Emprender cualquier tipo de viaje en el mundo antiguo fue casi siempre sinónimo de emprender una auténtica aventura. Acostumbrados como estamos a nuestro mundo actual, que se nos ha quedado pequeño, donde viajar es algo cómodo, fácil y seguro, no nos resulta sencillo hacernos tan siquiera una idea exacta de la situación en aquellos tiempos, de sus limitaciones y expectativas. Cualquier viaje en el mundo antiguo constituía una verdadera aventura con toda clase de riesgos e incertidumbres, por no hablar de las incomodidades o de su larga duración. Los mapas y los planos apenas existían y los pocos que podían calificarse de tales carecían de toda precisión en la situación de los accidentes geográficos o en la representación aproximada de distancias y longitudes. Se trataba más bien de vagas informaciones referenciales o de relatos que se centraban fundamentalmente en los elementos exóticos y extraordinarios. Los medios de transporte eran rudimentarios y contaban con grandes limitaciones de tipo técnico, como era el caso de carruajes y barcos. Cualquier itinerario conllevaba riesgos, como la presencia habitual de bandidos y piratas o los peligros inherentes al paso por unas regiones extrañas y desconocidas. Apenas existían lugares de posta y reposo destinados a tal fin, con lo que las jornadas se hacían interminables y no era infrecuente el peligro de extravío ante la ausencia de indicaciones y señales, o de rutas mínimamente acondicionadas para el transporte. No contaban con una concepción clara y uniforme del mundo que permitiera a cualquier viajero situarse en una u otra dirección dentro de un contexto reconocible.
En realidad, no sabemos hasta qué punto alcanzaron difusión las toscas imágenes del mundo conocido y habitado concebidas por los primeros filósofos. Los principales viajeros del mundo antiguo se movían por un simple afán de lucro, necesidad de supervivencia o simplemente, espíritu aventurero. Comerciantes, marinos, soldados se encuentran entre los primeros viajeros del mundo antiguo. Sin duda, incluso dentro del mundo antiguo, las condiciones variaron entre las distintas épocas y las condiciones de viaje durante la época arcaica distaban mucho de las que se daban durante el Imperio romano, que contaba con buenas vías de comunicación y rutas, mas o menos seguras. Las regiones también eran otro condicionante a la hora de viajar: un paisaje bien conocido y urbanizado como Grecia, Egipto o Siria, frente a las enormes extensiones boscosas del bárbaro norte de Europa, los desiertos africanos o las estepas del Asia central.
Quizás los viajes más antiguos son aquellos con un carácter comercial. Toda la Edad del Bronce aparece marcada por intercambios y desplazamientos de pequeños grupos transportando materias primas y objetos manufacturados, de unos lugares a otros. Durante el Neolítico asistimos a un intenso movimiento de pequeñas y frágiles embarcaciones que surcan las aguas atlánticas, en un intenso tráfico a lo largo de las costas del Canal de la Mancha, donde se intercambiaban el oro de Irlanda, el ámbar del mar Báltico, el estaño de Galicia o Bretaña o el cobre de la Península Ibérica. También abundaron las rutas fluviales en los grandes ríos europeos. También en pequeñas embarcaciones se desplazaban los habitantes de las islas Cicladas por todo el Egeo, bien para comerciar o bien en sus razias piraticas. El dominio de los mares que se le atribuye a la legendaria civilización cretense y la posterior expansión comercial micénica, debieron seguir por tanto unas rutas ya establecidas por toda la cuenca mediterránea que hicieron de ellos los primeros señores del mar. Habrían llegado sin duda hasta las costas del sur de Italia y de las islas de Sicilia y Cerdeña. Intrépidos comerciantes circulaban entre el mundo egeo y el nórdico, que junto a sus mercancías, trasladaban ideas y formas artísticas y decorativas, afrontando para ello toda clase de dificultades.
Motivos comerciales fueron también los que movieron a los faraones egipcios a lanzarse hacia países más exóticos situados al sur, como el mítico país del Punt, una empresa no exenta de riesgos, donde las traicioneras aguas del mar Rojo, con pocos puntos de atraque donde poder cobijarse, representaban una elevada dosis de riesgo para todos los que por allí se aventuraban. O hacia lugares de la península arábiga o de la costa sirio-fenicia. Productos como el incienso, la mirra, las resinas aromáticas o las maderas preciosas, como la de los célebres cedros del Líbano, atrajeron desde muy temprano la atención de mercaderes y marinos dispuestos a granjearse el honor y sobre todo, las pingues ganancias oportunas ante el faraón respectivo, que sin duda sabía apreciar tales servicios. Desde muy temprano se estableció un tráfico comercial a través del golfo pérsico con la India y las zonas adyacentes; la isla hoy denominada Bahrein, se constituyó como un puerto de intercambio con todo el equipamiento necesario, donde llegaban los comerciantes de Mesopotamia con sus productos manufacturados y regresaban con objetos de cobre, piedras preciosas, marfil y maderas raras. El tráfico caravanero discurrió también desde muy temprano a lo largo de las estepas y desiertos del Asia central hasta desembocar en los puertos cosmopolitas del Levante, especialmente los de la costa sirio-fenicia.
Las aventuras viajeras de carácter comercial sobre las que estamos mejor informados fueron las que emprendieron respectivamente fenicios y griegos. Los fenicios fueron sin lugar a dudas los primeros comerciantes bien organizados que tejieron toda una red de factorías comerciales a lo largo de la cuenca mediterránea y se adentraron más allá de sus limites, hacia las temidas aguas del océano Atlántico. En su búsqueda de fuentes de recursos y materias primas supieron guardar un secreto total en lo que respecta a información sobre las rutas marítimas. Estrabón nos relata como un capitán fenicio seguido de cerca por un barco romano, desvió de forma voluntaria su curso hasta hacerla embarrancar, arrastrando con ellos a sus perseguidores. De regreso a su ciudad el capitán fue recompensado ampliamente por su acción, reintegrándosele todo el valor de la carga perdida. Tal era la importancia para los fenicios de mantener el secreto de sus rutas de navegación; de esta manera, mantuvieron hasta el siglo VIII a. C. el monopolio de todas las rutas comerciales que discurrían tanto hacia el Oriente como hacia Occidente.
Esta hegemonía comercial de los fenicios fue desafiada a partir del siglo VIII a. C. por los griegos; fueron muchos los motivos y las causas que provocaron el gran movimiento de gentes más allá de sus ciudades de origen, hasta el punto de hacer del Mediterráneo un auténtico lago helénico, jalonado de establecimientos propios a lo largo de todas sus orillas. Como siempre, en el inicio de este fenómeno estaban unos pocos aventureros que decidieron probar fortuna lejos de una patria superpoblada que no proporcionaba las expectativas suficientes para una supervivencia digna. A mediados del siglo VII a. C., Coleo de Sarrios, desviado por los vientos de su viaje hacia Egipto, alcanzó por accidente las costas del entonces mítico reino de Tartesos y regresó desde allí a su patria, la isla de Sarrios, cargado de innumerables riquezas. Midácrito será el primero en llevar al oriente un cargamento de estaño procedente de las famosas y también míticas islas Casitérides, situadas en un punto más lejano de las columnas de Heracles. Y hacia el 530 a. C. el masaliota Eutimenes penetró en el Atlántico y fue costeando toda la costa occidental de África hasta un punto que resulta difícil determinar.
Esta serie de tentativas debieron sin duda abundar, aun a pesar del escaso número de las mismas que nos han llegado en las fuentes o de las que conserva alguna noticia fidedigna. Y no fueron pocos los aventureros anónimos que regresaron con vida de su viaje con referencias fundamentales para futuras navegaciones, como la presencia de determinados accidentes geográficos relevantes o la existencia de determinadas corrientes favorables. Obra sin duda de algunos de estos marinos, o al menos basados en ellos de forma fundamental, son los denominados Periplos, relatos destinado a marineros, en los que se describían los principales accidentes costeros así como todos aquellos rasgos o características de los respectivos países, siempre limitados a las franjas costeras, que podían resultar de interés para un navegante.
A estos aventureros les seguirán grupos ya más organizados que con las bendiciones del santuario de Delfos, que se adentraran hacia lo desconocido provistos únicamente de informes obtenidos de relatos inconclusos y cuando menos, poco precisos, pero lo suficientemente alentadores como para impulsar la salida continuada de esta clase de expediciones. Aunque su principal actividad se desarrollo en el mar, los comerciantes griegos también se interesaron por las rutas terrestres, casi siempre siguiendo el curso de grandes ríos. Y así, una vez establecida su gran red de colonias y factorías por toda la costa, los emprendedores comerciantes helenos se adentraron hacia el interior tomando estas como base, siempre en busca de nuevos mercados con los reinos indígenas del interior. Con la aquiescencia de los reyezueios locales y a lo largo de las grandes vías fluviales europeas, los comerciantes griegos llevaron hacia el interior de las tierras sus productos en viajes largos y arriesgados. Un dramático testimonio de uno de los intentos fallidos de estos emprendedores viajeros fue el constituido por el hallazgo de los signos del naufragio de un pequeño bote, conteniendo los restos de un esqueleto y 15 vasos de bronce completos, en Peschanove, a unos 200 kilómetros de Kiev y a una distancia de 350 de la costa del mar Negro.
Hacia finales del siglo VI a. C., el cartaginés Himilcón se adentró en las aguas del océano Atlántico en busca de las islas del estaño. Su viaje tuvo una duración de cuatro meses, sin que pueda precisarse muy bien el punto más lejano al que llegó, quizá las costas de Inglaterra o Irlanda. En la primera mitad del siglo V a. C., se desarrolló otra de las grandes expediciones cartaginesas, la del príncipe Hannón, que tuvo como base las exploraciones anteriores como las de Himilcón y el consiguiente dominio cartaginés en el Atlántico; la expedición pretendía al parecer consolidar el establecimiento de colonias en la costa occidental africana y establecer otras nuevas, para lo cual transportaba nada menos que 30.000 colonos. Otra finalidad del viaje era también la de explorar la costa africana e intentar la circunnavegación del continente, empresa en la que ya habían fracasado anteriormente los navegantes fenicios enviados por el faraón Necao y los persas del príncipe Sataspes. Hannón fracasó también en este objetivo por falta de avituallamientos, llegando sólo hasta un punto que podría situarse en torno a la altura de la actual Sierra Leona, según unos, y entre el Camerún y el Gabón, según otros.
Otro motivo para viajar en la antigüedad, tan relacionado con el comercio que muchas veces van de la mano, era la guerra. En muchas ocasiones es difícil distinguir entre comerciantes y piratas. Algunos historiadores sostienen que la celebre guerra de Troya no fue otra cosa que una expedición de saqueo sobre una prospera y rica tierra por parte de una coalición de reyezuelos micénicos. De este mismo carácter mixto debieron ser muchas de las empresas colonizadoras de los griegos por todo el mediterráneo, o de los egipcios en sus expediciones al sur en busca de materias primas y productos exóticos. Las campañas militares constituían así una de las mejores ocasiones para viajar con las que contaban los antiguos.
Pero serán las campañas de Alejandro de Macedonia a finales del siglo IV a.C y sobre todo, la expansión romana, los dos hitos capitales que supondrán la apertura de nuevos territorios para el conocimiento geográfico. Las expediciones de Alejandro abrieron nuevos caminos a unos espacios antes desconocidos y desafiantes, sobre todo, dieron una nueva dimensión al mundo habitado, la oikoumene, que tuvo su correspondencia en una sensación también nueva para los propios griegos. Ahora trascendía mucho más allá de la mera franja costera de los periplos o de los valles fluviales conocidos y recorridos de antaño: toda la inmensidad de esta superficie terrestre con toda la complejidad de su relieve, de sus paisajes y de sus habitantes. Todo un cambio, en fin, de perspectivas en la concepción del mundo que inmediatamente iba a reflejarse en las publicaciones de sabios y filósofos. Una visión continental del mundo reemplazaba ahora la visión mediterránea de toda la geografía anterior.
Con la expansión del Imperio Romano, toda la Europa occidental quedó ahora integrada en la oikoumene y se avanzó al mismo tiempo en el continente africano, hacia la zona del Maghreb. El Extremo Oriente también entró en contacto, aunque sea de forma esporádica y a través de intermediarios, con el mundo romano, haciendo por vez primera del mundo antiguo un conjunto de mares y tierras que iba bastante más allá de la cuenca mediterránea. Roma vino a significar para occidente algo parecido a lo que supuso para oriente la conquista de Alejandro el macedonio. Quedaban accesibles desde entonces para los viajeros el interior de la Península Ibérica, de la Galia o de Britania, hasta entonces tierras desconocidas e inhóspitas.
Las audaces empresas de los primeros emperadores romanos hacia el interior de Centroeuropa chocaron siempre con el obstáculo imponente que suponían los inmensos bosques que cubrían estas regiones. Era legendario el temor que las sombrías forestas de la Dacia o de Germania inspiraban a viajero y soldados por igual. La península arábiga fue conocida también en su interior tras la penosa campaña de Ello Galo en los años 25-24 a. C., y se tomó contacto con pueblos como los Nabateos o los Sabeos, así como con su importante tráfico caravanero. En África también se hicieron tentativas, algunas con éxito, de penetración hacia el sur en la zona occidental del continente. Así, la expedición de Cornelio Balbo en el año 19 a. C., que en su campaña contra los garamantes llego hasta el Fezzan, o la de Suetonio Paulino que en el año 41-42 d. C., franqueó el Atlas hasta la hamada de Guir, o finalmente el viaje de una duración de cuatro meses de julio Materno hacia el año 85 d. C., que le llevó quizá hasta el Sudán nigeriano. Así pues, la milicia fue siempre en el mundo antiguo una buena ocasión para viajar y conocer tierras lejanas.
Las embajadas y entre los diversos estados y las labores administrativas, constituían otro motivo para tener que viajar en el mundo antiguo. Cuando en el próximo oriente comenzó a ser común el trafico de embajadores, oficiales, correos y administradores, comenzarán a aparecer los primeros carruajes y las primeras calzadas, para facilitar los desplazamientos de todos estos oficiales. En torno al 2300 a. C., fue introducido el caballo en estas regiones como animal de tiro y en pocas décadas se habilitó también un tipo de vehículo, más ligero que el que se utilizaba para la carga y el transporte de mercancías, para el traslado de reyes, príncipes y altos dignatarios de las cortes. Un gran Imperio como el persa llegó a construir grandes rutas que comunicaban las zonas más apartadas del territorio con la capital. Se hizo así una gran vía terrestre que desde Susa, la capital, llegaba hasta Sardes, en el Asia Menor, conocida después con el nombre de camino real. Y ello con el fin de facilitar el rápido movimiento de tropas y mensajeros entre la capital y los territorios circundantes.
El Camino Real persa transcurría a lo largo de casi 2.500 kilómetros y estaba jalonado de albergues y tabernas a intervalos fijos, dependiendo de las posibilidades del terreno, de unos 150 kilómetros de longitud. Contaba además con fuertes en los puntos estratégicos, que garantizaban su protección e incluso de trasbordadores para el cruce de los ríos. Y además los persas elaboraron unos unos itinerarios que indicaban los nombres y marcaban las distancias, habiendo más fácil el viaje, que se estimaba en unos 28 km diarios. Por él circulaban los que los griegos denominaron harmamaxa, una especie de carromato cerrado sobre cuatro ruedas, que podía combinar la elegancia y la velocidad del carruaje con la capacidad de carga de un carromato. Parece que uno de sus usos más frecuentes era el traslado del harén del Gran Rey persa, dado que podía cerrarse a la vista por los lados a base del uso de unas cortinas.
Es probable incluso que también en Imperios anteriores, como el hitita, existieran algunas vías bastante más modestas que ponían en contacto la capital, Hattusas con algunos santuarios cercanos. Tanto en Creta como en la Grecia micénica se han encontrado restos de pavimentaciones, que ponían en comunicación los principales centros de gobierno con sus dependencias portuarias o con los núcleos más próximos de los alrededores. Así con unos medios de transporte más adecuados y con las más logradas comodidades de que se podía disponer en este momento, se mantenían los caminos por los que transitaban, en un mundo en el que la pavimentación de las vías terrestres fue casi inexistente. También se cuidaba del descanso y de la seguridad de estos personajes, proporcionando los alojamientos necesarios a lo largo de las principales rutas para el descanso y para alejar a bandidos y salteadores, que constituían una plaga habitual para cualquier atrevido viajero que no dispusiera de tales medios.
Algunos gobernantes mesopotámicos como Shulgi, rey de Ur en el último siglo del tercer milenio a. C., establecieron a lo largo de las rutas asentamientos fortificados, cuya finalidad era el mantenimiento y protección de los albergues dispuestos para el descanso de los viajeros. Estos albergues estatales formaban también parte de un rudimentario sistema postal, utilizado únicamente por correos oficiales. Nuevamente los más avanzados en este terreno fueron los persas, quienes aprovecharon la red de vías ya trazadas por sus antecesores, los asirios que ellos mejoraron y extendieron para los mismos fines. Se trataba de facilitar el traslado de quienes en estos momentos viajaban por encima de todos los demás: administradores, correos y personal del ejército, además de algunos comerciantes, que posiblemente eran igualmente admitidos en este tipo de instalaciones. Es también probable que estas dependencias hicieran las veces de posta y relevo de monturas en el caso de los más altos oficiales que viajaban en carruajes.
Frente a este trasiego constante de embajadores, soldados, oficiales, gobernadores y correos que se desarrolla entre los imperios y reinos en el oriente próximo, en el mundo griego, dada la minúscula y recalcitrante pequeñez provinciana de los territorios de sus rústicos estados, habitados por ciudadanos, en la que no existía una clase profesional de oficiales al servicio del estado, el trafico de viajeros palidece en volumen. Aquí, las relaciones internacionales se limitaban a las constantes guerras entre vecinos, que era el peor de los enemigos, con el pretexto mas peregrino. Por tanto, resultaba poco alentador adentrarse fuera del terruño propio, por lo que pudiese pasar….a no ser que se contase con la protección que otorgaba a la vista de todos el ser portador de una tregua sagrada. Será gracias al domino Macedonio conseguido con Filipo II y sus sucesores, con los que dará comienzo el periodo helenístico, cuando comiencen a proliferar unas relaciones internacionales activas y complejas, con embajadores que recorrían de forma continua todo el ámbito territorial del mundo habitado.
Además de la guerra, las relaciones internacionales entre los griegos se limitaban a la celebración de grandes festivales religiosos. Y los griegos, al igual que otras sociedades históricas, comparten la costumbre del viaje religioso; la religión formaba parte de la vida pública griega de manera notoria, además de ser un importantísimo elemento de unidad entre los griegos. Las festividades religiosas fomentaban el traslado en masa de individuos y los caminos griegos fueron transitados de manera continua por los peregrinos, que se dirigían desde sus residencias hasta los centros religiosos de la época. Estas grandes celebraciones agrupaban a intervalos regulares a helenos que provenían de todas partes. El destino más común de estos grandes desplazamientos religiosos eran Delfos, Corinto, Nemea, Atenas, Delos, Dodona, Olimpia, Epidauro o Eleusis.
La mayor parte de estos centros se transformaban en determinadas fechas en el verdadero centro del mundo helénico, pues eran relativamente numerosos los contingentes de individuos que llegaban a ellos. Obviamente, los peregrinos escogían preferentemente los caminos que resultaban más practicables. Uno de los caminos de mayor importancia de la Grecia clásica fue la “Vía Sagrada”, que comunicaba Atenas con Eleusis. Y además de los meros espectadores que asistían a estos festivales, que sin duda constituían el grueso del total, acudían también otras clases de gentes, como todo el cortejo de los participantes en los juegos y un amplio espectro de servicios, desde vendedores de comida y bebida a guías, prostitutas, pregoneros y vendedores ambulantes de recuerdos. Aunque sin duda el gran problema era el alojamiento de toda esta masa de personas en unos lugares que apenas contaban con ninguna infraestructura para tal fin. La gran mayoría debió pasar las noches al raso, aprovechando la buena temperatura, ya que la mayor parte de estos juegos tenían lugar en medio del verano o durante la primavera avanzada. A veces se habilitaban pórticos u otra clase de edificios públicos, e incluso algunos santuarios y templos de relieve contaban con alguna clase de alojamiento especial provisto también de comedores y tabernas. Así, el templo de Hera en Platea disponía en pleno siglo V a. C. de un edificio de dos plantas capaz de alojar a más de 150 personas; en el santuario de la misma diosa en Argos parece haber existido una especie de tres pequeños comedores con capacidad para doce individuos cada uno y, por último, en Olimpia se erigió en el siglo IV a. C. un albergue costeado por un filántropo de la época.
Otro importante motivo de viaje lo constituía la búsqueda de consejo e información que proporcionaban los oráculos, especialmente aquéllos con más prestigio, como el de la pitia délfica o el de Dodona en el noroeste de Grecia. La enorme importancia que cobró este tipo de manifestaciones en la vida diaria, y hasta en la institucional (era impensable tomar cualquier determinación de importancia sin consultar al oráculo) , debió incitar a la visita frecuente a alguno de estos lugares. Y también había viajes cuyas motivaciones vinculan a la religión con la salud. Existían en Grecia numerosos santuarios de héroes o dioses con poderes curativos. Los de Esculapio fueron los que alcanzaron mayor celebridad, y los que atrajeron mayor número de viajeros, especialmente, el santuario situado en Epidauro (Argólida), a orillas del mar Egeo. Allí, la medicina se ejercía por medio de oráculos, donde los sacerdotes interpretaban los sueños con que el dios había favorecido a los enfermos durante la noche que habían pasado bajo el pórtico del templo. Muchas veces, la experiencia de los sacerdotes permitía orientar correctamente al enfermo y colocarlo en el camino de la curación y se dictaminaban dietas y remedios contra las enfermedades.
Como comentábamos, dado el estado endémico de guerra entre la multitud de mini estados griegos, el viaje por sí mismo no era una costumbre difundida en Grecia, pese a los determinados hechos a que nos hemos referido. Viajar siempre era una cuestión incómoda y, como tal, no resultaba placentera; por lo tanto, la propensión a viajar aumentaba cuantas más altas fuesen las necesidades a satisfacer fuera del lugar de residencia habitual. Los viajes de placer, tal como se los entiende actualmente, prácticamente no existieron durante la Grecia antigua; es decir que los viajes, por lo general, tenían una motivación utilitaria como hemos visto, más que el placer o el descanso. Y sin embargo, tampoco se puede negar la existencia de ciertos viajes que tuvieran como fin el descanso.
De acuerdo con ciertos investigadores, lo que se conoce como viaje de placer comenzó a darse dentro de la civilización griega aunque ya otra zona, desde muy temprano, había atraido la atención de propios y extraños a causa de la magnificencia y grandiosidad de sus construcciones en piedra: Egipto. A diferencia del Próximo Oriente o de la misma Grecia, cuyas construcciones estaban hechas a base de un material muy perecedero como el adobe, o tenían modestas dimensiones, en Egipto se empezó a construir casi desde el principio de su historia en un material duradero como la piedra, y de este modo en una época tan temprana como el Imperio Nuevo (1600-1200 a. C.) una serie impresionante de grandes monumentos como la pirámide de Djoser, la esfinge de Gizeh, las tres grandes pirámides del mismo lugar y el complejo de Abusir llevaban ya en pie mas de mil años.
Esto trajo como resultado que incluso muchos egipcios sintiesen esa sensación apabullante de estar viviendo rodeados de maravillas venerables, casi en un verdadero museo, cuya contemplación constituía un auténtico placer, en el que se mezclaban el orgullo patrio, la veneración religiosa y el deseo de admiración. A lo ancho de sus inmensos muros se encuentran inscripciones de algunos de estos visitantes, que al igual que sucede hoy en día con los grafitti que llenan monumentos y edificios, estaban deseosos de dejar constancia de su presencia en el lugar. Así sobre el muro de una capilla conectada con la pirámide de Djeser se puede leer Hadnakhte, escriba del tesoro vino a hacer una excursión y a distraerse al oeste de Memfis, junto con su hermano Panakhti, escriba del Visir. Hacia la misma época que la anterior, mediados del siglo XIII a. C., se puede leer también sobre una de las paredes de las pirámides de Abusir que un escriba junto con su padre y otro compañero de oficio llegaron a contemplar la sombra de las pirámides tras haber presentado sus ofrendas a la diosa Sekhmet. Incluso se menciona también la visita en masa, casi como las hordas de turistas que podemos observar en la actualidad, de toda una escuela de escribas a la pirámide de Djeser, también hacia la misma época que las antes mencionadas.
La admiración por Egipto trascendió del propio país, y alcanzó a casi todos los rincones del orbe conocido. Como ya hemos visto, los comerciantes cretenses viajaron con frecuencia allí, ciertamente en misiones comerciales, pero no debieron dejar de sorprenderse ante tanta maravilla, y de hecho llevaron con ellos de regreso productos elaborados y de lujo que la refinada aristocracia sabía apreciar. Heródoto nos cuenta que un gran número de griegos visitó Egipto, algunos, como era lógico de esperar, por motivos de negocio, otros para servir en el ejército, pero también hubo algunos que lo hicieron únicamente para ver el propio país; como turistas. Se nos dice también que Solón, el gran poeta y reformador ateniense, viajó hasta Egipto en busca de descanso tras su ajetreada experiencia política. Tras el establecimiento de Naucratis a finales del siglo VII a. C., muchos griegos debieron circular por el país, y contemplar por tanto sus bellezas monumentales. Es conocida por todos la gran influencia que tuvo el arte nilótico en la formación y desarrollo del primer arte griego del periodo arcaico, cuyos kouroi, imponentes e hieráticos, nos recuerdan de modo evidente la gran estatuaria egipcia.
Las nuevas conquistas llevadas a cabo por el rey macedonio Alejandro III permitieron el desarrollo de una cantidad mayor de este tipo de viajes. Egipto pasó a ser un reino gobernado por greco-macedonios, y muchos de ellos se instalaron de forma permanente en su territorio, que conservaba todavía casi indemnes las grandes obras de la etapa faraónica. A la ya importante tracción turística que representaban sus pirámides y sus grandes templos y monumentos, se vino a sumar ahora la magnificencia de la nueva capital del reino, la ciudad de Alejandría, cuyos palacios, parques, jardines y sobre todo, su increíble museo, debieron despertar la curiosidad y la admiración de toda esa ingente masa que de forma esporádica o permanente se trasladaba hacia ella desde el interior del país o de otros lugares del exterior.
A partir de la segunda mitad del siglo V a. C., Atenas comenzó a ofrecer un aspecto presentable e incluso casi grandioso, con las construcciones erigidas en su acrópolis: la maravilla arquitectónica del Partenón, la sorprendente estatua crisoelefantina de la diosa Atenea en su interior y la elegancia de los Propileos que daban acceso a la ciudadela, constituían sin lugar a dudas monumentos sobresalientes que excitaban la admiración y la curiosidad de los muchos visitantes extranjeros que acudían a la ciudad, en aquel momento cabeza de todo un Imperio naval que englobaba a la mayor parte del Egeo. La ciudad ofrecía además sus festivales, especialmente de sus Grandes Dionisias, durante cuya celebración tenían lugar los concursos dramáticos que dieron nacimiento al teatro, y en cuyo transcurso se pusieron en escena las grandes obras de la tragedia y la comedia griegas. Además, al celebrarse en primavera, cuando se abría de nuevo la circulación en el mar, atraía numerosos visitantes extranjeros.
Atenas se encontraba repleta de numerosos extranjeros, todos turistas y estudiantes. En Grecia, el aspecto educativo alcanzó una dimensión relevante; aumentar las propias posibilidades de desarrollo individual y colectivo es una preocupación que se manifiesta en el hombre desde los propios inicios de la humanidad. Y aunque la búsqueda de la satisfacción de la necesidad educativa puede darse dentro del propio núcleo social, también puede suceder que se requiera un desplazamiento para poder adquirir aquello necesario para el correcto desarrollo individual y colectivo, y, tras ello, regresar a la tierra patria. En este caso, es que se habla de viaje educativo. En Grecia, el aspecto educativo alcanzó una dimensión relevante. El estudio dialéctico, artístico y filosófico alcanzó una jerarquía que no se había observado hasta entonces pero, fundamentalmente, lo interesante es que generó viajes como no se había visto hasta aquel entonces. Desde distintas ciudades griegas partían filósofos, médicos, oradores, geógrafos y matemáticos, con el fin de trasladarse a otros lugares en donde enseñar. A su vez, muchos de ellos se trasladaban con el fin de obtener nuevos conocimientos. La Atenas del período clásico representaba un polo educativo de gran relevancia dentro de la civilización griega y del mundo Mediterráneo. En especial, durante el siglo V a. c., Atenas fue un centro receptor y emisor de forasteros vinculados a la educación durante un tiempo prolongado, y fue, también, el lugar en donde Platón decidió fundar su Academia, precisamente en las puertas de la ciudad, en el jardín del héroe Academos. El período helenístico presenta una multiplicación de las escuelas, sean públicas o privadas, y las exigencias financieras de los profesores de los cursos de retórica y filosofía ya no escandalizan, como sí sucedía en otras épocas.
La entrada de Roma en la escena internacional traerá consigo una intensa vida diplomática, que se desarrollo por doquier, con viajes continuos hacia Roma, Caput Mundi, lugar donde debían dirimirse las disputas entre unos Estados y otros, o final de una peregrinación en busca de apoyo o perdón por errores pasados. Una intensa vida diplomática se desarrollo por doquier, con viajes continuos hacia Roma, lugar donde debían dirimirse las disputas entre unos Estados y otros, o final de una peregrinación en busca de apoyo o perdón por errores pasados. Con el advenimiento del Imperio y el dominio casi absoluto de Roma sobre el orbe, esta actividad diplomática cambiará por el ir y venir incesante de magistrados romanos desde Roma a las provincias, o desde las capitales de éstas hasta los distritos circundantes. Con el dominio romano comienza un largo periodo de paz conocido como la “Pax Romana“, un periodo en el que el mundo mediterráneo gozara de una estabilidad nunca antes ( y durante muchos siglos después) experimentada. Pueblos que hasta entonces habían sido tradicionalmente enemigos, vivían ahora juntos y en paz dentro del Imperio. El retórico Elio Arístides, quién fuera contemporáneo de Antonino, lo expresa perfectamente:
“El mundo entero está de fiesta. La tierra ha depuesto su antigua vestidura que era de hierro, para darse con toda libertad al goce de vivir. Ya no hay rivalidades entre las ciudades o, mejor dicho, queda una todavía, para saber cuál de ellas será la más hermosa y magnífica. Por todas partes, en cada ciudad, gimnasios, fuentes, pórticos, templos, talleres, escuelas. Vuestra generosidad no cesa de colmar a las ciudades de todas clases de dones. Por eso no habían sido nunca más dichosas que ahora. Todo es esplendor y belleza, y la tierra entera es como un inmenso jardín de recreo. Sólo son desgraciados, si es que los hay todavía, los que no se hallan comprendidos en vuestro imperio, puesto que están privados de tantos bienes. Aquella antigua sentencia tan a menudo repetida de que la tierra es la patria común de los hombres, gracias a vosotros, es hoy una viviente realidad. Helenos, bárbaros, pueden ir a todas partes fuera de su país, como si no hicieran sino pasar de una ciudad a otra”.
La multiplicidad de lenguas también había conspirado contra el desarrollo económico en el Mediterráneo. La unidad idiomática que se logra en occidente a partir de la adopción del latín, generalizado como lengua oficial, facilitó el desarrollo de los negocios y de los viajes y desplazamientos. La misma Roma, repleta de grandes monumentos y abundantes entretenimientos y espectáculos también atraía una inmensa cantidad de viajeros procedentes de todos los rincones del imperio.
La magnifica red viaria romana, quizás el aporte más significativo que ha realizado Roma a la historia de las comunicaciones, que comunicaba prácticamente todos los municipios del Imperio, facilitaba estos traslados y el sistema de villas de carretera y puestos de guardia, aseguraba la práctica cotidiana de los mismos. Y aunque el dominio del Imperio no propiciaba el trasiego delegaciones de unas cancillerías a otras, todavía se enviaban embajadores, con rango más o menos oficial, hasta puntos tan apartados como la misma China. Esto parece que sucedió en tiempos del emperador Marco Aurelio, en concreto hacia el año 166 d. C., a juzgar por una noticia china en la que se alude al acontecimiento.
El transporte terrestre que precedió al imperio del pueblo romano era muy costoso, lento y difícil. Roma innovaría respecto al comercio terrestre, a partir de objetivos estratégicos y económicos. El centro de la red de caminos era, lógicamente, Roma y desde allí partía una red de comunicaciones que llevaban desde Roma a toda Italia y, desde allí, a todo el Imperio. Desde el punto central de la ciudad, junto a la Rostra, se irradiaban todas las calles que, salidas de la estrechez del Foro, iban adquiriendo progresivamente mayor tamaño y regularidad en los barrios excéntricos; llegaban hasta las puertas, y desde allí, prolongándose rectas y bien conservadas mientras iban insertándose en otras cada vez más lejanas de Roma, acababan por extenderse hacia los confines del imperio. Y a esto debemos agregar otras obras de infraestructura complementarias, como la construcción y reparación de puertos, la construcción de puentes, acueductos y faros. Los hitos indicaban la distancia exacta que separaba a cada uno de la ciudad de Roma, y se medían en millia passum, es decir, mil pasos. Para dar una idea de lo que se tardaba en viajar desde un lugar a otro, puede mencionarse que, mientras los soldados marchaban diariamente veinte millas, los viajeros lograban cubrir una distancia de treinta y dos.
La red viaria alcanzará su máxima cuota de seguridad durante los primeros siglos imperiales; Octavio Augusto contribuyó a ello de modo importante, combatiendo a los bandidos y ladrones de caminos. Para luchar contra estos, que portaban armas públicamente con el pretexto de la defensa personal y que atacaban a los viajeros de condición libre o servil, decidió, entre otras medidas, establecer guardias en los puntos convenientes. La mayoría viajaba a pie o en algún animal de carga que llevase, a la vez, tanto al viajero como a su equipaje. El modo de viajar por los caminos y por las ciudades comenzó a generar conflictos cuando los viajes se fueron volviendo más comunes. De este modo, el emperador Claudio decidió prohibir a los viajeros atravesar las ciudades de Italia de otra manera que no fuese a pie, en sillas de manos o en literas.
Como el desplazamiento a pie, el más extendido en la población, resultase fatigoso para los miembros de ciertas clases sociales, estos decidían utilizar otros. Domiciano, por ejemplo, no podía soportar ninguna fatiga, y por ello no se trasladaba nunca a pie, utilizando la litera principalmente. No obstante, continuaban siendo preferidas para viajar las vías marítimas, que ofrecían mayores comodidades, ya que el viaje terrestre continuaba siendo incómodo por la ausencia de lugares adecuados, como albergues y posadas bien dispuestos y agradables, que presentasen las comodidades necesarias para pasar la noche. Las vías marítimas fueron adquiriendo seguridad a partir de las campañas contra la piratería, que hacía inseguro el paso por el Mediterráneo, de Cneo Pompeyo el Grande.
Si no se viajaba por un encargo oficial que obligase a vestir la toga, se utilizaba como vestimenta la túnica, sobre la cuál se colocaba un manto con capuchón (paenula), y, en caso de que la temperatura fuese elevada, se optaba por llevar un sombrero de ala ancha. Se buscaba el modo de que la túnica molestase lo menos posible en los movimientos; por lo tanto, se la colocaba bien sujeta a la cintura y arremangada hasta la rodilla, mientras que en el cinturón se llevaba la bolsa (marsupium), que podría decirse que era la valija de aquel entonces.
Así pues, la pax romana contribuyó a la estabilidad interna y a crear una sensación de seguridad interior; las excelentes vías de comunicación terrestres con que contaba el imperio , el comercio y los movimientos de personas se vieron favorecidos. Y todo esto, fue permitiendo el desarrollo de los viajes y a las clases adineradas o mas acomodadas de la sociedad, emprender viajes de placer y de conocimiento y la aparición de las primeras guías turísticas, tal como muestran los diez volúmenes de la “Perigesis” de Pausanias, una obra que hace una descripción de Grecia pensando en los futuros viajeros romanos, escrita por este geógrafo y escritor griego del siglo II d.C. Sin embargo, era necesario ser aristócrata, o en su defecto estar bien acomodado financieramente, y contar además con las suficientes relaciones internacionales de amistad como para recibir alojamiento fácil en los diferentes puntos del viaje. Para una minoría, que disponía del tiempo y de los recursos para desplazarse sin ningún fin más que el goce, la necesidad de descanso y de recreo se había extendido a todas las regiones del Imperio, favoreciendo los viajes. El pueblo y las clases menos favorecidas nunca gozaron de aquel beneficio reservado para pocos, ni en Roma ni en las provincias.
Sin embargo, viajar, por motivos hedonísticos no fue nunca una actividad emprendida a gran escala. Y es que aun bajo el férreo dominio romano, el viaje por el Mediterráneo resultaba largo e incómodo y presentaba ciertos peligros. Por ejemplo, la navegación hasta Alejandría tenía una duración mínima de doce días; se partía desde Puteoli, y, tras pasar el estrecho de Messina, se ingresaba en el Mar Jonio, célebre por sus considerables temporales.
Por su parte, los viajes religiosos si bien no alcanzaron la importancia que lograron en el mundo griego, tuvieron su papel durante la República y el Imperio. El oráculo de Delfos aun era consultado por los romanos, así como los viajes a Atenas para la iniciación en los misterios de Eleusis. Los viajes educativos, por su parte, también se facilitaron notoriamente durante los años de apogeo del Imperio. Era bastante común que la juventud acomodada romana completase o profundizase sus estudios de filosofía en Atenas, Pérgamo, Alejandría o Rodas, lugares en donde se encontraban y enseñaban los más célebres filósofos del momento.
La época de esplendor del viaje llegaría a su fin con las invasiones y los conflictos internos que comenzaron a asolar el Imperio en su fase final. Las comunicaciones y la economía global fueron entrando progresivamente en crisis, del mismo modo que las ciudades fueron perdiendo su antigua importancia en el occidente.
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