primer choque llegó bastante pronto, cuando Poros envió una fuerza de caballería india y carros a investigar. Alejandro estaba un par de kilómetros por delante de su infantería y al principio no estaba seguro de si aquella fuerza era la vanguardia de todo el ejército indio, pero decidió atacar con la esperanza de mantener desequilibrado a su oponente. Atacó con sus ligeros arqueros a caballo, que lanzaron una lluvia de flechas contra los indios antes de que estos estuviesen preparados, y continuó el asalto con una sucesión de cargas rápidas de la caballería de los Compañeros. Superados en número y en habilidad por los veteranos de Alejandro, y sorprendidos por la velocidad del avance enemigo, los indios fueron derrotados rápidamente, y su líder murió junto a cuatrocientos de sus hombres. El resto huyó, dejando tras ellos todos los carros rotos o atascados.
Poros decidió llevar a su fuerza principal contra Alejandro solo después de saber de este revés a través de algunos de los supervivientes. Los hombres de Crátero se estaban embarcando en la otra orilla; no podía quedarse donde estaba ahora que una importante fuerza enemiga había cruzado el río por lo que la fuerza principal india marchó a una zona de terreno arenoso, donde esperaban que pudiesen operar la caballería y los carros, y empezó su despliegue. Poros desplegó sus tropas con la caballería y los carros en las alas y un centro compuesto de una línea de elefantes, separados veinte o treinta metros entre sí, con la infantería tras los huecos entre cada animal. Era una formación ancha, y Poros tuvo que tardar mucho tiempo en llevar a sus hombres en columna hasta el campo de batalla y luego colocarlos a todos en su lugar, por lo que es muy posible que la línea estuviese incompleta antes de que empezase la batalla. Esto ayudaría a explicar el carácter desarticulado del combate que tuvo lugar a continuación. Tras dejar descansar a sus hombres, Alejandro reunió al grueso de su caballería a la derecha; la infantería estaba formada por los Hipaspistas junto a los caballos, y luego los tres regimientos de la falange. La infantería ligera estaba en primera línea en sus flancos, y dado que no se enfrentaban a infantería en orden cerrado, muy probablemente entre las unidades habría huecos mayores de lo habitual para que las avanzadillas pudiesen adelantarse o retirarse detrás de los piqueros. Mantuvo a las otras dos hiparquías que mandaba Coeno algo más retrasadas en su flanco derecho.
Mientras tanto, los indios no hicieron ningún movimiento agresivo, lo que refuerza la impresión de que todavía se estaban desplegando. Había suficientes elefantes como para que Alejandro se mostrase dubitativo, por lo que ordenó a la infantería que permaneciese en sus puestos y no avanzase hasta que la caballería hubiese derrotado a la caballería india. Alejandro maniobró con su propio cuerpo de caballería, alejando al enemigo del cuerpo principal. Antes de que comenzase el combate, la mayoría, o toda la caballería de Poros se había movido al flanco izquierdo indio enfrente de Alejandro. Los arqueros a caballo escitas fueron en primer lugar, y salieron velozmente a dispararle a la caballería india, que permanecía en columna y todavía no había formado en línea; la lluvia de flechas y el avance simultaneo de Coeno y sus dos hiparquías, rodeándolos para amenazar su flanco o la retaguardia, los sorprendió completamente. Mientras trataban de desplegarse para enfrentarse a las dos amenazas a la vez, Alejandro cargó. Confusos y sorprendidos durante el asalto, gran parte de la caballería india se asustó y huyó. Algunos, en dirección a sus propios elefantes, y esa fue la señal para que avanzase la infantería macedonia. Suficientes jinetes indios se juntaros para lanzar su propia carga, pero fueron derrotados por segunda vez. La zona en la que la falange chocó contra los elefantes y la infantería indios era casi igual de caótica, los combates se reducían a escaramuzas alrededor de cada uno de los grandes animales. En combate cuerpo a cuerpo fueron superados por los piqueros y los Hipaspistas.
En algunas partes, los elefantes rompieron la falange, pisoteándolo todo a su paso. Pero sus mahouts (cuidadores) o conductores y cualquiera que estuviese sobre sus grupas eran blancos claros para jabalinas y flechas de los macedinios y cuando estos caian muertos, provocaba que los elefantes salieran en estampida, aplastando por igual a amigos y enemigos. En ocasiones, la falange abría pasos entre unidades para dejar pasar a los animales, igual que habían hecho con los carros con cuchillas en Gaugamela, y allá donde les fue posible, los rodearon y aislaron. Usaron hachas y espadas para cortarles las patas y las trompas, y jabalinas y flechas o picas para clavárselas en los ojos. Poros estaba en el centro de la batalla, un gigante sobre un elefante excepcionalmente grande, pero las heroicidades individuales no podían evitar el derrumbe de su ejército.os hombres de Crátero llegaron a tiempo para encargarse de la persecución sustituyendo a los cansados soldados de Alejandro. Junto con las bajas humanas, Alejandro lloró la pérdida de Bucéfalo, que murió por las heridas recibidas en el primer encuentro o de fatiga y enfermedad dependiendo del relato. Tenía cerca de treinta años, es decir, era un poco mayor que su jinete, que celebraría su trigésimo cumpleaños unas pocas semanas después de la batalla. Alejandro honró a su viejo camarada con la fundación de una ciudad, Bucéfala, en el lugar donde se encontraba su campamento principal. Otra ciudad, Nicea, («Ciudad de la Victoria»), fue fundada al otro lado del río, sobre el lugar del campo de batalla o cerca de él.
Cuando Alejandro envió al rey Omfis a pedirle su rendición, Poros se volvió contra su odiado rival y estuvo a punto de matarlo. Solo cuando Alejandro envió a un noble amigo de Poros este se detuvo y se rindió. La mayoría de las versiones le hacen preguntar cómo le gustaría que lo tratase Alejandro, lo que provocó la respuesta «Como a un rey», que a continuación explica que debería ser todo lo que su enemigo necesitaba saber. Sean o no verdaderos estos relatos, lo cierto es que Alejandro no solo confirmó a Poros como rey, sino que a su debido tiempo le dio territorios adicionales. Con esta maniobra, Alejandro respetará la integridad de los territorios del reino de Poros, a cambio solamente del reconocimiento de la soberanía del nuevo Gran Rey y su la colaboración militar en las campanas posteriores.
En pleno verano del año 326 a.C. Alejandro llegaba a la región del rio Acesines. Según transmiten algunas fuentes, la existencia de lotos y cocodrilos le hizo creer que estaban en las fuentes del Nilo. Fruto de este error será la preparación de una flota que saldría por el Nilo al Mediterráneo. No obstante, una vez descubierto el lapsus gracias a las informaciones de los indios, siguió adelante con su idea; en vez del Nilo, seguirían el curso del Indo y saldrían al Gran Mar del Sur, el Océano Indico. Alejandro continuó avanzando hacia el rio Hidraotes, enfrentandose con el pueblo de los Cateos y arrasando su capital, Sangala. Después llego al rio Hifasis el más oriental de la zona de los cinco ríos, cuyo rey Sopites se sometió voluntariamente, aceptando la soberanía del rey Macedonio.
Al este sólo quedaba un río más del Punjab que cruzar y pocos dudaban de que ahora Alejandro, querría ir más allá. En verdad, no hacía falta que sus hombres tuvieran mucha imaginación para suponer lo que pretendía. Durante las últimas semanas, habían estado reuniendo a todos los elefantes que se pudieron encontrar y ahora, esperaba la llegada de una nueva remesa de refuerzos desde Grecia y de su flamante imperio en Asia, un contingente mucho más grande de las que había recibido hasta entonces, al que también se unirían los indios de los reinos sometidos. El total de efectivos del ejército al recibir los refuerzos ascendió a ciento veinte mil hombres, el doble de su anterior número y un número ciertamente impresionante para un ejército de la antigüedad.
Los oficiales habían escuchado muchas historias de la India e incluso conocían el nombre y la existencia de Ceilán, pero era difícil conectar estos retazos de información con la interminable y parduzca llanura a través de la cual arrastraban penosamente las carretas y el equipo empapado, en medio del barro, que engullía a los elefantes y hacía que la marcha fuera increíblemente lenta. Alejandro había hablado de un viaje de cuatro meses desde Taxila, pero en la frontera del Beas, el siguiente rey les dio la primera advertencia clara de lo que había más allá. Al otro lado del Beas había una tierra de paz y fertilidad, con buenos cultivos, gobernada por aristócratas y bien provista de elefantes. Más allá del Indo, si Alejandro regresaba y descendía por él, le esperaba un viaje de doce días a través del desierto, y después, el Ganges.
Pero la empresa de conquista de la India era bastante incomprensible para los greco-macedonios, por lo que surgirán muchos problemas. Alejandro había oído el nombre de Dhana Nanda, el último de los nueve grandes reyes de Magadha, cuya dinastía había gobernado durante los últimos doscientos años desde su espléndido palacio en Palimbothra, donde el Ganges fluye hacia el Océano Oriental. Sin duda, acariciaba la idea de una lucha con otro imperio que, como el de Darío, se apoyaba en su antigüedad. Quería elegir el mejor momento para anunciarlo a sus tropas; los regalos ayudarían a preparar a la audiencia, por lo que a los soldados se les permitió saquear el país cercano, una tierra en la que las piedras preciosas podían ser suyas simplemente recogiéndolas. Y mientras los hombres buscaban fortuna, se convocó a las mujeres y los niños al campamento y se les prometieron pagos regulares de cereales y dinero. Pero este burdo soborno sería completamente inútil: cuando los soldados regresaron del saqueo, se reunieron en grupos y discutieron con resentimiento sobre los rumores acerca del futuro. Y su humor no había mejorado cuando finalmente Alejandro reunió a los comandantes para explicarles sus planes relativos a lo que había más adelante.
Mientras Alejandro exponía sus planes, sus oficiales lo escuchaban en un hosco silencio; cuando el rey les solicitó su opinión, durante unos minutos, se sintieron demasiado violentos para aceptar su invitación a responder. Finalmente, el veterano Ceno se atrevió a traducir sus sentimientos en palabras: los hombres nunca aceptarían una marcha contra un enemigo semejante, y, si Alejandro quería dirigirse al este para ir hacia el Ganges, debería ir sin sus macedonios. Los hombres habían recorrido más de dieciocho mil kilómetros en los últimos ocho años, con independencia del clima o el paisaje. Habían sufrido dos hambrunas y sus vestidos estaban tan hechos jirones que la mayoría se vestían con prendas indias; los caballos tenían las patas doloridas y las carretas resultaban inútiles en unas llanuras que se habían convertido en una ciénaga. Durante los últimos tres meses, las lluvias los habían empapado hasta la médula. Las hebillas y los cinturones se habían corroído y las raciones se pudrían, pues el moho estropeaba el grano; las botas estaban agujereadas y todavía no habían terminado de pulir las armas cuando la humedad volvía a cubrirlas otra vez. El clima había hecho mella en su espíritu. Ceno había servido en el ejército durante veinte años, últimamente como hiparca en la caballería de los compañeros, y Alejandro siempre lo había elegido para las misiones más arduas, por lo que el resto de los generales se sintieron libres mostrarse de acuerdo con él. Alejandro estallo, hecho una furia los culpó de echarse atrás y cuando el enfado no surtió efecto alguno, los envió fuera y empezó a enfurruñarse.
A la mañana siguiente, convocó de nuevo a los oficiales y les dijo que iría por su cuenta, pero que no quería forzar ni a uno solo de sus macedonios a ir con él; encontraría a los hombres que estuviesen dispuestos a seguirlo. En cuanto a los que querían irse a casa, podían marcharse ahora y contarles a sus amigos que habían abandonado a su rey en medio del enemigo. Esta nueva pataleta tampoco le sirvió de nada ya que los oficiales habían adoptado una posición al respecto y no estaban dispuestos a que los avergonzaran para obligarlos a rendirse. Se negaron nuevamente. Y ante la negativa, nueva pataleta: Alejandro se retiró furioso a su tienda y se negó a ver a los Compañeros durante dos días enteros con la esperanza de que su preocupante actitud hiciera que se lo repensaran. Un profundo silencio se apoderó del campamento. Los hombres estaban enfadados porque el rey había perdido los estribos, pero no iban a cambiar de posición. Pasaron horas hasta que se armaron del coraje suficiente para menospreciarlo y abuchearlo si mantenía su enfado por más tiempo. Y esta obstinación se demostró decisiva, pues Alejandro se dio cuenta de que era un hombre vencido.
No obstante, el hijo de Amón no podía soportar la vergüenza de una humillación pública semejante, por lo que envió a buscar a los sacerdotes y a los adivinos del ejército y les dijo que quería ofrecer un sacrificio para saber si debía cruzar el Beas. Trajeron algunos animales, pero cuando se sacrificaron, muy oportunamente, las ofrendas no estuvieron a su favor, por lo que ahora podía alegar la desaprobación de los dioses. Reunió a sus íntimos amigos y a los viejos Compañeros y les informó de que había llegado el momento de retirarse. Alejandro había conoció por fin, su primera derrota.
Cuando se anunció la noticia, un suspiro de alivio recorrió el campamento; muchos estallaron en lágrimas porque finalmente, sus deseos se habían hecho realidad. Para conmemorar este acontecimiento, se erigieron doce grandes altares en honor de los dioses olímpicos y emprendió, acto seguido, la última fase de las campanas en la India.
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