La noticia del asesinato de Cayo Julio César los Idus de marzo del año 44 a.C en la Curia de Pompeyo, en Roma, se difundió de inmediato por toda la ciudad. Las calles se vaciaron por completo, las tiendas y todos los negocios se cerraron a cal y canto y el temor se extendió como una negra sombra con una rapidez pasmosa por la gran urbe. Incluso los propios asesinos, temerosos tras el acto que acababan de cometer, corrieron a refugiarse en el Capitolio. Cesar había obviado todas las precauciones y todas las advertencias y el idus de marzo de ese año se tiñó de sangre. Unos días antes, el arúspice Espurninna le había advertido del grave peligro que le amenazaba en los idus de marzo; ese día cuando se habían encontrado de camino al Senado, Cesar le había dicho riendo: “Ya son los idus de marzo y no me ha ocurrido nada” a lo que el arúspice contestó compasivamente: “Sí…. pero aún no han acabado”.
Cayo Julio César, dictador de Roma, cayó asesinado en el Senado, acribillado a puñaladas por un grupo de senadores opuestos a sus ambiciones autocráticas, o deseosos de mantener el anterior reparto del poder, según se mire… Siglos después, muchos turistas despistados contemplan pasean por el Foro romano y contemplan la actual Curia, admirando el lugar en el que Julio Cesar fue asesinado por Bruto y sus compinches. Pero Cesar no murió allí….
En el lugar que ocupaba la Curia Cornelia en el Foro Romano, que era donde se reunía habitualmente el Senado, se estaba construyendo en ese mismo momento un nuevo edificio: la Curia Julia, que recibe este nombre por haber sido construida precisamente por orden de Julio César. En la Roma antigua, la palabra curia tenía varios sentidos. En la época republicana, la curia podía designar el edificio en el que se reunía el Senado romano y por extensión a quienes se sentaban allí, pero también a una de las subdivisiones cívicas de Roma y de las ciudades de derecho latino. La nueva curia de Cesar tendrá una orientación diferente a la Curia Cornelia, alineada sobre el nuevo foro de Cesar del que se convirtió en una especie de anexo, y a lo largo del Argileto. Se trata de una ubicación significativa ya que fue trasladada por él para disminuir simbólicamente el dominio del Senado dentro de la Ciudad y la República. De hecho, la estructura que vemos en la actualidad en el foro es la tercera curia Julia ya que desde el año 81 hasta el 96, la Curia Julia fue restaurada por Domiciano. En 283, muy dañada por un incendio durante el reinado del emperador Carino, debió de ser reconstruida entre los años 284 a 305, esta vez por el emperador Diocleciano. Y estos son los restos que pueden verse hoy en el foro romano. En resumen, dado que la Curia Julia estaba en ese momento en construcción, por este motivo, el Senado de Roma venía celebrando sus sesiones transitoriamente en la Curia de Pompeyo, mientras las obras finalizaban
El complejo del teatro de Pompeyo, ubicado en el corazón del Campo de Marte, era conocido por los romanos como “la octava colina de Roma”; tales eran sus enormes dimensiones. Este recinto toma su nombre de su promotor, el cónsul Cneo Pompeyo, conocido como Pompeyo Magno. Había comenzado su carrera luchando en el bando de Lucio Cornelio Sila durante la Guerra Civil de 83- 82 a.C donde comandó con éxito tropas en Italia, Sicilia, África y también en Hispania. Pompeyo limpio el Mediterráneo de piratas y expandió la influencia romana en el este durante la tercera guerra mitridática. En el año 60 a. C., junto con Marco Licinio Craso y Cayo Julio Cesar, organizó el Primer Triunvirato y será precisamente la disolución de este triunvirato y el acercamiento de Pompeyo a los senadores contrarios a César lo que va a provocar el estallido de una nueva guerra civil. Tras su derrota final ante Cesar en la batalla de Farsalia, Cneo Pompeyo huyó a Egipto, donde fue asesinado.
El teatro de Pompeyo había sido inaugurado en año el 55 a.C., concretamente el día del 51° cumpleaños de Pompeyo (el 29 de septiembre del 55 a.C) y estaba formado por un amplio conjunto que incluía un templo dedicado a Venus victoriosa, deidad personal de Pompeyo y un gran peristilo con estatuas en sus exedras que rodeaba a un jardín y albergaba la colección de arte y literatura de Pompeyo. En el extremo opuesto del teatro, se situaba la Curia Pompeii, donde se iba a producir la reunión del Senado en los idus de marzo del año 44 a.C. Era un espacioso salón reservado a reuniones privadas, situado en el lado opuesto al teatro e inserto entre los muros del pórtico. Su entrada porticada estaba precedida por un pequeño altar para los preceptivos sacrificios rituales; su interior, decorado con espléndidos mármoles, era un salón libre de unos 25×15 metros, con dos filas paralelas de asientos dispuestos a lo largo de las paredes. En uno de los extremos, presidiendo la sala ante una exedra absidial, si situaba una gran estatua del propio Pompeyo. Dado que el teatro de Pompeyo fue el primer edificio de la ciudad construido en mármol, este hecho le valió el apelativo de teatro de mármol. Mientras que el complejo del teatro se mantuvo en uso hasta el siglo V de nuestra era, la curia solo se utilizó durante una década aproximadamente. Tras el asesinato de Cesar, el lugar fue declarado por Augusto “lugar maldito”, la curia fue clausurada y totalmente tapiada, reutilizándose posteriormente construyéndose allí unas letrinas, según nos cuenta Dión Casio en su “Historia de Roma”
En el año 44 a.C., aunque Cesar ya había pasado de largo la cincuentena (contaba en ese momento con 56 años de edad) y su salud se había deteriorado por años de constantes campañas militares, es muy probable que hubiese vivido otros quince o veinte años más. Obviamente, sus futuros asesinos lo sabían y no tenían ninguna esperanza de que la naturaleza hiciese el trabajo por ellos. Como persona, la mayoría de los senadores lo tenían en muy buena consideración, con un trato agradable y un comportamiento moderado, tendiendo siempre a ser generoso. No era tanto a César el hombre a quien odiaban, sino la posición que había adquirido y lo que significaba esta para la República. Aunque a finales del año 45 a. C. y principios del 44 a. C., esta posición todavía estaba definiéndose, a medida que su poder y su estatus crecieron, las actitudes hacia él fueron cambiando.
En la base de la conjura estaría sin duda este poder, tiránico para muchos, que Cesar había alcanzado; había aceptado las máximas responsabilidades políticas: Cónsul en el año 48 a.C., dictador en el año 47 a.C, cónsul y dictador desde el año 46 a.C y dictador vitalicio desde el año 44 a.C. Para muchos, la dictadura perpetua solo era el primer paso efectivo en el camino del restablecimiento de una nueva monarquía. Este presunto interés de Cesar por proclamarse rey se justificaba por sus detractores en una seria de acontecimientos que tuvieron lugar en los últimos meses de su vida. En una ocasión fue colocada una diadema real sobre la cabeza de una estatua suya que había sido recientemente situada en los rostra, quizá una tentativa, aún muy discreta, para sondear el terreno. Se retiró inmediatamente por dos tribunos, aunque inmediatamente después simularon erigirse en defensores de la reputación cívica de Cesar.
En los últimos días de enero tenían lugar en el Monte Albano, en las cercanías de Roma, las tradicionales fiestas latinas. César estaba llamado a asistir, bien en su calidad de Pontífice Máximo o como dictador. Optó por esta última, que le permitía, usando el privilegio que le había concedido el Senado, figurar en estas ceremonias vistiendo la toga púrpura y calzar las altas botas rojas. Al concluir las fiestas, hizo su entrada en Roma a caballo; en cuanto lo vio aparecer, la multitud que lo esperaba prorrumpió en aclamaciones, escuchándose voces que lo saludaban con el título de rey, quizá provenientes de individuos debidamente aleccionados. Inmediatamente, el partido opuesto intervino y se escucharon exclamaciones de protesta. César salvó la situación que comenzaba a complicarse respondiendo a las aclamaciones: “Mi nombre es César y no Rey”.
Y aun en otra ocasión en la que los tribunos habían encarcelado a aquellos que le habían aclamado como rey, Cesar logro que estos fueran destituidos alegando que los tribunos se habían excedido. Para muchos aristócratas romanos, el escándalo de las lupercales del año 44 a.C, fue la gota que colmó el vaso.
Cada año, el 15 de febrero se celebraba en Roma la festividad de las lupercalias o lupercales, un antiguo festival relacionado con la fertilidad. Su nombre deriva supuestamente de lupus, por el lobo, animal que representa al dios Fauno, que tomó el sobrenombre de Luperco, y de hircus, por el macho cabrío, un animal impuro. Cada año, se elegían de entre los miembros más ilustres de la ciudad, a una congregación especial de sacerdotes, los Lupercos, es decir, «amigos del lobo». Debían ser en su origen adolescentes que durante el tiempo de su iniciación en la edad adulta sobrevivían de la caza y el merodeo en el bosque. Se reunían el 14 de febrero en una gruta, más tarde llamada Ruminal, en honor a Rómulo y Remo, del monte Palatino, la colina central en donde, según la tradición, se fundó Roma. Según la tradición, fue en este lugar donde Fauno Luperco, tomando la forma de una loba, Luperca, había amamantado a los gemelos Rómulo y Remo, y en cuyo honor se celebraba la fiesta.
También cuenta la tradición que allí había una higuera cuyas raíces habían detenido la cesta en cuyo interior se encontraban los gemelos Rómulo y Remo. Bajo la sombra de esta venerable higuera, llamada Ruminalis, comenzaba la fiesta con una ceremonia oficiada por un sacerdote en la que se inmolaba una cabra. Después ese mismo sacerdote tocaba la frente de los luperci con el cuchillo teñido con la sangre del sacrificio y a continuación borraba la mancha con un mechón de lana impregnada en leche de cabra. Este era el momento en que los lupercos prorrumpían en una carcajada ritual y a continuación, se formaba una procesión con los lupercos desnudos que llevaban unas tiras o correas hechas con la piel de la cabra recién inmolada y con ellas azotaban manos y espaldas de las mujeres que encontraban en el camino dispuestas a ser parte de la ceremonia; era el ritual para la fecundidad. Ser tocado de esa forma era considerado un signo de buena suerte, sobre todo para las mujeres que deseaban concebir un hijo o para las ya embarazadas que querían tener un y se consideraba además que esto era un acto de purificación, la así denominada februatio. El cortejo salía del Lupercal hacia el Foro Boario por el sur del Monte Palatino y llegaba al Ara Máxima de Hércules Invicto. Pasaban por el altar de Consus y el santuario de los Lares para terminar en el lugar de inicio. El recorrido no era un acto serio como lo había sido el comienzo de la ceremonia; los propios lupercales, animados por el público, convertían el paseo en una carnavalada cuyos gritos, cantos y bailes llegaban a ser obscenos.
Antonio era ese año el líder de los corredores. Cesar, ataviado con su toga purpura de general en triunfo, su corona de laurel y sus altas botas propias de los reyes de Alba Longa, sentado en su silla dorada de dictador, observaba desde los rostra la escena. Maro Antonio, olvidando su dignidad consular, corrió hasta donde se encontraba y le ofreció una diadema real, exhortándole a que la aceptara y se convirtiese en rey. Al ver la escena, la enorme muchedumbre se mantuvo a la expectativa en un osco silencio; al rechazar Cesar la corona, recibió una gran aclamación y cuando Marco Antonio hizo un segundo ofrecimiento, nuevamente rechazado por Cesar quien declaró que se la ofreciera Jupiter en su templo del Capitolio, la ovación fue tremenda.
Para la mayoría de los historiadores hoy en día, como para la mayoría de los contemporáneos de Cesar entonces, resulta muy difícil de creer que todo este numerito no estuviese organizado, es decir, que no se tratase más que de una puesta en escena. Hay quien piensa que Cesar habría aceptado la corona si la multitud hubiese resultado más receptiva. Seguramente, solo deseaba la gloria de rechazar el ofrecimiento. Pero la duda ya estaba sembrada. De hecho, Cicerón afirmó que Antonio era el auténtico asesino de César por haber sacado a colación el fantasma de la monarquía aquel día. “¿Hay cosa más indigna que el hecho de que viva aquel que colocó la corona, cuando todos reconocen que se ha dado muerte justamente al que la rechazó?”, se preguntaría Cicerón retóricamente en su segunda Filipica.
Paradójicamente, hasta la campaña que Cesar estaba organizando contra los Partos alentó los recelos monárquicos, ya que alguien hizo circular por Roma la vieja profecía recogida en los libros sibilinos, según la cual los partos solo se convertirían en súbditos de Roma cuando fueran conquistados por un rey. Eran muchos quienes culpaban a la reina Cleopatra de las veleidades monárquicas de Cesar que a su vez daban credibilidad a otro infundio según el cual Cesar, harto de las conjuras constantes que se tramaban contra el en Roma había previsto trasladar la capital a Alejandría, capital del reino sometido de Egipto, con todos sus órganos administrativos de gobierno. Ni que decir tiene que no existe evidencia histórica alguna de la intención de Cesar de proclamarse rey. Lo único cierto es que, en base a lo que sabemos, parece claro que pensaba en instaurar un régimen autocrático de algún tipo o al menos, eso pensaban los más próximos a él.
De lo que sí que no hay duda es de que, a finales del año 45 a. C. Cayo Julio César era en la práctica un monarca y aunque había obtenido esa posición gracias a su victoria en la guerra civil, había recibido sus poderes específicos del Senado y del pueblo de Roma. Pero no se limitó a aceptar las distinciones honoríficas con las que el Senado le adulaba, sino que supo apoderarse de muchas prerrogativas que le permitieron reunir en sus manos prácticamente la totalidad del poder del gobierno. Exigió y obtuvo que todos sus actos fueran ratificados por el Senado, los funcionarios públicos fueron obligados a prestarle juramento de no oponerse a medida alguna dictada por él y se hizo otorgar los privilegios de los tribunos de la plebe, algo muy importante ya que con ello conseguía la tribunicia potestas y la inmunidad sacrosanta que los distinguía. También obtuvo el derecho exclusivo de disponer de las finanzas del Estado. Poco a poco, el Senado quedaba relegado a una asamblea que se limitaba a aprobar las resoluciones que el dictador les presentaba.
Es muy importante entender que significaba ser dictador en la antigua Roma. Aunque el sistema romano de magistraturas ordinarias utilizaba siempre el principio de colegialidad, cuando se producía una emergencia que hacía necesario tomar medidas extraordinarias para hacer frente a una emergencia militar o para emprender una tarea específica de carácter excepcional, se designaba a un dictador con mando único, y este nombraba a su vez como lugarteniente a un magister equitum. Todos los demás magistrados estaban subordinados a su imperium y la posibilidad de que los tribunos de la plebe vetaran sus acciones o de que el pueblo apelara contra ellas era muy limitada. Sin embargo, para evitar que la dictadura amenazara al propio Estado, se impusieron importantes limitaciones constitucionales a sus poderes: un dictador solo podía actuar dentro de la esfera de autoridad a la que estaba destinado y estaba obligado a renunciar a su cargo una vez cumplida la tarea que se le había encomendado, o bien al cabo de seis meses. Se nombraron dictadores con frecuencia desde los primeros tiempos de la República hasta la segunda guerra púnica, pero la magistratura quedó en suspenso durante más de un siglo, hasta que fue restablecida en una forma significativamente modificada, primero por Sila y luego por Julio César. Tras la muerte de Julio César, Marco Antonio abolió la dictadura y con ella el cargo de magister equitum.
Bien es cierto que los mandatos de los dictadores se habían limitado siempre de acuerdo a la tradición con la única excepción de Sila, en similares condiciones a las de Cesar en este momento. Pero hasta Sila había terminado por renunciar a su cargo, algo de lo que el propio Cesar se mofaba. Y aunque muchos de sus honores eran simbólicos, Cesar había sido cónsul y dictador durante 10 años, un periodo bastante largo, totalmente ajeno a la tradición constitucional romana. A principios del año 44 a.C., pasa a ser dictador vitalicio y se le concede la censura. Su silla curul de marfil fue sustituida por una decorada con oro, su cumpleaños paso a ser una festividad pública y el propio mes de su natalicio, rebautizado con su nombre, Julio. La cantidad y la magnitud de distinciones, honores y privilegios otorgados a un solo hombre no tenían precedente. Así, en marzo del 44 a.C, su poder formal era descomunal y su control informal del Estado, aun mayor.
Todas las fuentes antiguas (Suetonio, Plutarco, Apiano, Dión Casio, Veleyo Patérculo, Floro, Cicerón, Valerio Máximo, entre otros…) nos hablan de un clima de creciente descontento e incluso impopularidad que se fue fraguando en contra de Cesar durante el último año de su vida. Algunas de las últimas actuaciones de Cesar tampoco habían sido bien aceptadas, como la llegada a Roma de la reina Cleopatra con la que esta tenía un hijo, Cesarión. A los romanos les molestaba bastante que el dictador alojara a su amante en la villa que este tenía al otro lado del Tiber, con el pretexto de que estaba allí en calidad de rehén del pueblo romano.
Aunque hizo considerables esfuerzos por mantener al menos la apariencia de la constitución tradicional, bajo el mandato de César, el dictador y sus más estrechos consejeros tomaban muchas decisiones a puerta cerrada y aunque con frecuencia las decisiones eran buenas y acertadas, desde el punto de vista de los oligarcas senatoriales, esa no era la forma en la que se suponía que debía de funcionar la República. Era ya obvio que César no pretendía emular a Sila y la concesión de la dictadura a perpetuidad subrayaba la permanencia de su poder.
Este clima de descontento, rivalidades, envidias y maledicencias debió propiciar numerosas conjuras, más o menos serias, hasta el punto de que Cesar ya había desbaratado varias y estaba harto de todo el asunto. El tema era tan notorio que hasta el propio Cicerón había denunciado ante el senado en el año 46.a.C la posibilidad de que se atentase contra el dictador y había vuelto sobre el asunto en la segunda de sus Filipicas, donde acusó a Marco Antonio de haber estado involucrado en una conspiración planeada por Trebonio en la Galia Narbonense durante el verano del 45.a.C… y algo de cierto debía de haber en ello, si tenemos en cuenta el comportamiento del propio Cesar respecto de Antonio, al que olvidó por completo en su testamento, siendo sus beneficiarios su hijo adoptivo Octavio, Marco Bruto, hijo suyo si tenemos en cuenta los mentideros de Roma y el propio pueblo de Roma. Marco Antonio también había sido apartado del mando militar en el verano del año 45 a.C, manteniéndose al margen de las campañas de Africa e Hispania. Y para aumentar las suspicacias, Cesar le había acusado de haberse apoderado de los bienes de Pompeyo.
Todo ello hizo que los distintos grupos de conspiradores se pusieran de acuerdo desde mediados de febrero del año 44 a.C. Uno de los problemas que habían tenido para ponerse de acuerdo tenía que ver con el lugar donde debían asesinar a Cesar. Unos proponían que lo hiciesen mientras paseaba por la Vía Sacra, otros, cuando se dirigiera a presidir los comicios electorales, arrojándole desde el puente que debía atravesar y otros más, proponían que fuera durante la celebración de los juegos de gladiadores, pues sería fácil camuflar las armas. Finalmente, se impuso la opinión de un cuarto grupo que encontraba más fácil liquidarlo durante una reunión del Senado.
Así pues, Cayo Casio Longino, Marco Junio Bruto y Décimo Junio Bruto organizaron una nueva conspiración para asesinar al dictador, en la que, según Suetonio, participaron más de sesenta personas: los autodenominados “Libertadores”, nombre que se dieron siguiendo el ejemplo de los tiranicidas de la antigua Grecia. Todos ellos eran oligarcas, indultados unos, favorecidos todos, por el propio Cesar. Todos ellos movidos realmente por su propia ambición personal. Y aunque es un número muy importante de senadores, representaba únicamente un siete por ciento del Senado. La mayoría de los conspiradores habían sido cesarianos durante la guerra civil y unos cuantos habían ocupado un alto rango. Por ejemplo, Cayo Trebonio había servido la mayor parte de los años en la Galia como legado y había comandado el asedio de Massilia durante la guerra civil. Había sido recompensado con el consulado sufecto en el año 45 a. C. después de que César regresara de Hispania (un cónsul sufecto era un cónsul especial elegido en sustitución del cónsul ordinario que fallecía, renunciaba o al que se destituía antes de acabar su mandato anual, por lo que la gestión de este cónsul sufecto duraba solo unos meses).
Como vemos, en la conspiración del año 44 a.C tomaron parte tanto enemigos acérrimos como antiguos colaboradores cercanos de Cesar, celosos de como otros y no ellos habían medrado a la sombra del dictador. Por tanto, estamos ante una trama urdida, por un lado, por los antiguos optimates, que tradicionalmente se habían representado como los defensores del sistema constitucional republicano pero que en realidad no eran más que los defensores de la aristocracia y de los privilegios del Senado; entre los que primaban intereses tales como la consecución de poder personal y la recuperación de los privilegios perdidos. Por otro lado, y junto a ellos, los otrora partidarios de Cesar, irritados por no haber conseguido cuanto creían merecer y envidiosos de lo que otros habían conseguido. Un coctel explosivo…
También como no, estaba el grupo de los decepcionados: Servio Sulpicio Galba era otro legado de Cesar de las guerras de las Galias, pero fue derrotado en las elecciones consulares para el año 49 a. C o Lucio Minucio Basilo, a quien César había denegado un mando provincial seguramente porque sospechaba, con razón, sobre su carácter. En mayor o menor medida todos esos hombres habían tenido éxito como resultado de elegir a tiempo el bando vencedor en la guerra civil, como muchos de los conspiradores menos conocidos. Como pasa a menudo, algunos creyeron que merecían haber tenido más éxito y ahora habían decidido que solo podían continuar sus carreras en una República sin César. Para la mayoría de los conjurados, simplemente si César moría, las instituciones normales del Estado funcionarían de la forma adecuada de nuevo y Roma podría ser guiada por el Senado y por magistrados libremente elegidos, por supuesto, ellos mismos.
Tres hombres asumirán la dirección de la conspiración, Marco Junio Bruto, Cayo Casio Longino y Decimo Junio Bruto. Marco Junio Bruto, del que se dijo que había sido uno de los principales instigadores de la conspiración de Catilina, también había servido con distinción en las Galias. Aunque había sido partidario de Pompeyo durante la guerra civil, había sido perdonado por César tras la derrota de Farsalia y rehabilitado. De hecho, había seguido ejerciendo cargos políticos durante el gobierno de Cesar que hizo que le nombraran cónsul para el año 42 a. C. Mucho se ha especulado sobre la supuesta paternidad de César, dada la relación amorosa entre este y su madre Servilia, rumor sin fundamento ya que cuando Bruto nació César contaría apenas con quince años y sus amoríos con Servilia habrían sido bastante posteriores.
Decimo Junio Bruto, primo lejano del dictador y amigo personal de César, había combatido con él en la Galia y en la expedición a Britania, además de deberle su carrera política. De hecho, era uno de los herederos de César. Pero hay que considerar que, pese a su alineamiento cesariano, casi toda su familia se había posicionado con Pompeyo y los optimates. Cuando estalló la guerra civil, se mantuvo en el bando cesariano, que le puso al frente de una flota. Cesar confiará en el hasta el final. En el año 44 a.C. lo nombrará pretor recibiendo el gobierno de la provincia de la Galia Cisalpina en el 43 a.C. Decimo será incorporado a la conspiración por su pariente Marco Junio Bruto. Tanto Décimo como Marco eran descendientes de Lucio Junio Bruto, uno de los legendarios fundadores de la República y causante de la caída y asesinato del último rey de Roma, Tarquinio, bautizado por la tradición posterior romana como “el soberbio”. Obviamente, el paralelismo con César era demasiado evidente y no pasó desapercibido para los contemporáneos. Suetonio dice que aparecieron pintadas en la estatua de Lucio Junio Bruto, deseando que aún viviese, y otras en una estatua de César, en la que le acusaban de querer convertirse en rex.
Casio era probablemente el espíritu rector de la conspiración contra César. No se sabe mucho de la vida de Cayo Casio Longino antes del atentado. En el año 53 a. C. participó como cuestor en la campaña militar de Marco Licinio Craso contra los partos, en la que sobresalió. Tras la derrota de los romanos en Carras y la muerte de Craso, pudo retirarse con los restos del ejercito de Craso. En el año 49 a. C. fue elegido tribuno de la plebe. La guerra civil evitó su procesamiento por abuso de poder y chantaje en Siria. Durante la guerra se puso en un principio del lado de Pompeyo y consiguió varias victorias como comandante de la flota. En el año 47 a. C. César marchó al Ponto y allí fue Casio a su encuentro. Fue perdonado y Cesar le permitió seguir prestando servicios bajo su mando, nombrándole legado y en el año 44 a. C. pretor peregrino, con la promesa de darle la provincia de Siria el año siguiente. había sido partidario de Pompeyo, pero fue perdonado por César, que había seguido impulsando su carrera política
Pero, ¿realmente Cesar conocía la conspiración?, y ¿hasta qué punto ignoró ciertamente todas las advertencias que le hicieron, algunas de ellas incluso hasta momentos antes del magnicidio? Hasta poco antes del asesinato, César había contado con la protección de una escolta de auxiliares hispanos, pero los había despedido ostentosa y públicamente después de que el Senado prestara un juramento de lealtad hacia él y le ofreciera una nueva guardia compuesta de senadores y ecuestres (que nunca llego a formarse). Con ese imprudente gesto, César trató de lanzar un guiño de normalidad política, al tiempo que demostraba su confianza en los senadores.
Seguramente confiaba en la promesa que le habían hecho los senadores de proteger su vida a toda costa, y estaba firmemente convencido de que todos eran conscientes de que su desaparición traería un nuevo estallido de guerras civiles, más virulentas que en el pasado. A fin de cuentas, aunque era dictador y, en la práctica, un monarca, no era cruel y utilizaba su poder para lograr el bien común de la república. Ciertamente, la republica estaba mejor dirigida que en siglos y reinaba la paz y la prosperidad. A pesar de las repetidas peticiones de sus más estrechos colaboradores, César rehusó reformar su escolta y tomar nuevas precauciones para su seguridad, replicando que no deseaba vivir con miedo o permanentemente custodiado. Hasta el dictador llegaban continuos informes y rumores de complots, pero eran vagos y con frecuencia implicaban a hombres como Antonio y Dolabela, aunque también a alguno de los verdaderos conspiradores. César hizo caso omiso de todos ellos…
Una vez decididos, los conspiradores actuaron con rapidez, dado que Cesar abandonaría la capital el 18 de marzo para iniciar una campaña contra los dacios y los partos y no volvería a ella seguramente en algunos años. Tras algunas dudas, eligieron el día y el lugar para asesinar a César: los idus de marzo (15 de marzo) cuando César iba a asistir a una reunión del Senado en la Curia del Teatro de Pompeyo, en el Campo de Marte, donde el Senado celebraba sus sesiones. Tenían la impresión de que tendría la guardia baja y sería más fácil aproximarse a él en esa ocasión. Ciertos momentos clave del calendario romano tenían nombre propio. Las calendas (el primer día de cada mes) y las nonas (el quinto día de cada mes excepto en marzo, mayo, julio y octubre, que era el séptimo día). Los idus eran los días 13 de cada mes, excepto en marzo, mayo, julio y octubre que se celebraba el día 15. Entre ellos destaca el conocido como “idus de marzo” que designaba al día 15 del mes dedicado al dios de la guerra Marte, el mes de Martius según los romanos. O lo que es lo mismo, el 15 de marzo para los hispanoparlantes
La noche del 14 de marzo, Cesar cenó en casa de Marco Lepido, su magister equitum y durante la tertulia hablaron sobre el tipo de muerte que deseaba cada uno de ellos. Cesar dijo: “la que llegue de improvisto”. Esa misma noche, cuenta la tradición que su mujer Calpurnia tuvo una pesadilla en la que, dependiendo de las diferentes versiones, o bien vio cómo se desplomaba el frontón de la casa o bien se vio a sí misma sosteniendo el cuerpo asesinado de César en sus brazos. Aunque los sacrificios matutinos del día 15 se repitieron varias veces, los augurios fueron invariablemente desfavorables. El mismo César se sorprendió por la actitud de su mujer porque no solía creer en supersticiones y finalmente Calpurnia logró persuadirlo de que se quedara en casa. A través de Marco Antonio, decidió enviar un mensaje al Senado para informarles de que la mala salud le impedía abandonar su casa ese día para llevar a cabo ningún asunto público. Pero antes de que saliera Antonio rumbo al senado, llegó Décimo Junio Bruto. Era costumbre que los amigos y clientes pasaran a saludar a un senador importante a primera hora de la mañana por su casa, por lo que no había nada extraño o sospechoso en su visita. Bruto consiguió convencer a Cesar, ridiculizando los sueños y malos presentimientos de Calpurnia, y así este partió rumbo al complejo de Pompeyo.
Entre tanto, el resto de los conjurados se habían congregado con el pretexto de que el hijo de Casio iba a convertirse oficialmente en hombre, al adoptar de forma pública la toga virilis y a continuación, fueron a la curia de Pompeyo y aguardaron fuera la llegada de César que llegó cuando la mañana ya estaba tocando a su fin. Llevaban las dagas ocultas en el interior de los estuches donde los senadores guardaban habitualmente sus largos estiletes con los que escribian. En el propio teatro de Pompeyo había un grupo de gladiadores propiedad de Décimo Bruto, armados y listos para pelear, bajo la coartada de que el teatro iba a ser la sede de algunas luchas que se celebrarían en un futuro próximo.
Cuando Popilio, uno de los senadores al tanto de la conspiración, saludó a Bruto y a Casio de manera bastante críptica, estos, nerviosos, interpretaron como una señal de que alguien los había delatado. Su tensión aumentó cuando el mismo hombre se dirigió al dictador en cuando llegó y estuvo hablando con él un rato. El terror se apropió de muchos de ellos, hasta el punto de asegurar que se matarían unos a otros antes que ser apresados. Pero pronto se dieron cuenta de que lo que estaba haciendo era presentar una petición y las aguas volvieron a su cauce. De camino hacia el Senado, el profesor de griego Artemidoro, que había pasado una temporada en casa de Bruto como su tutor y que, al parecer, estaba al tanto de la conspiración, entregó a César una nota con los detalles de la misma. Interrumpido constantemente por quienes le saludaban en su camino, no logro leerla.
Los conspiradores se acercaron a saludarle cuando bajó de la litera. Según las versiones, o bien Trebonio o bien Décimo Bruto, se llevó a Antonio a un lado y lo entretuvo charlando mientras César y el resto entraban a la curia. Por lo general Antonio se sentaba junto al dictador, lo suficientemente cerca para prestarle ayuda. Algunos historiadores piensan que Antonio, que había recuperado el favor de Cesar, se dejó alejar de allí con mucha facilidad; es posible que también estuviera al tanto del complot y no deseaba mezclarse en lo que estaba a punto de suceder. Los senadores que ya estaban en el vestíbulo se pusieron en pie cuando entró César, que se dirigió hacia su silla de oro que estaría junto a la silla curul de Antonio, puesto que él era el único cónsul aparte de César.
En este momento, la mayoría de los senadores, aunque no participasen materialmente, estaban al tanto de lo que iba a suceder e incluso algunos apremiaron a los conjurados para que acabaran cuanto antes. Aunque no todas las versiones coinciden en cómo se desarrollaron desde aquí los acontecimientos, sabemos que antes de que la reunión pudiera comenzar, los conspiradores se apiñaron en torno al dictador. Lucio Tilio Címber, que había servido a las órdenes de César en el pasado, era el responsable de iniciar la acción y así lo hizo cuando le pidió que hiciera regresar del exilio a su hermano, que debía de haber sido un ferviente pompeyano. Los otros se apretujaron a su alrededor con el pretexto de implorar a César que le concediera lo que pedía, tocando y besando sus manos. Publio Servilio Casca dio la vuelta para situarse detrás de la silla de César que no se dejó conmover por los ruegos y refutó con calma sus argumentos. De pronto, Címber agarró la toga de César y tiró de ella, desnudando su hombro: era la señal acordada y Casca sacó su daga y le apuñaló, pero en su nerviosismo sólo logró arañar el hombro o el cuello del dictador. César se volvió y parece que dijo algo como: ¡Malvado Casca!, ¿Qué haces?, pues era sacrilegio portar armas dentro de las reuniones del Senado.
Cesar rechazo la agresión clavándole en un brazo el punzón que usaba para escribir y Casca, asustado, grito en griego ¡ Socorro hermanos ¡. Los otros conjurados se lanzaron entonces contra César propinándole innumerables estocadas y tajos; varios de ellos, incluido Bruto, resultaron heridos en el confuso tumulto que se originó. Cesar lucho hasta el final y no solo se defendió inicialmente de los ataques, sino que fue capaz de sacar un afilado estilete y herir a varios hombres, al menos a dos, incluido a Bruto, en un muslo. Cuando este le asestó una puñalada certera en la ingle, momento en el que se supone que pronunció el célebre, “tú también, hijo mío”, Cesar se cubrió la cabeza con su toga en la posición más decorosa posible y se desplomó, junto al pedestal de la estatua de Pompeyo. Existe la posibilidad de que la famosa frase de César fuera dirigida a Decimo Junio Bruto, ya que fue su lugarteniente en la Galia y uno de sus herederos y no a Marco Junio Bruto, ya que tal y como mencionamos anteriormente, no podía ser hijo suyo. Plutarco nos cuenta que no dijo nada, sino que se cubrió la cabeza con la toga tras ver a Bruto entre sus agresores. Pronunciará o no esta frase, se abandonó a su suerte y murió. Solo dos senadores de los presentes intentaron socorrer a Cesar, pero no pudieron abrirse paso hasta donde este se encontraba. El resto o bien estaban participando en el complot o bien se quedaron petrificados por el horror en sus escaños. 23 puñaladas acabaron con su vida. Allí permaneció durante horas, hasta que sus sirvientes lo llevaron a casa en una camilla. Según el reconocimiento del cadáver que hizo el medico Antistio, de las 23 puñaladas que recibió solamente una fue mortal, la segunda, que le entró por un costado, probablemente asestada por Decimo Junio Bruto
Con Cesar inmóvil en el suelo, el pánico se extendió por la curia y todos los senadores huyeron tan rápido como les fue posible. No era esta la recepción que esperaban los asesinos que, desaliñados, cubiertos de sangre y heridos por fuego amigo, salieron raudos hacia la seguridad del Capitolio. No deja de ser un guiñó irónico que César muriese a los pies de la estatua de Pompeyo, su rival por ser el primer hombre de Roma.
A pesar del éxito inicial, lo cierto y verdad es que la conjura había fracasado. Los conspiradores pensaban que, tras la muerte de Cesar, la situación se arreglaría por sí misma, como por ensalmo y no tenían previsto ningún plan de actuación. Además, habían dejado con vida a Antonio, quien tras unos momentos de incertidumbre inicial que le tuvieron convenientemente escondido durante todo el día, reapareció para proclamarse el heredero político de Cesar. Otro error que se suma a los anteriores, fue abandonar el cuerpo de Cesar en la curia, en lugar de arrojarlo al Tíber, como habían planeado. Esto proporcionará al pueblo la ocasión de rendirle homenaje y alimentará su ira por el magnicidio. Tampoco previeron las consecuencias de declarar ilegal la actuación de Cesar, pues eliminaron de un plumazo todos sus decretos, declarándose ilícitos a sí mismos (ya que los nombramientos que muchos de ellos habían recibido de manos de Cesar quedaron anulados) e invalidando los repartos de tierras que había efectuado el dictador, lo que provocará la indignación de los afectados. Marco Antonio intentó cubrirse las espaldas aboliendo la institución de la dictadura mientras que Cicerón se declaraba partidario de la legitimidad de los decretos de Cesar y exigía que sus funerales corrieran a cargo del Estado.
El cuerpo de César, recogido por sus esclavos, fue puesto en una camilla y llevado a la Domus Publica, donde residía como Pontifex Maximus y entregado a su esposa Calpurnia quien lo preparó para el ritual funerario: los criados lavaron el cuerpo y lo perfumaron con ungüentos, fue revestido de la toga praetexta, cubierta la cabeza y puesto en el lectus funebris entre las imágenes de sus antepasados. En los tres días siguientes las mujeres hicieron vela. Al día siguiente se dio a conocer su testamento por el que Octavio era nombrado su sucesor y heredero de gran parte de sus bienes. También dejó a cada ciudadano de Roma 300 sestercios y a la ciudad los Hortes, los grandes jardines que César tenía junto al Tíber. Mientras Lepido mantenía el orden en la ciudad, el Senado se reunió para decidir el futuro de Roma; la facción de los conspiradores, la oligarquía contraria a César, obtuvo la amnistía y los nombramientos de los principales conspiradores, Bruto y Casio, como gobernadores provinciales, para salir de la ciudad; como compensación, Marco Antonio pidió y obtuvo que ninguna ley o acto legal decidido por César fuese anulado y también fue reconocida su naturaleza divina con la proclamación como Divus Julius, el divino Julio.
Al día siguiente fue celebrado el funeral: el cortejo fúnebre salió de la Domus Publica entre gritos desgarradores de Calpurnia, el ataúd fue portado por magistrados, circundado por los patricios y plebeyos que habían desempeñado cargos bajo la administración de Cesar y seguido por una enorme multitud de ciudadanos y veteranos de sus legiones. Descendieron por la Vía Sacra hasta los Rostra, donde Marco Antonio pronunció su discurso funerario que enardeció los ánimos del pueblo allí congregado. Recordó todo lo que César había hecho por Roma y también lo que había dejado a todos romanos en su testamento, mostrando las dagas sangrientas de los conspiradores y la túnica ensangrentada de César.
Unos cuantos magistrados y exmagistrados se dispusieron a alzar la litera sobre la que estaba tendido el cuerpo, porque la intención era transportarlo hasta un lugar cercano a la tumba de su hija en el Campo de Marte e incinerarlo allí. Pero la airada muchedumbre no lo consintió: dos soldados lanzaron cirios en el catafalco donde se puso el cuerpo y después algunos veteranos de las legiones depositaron sus armas en el fuego.
Los asientos y bancos utilizados por los magistrados y los tribunales fueron despedazados y empleados para alimentar el fuego. Reinaba una atmósfera de histeria. Las joyas de las matronas y tras ellos, el pueblo de Roma alimentaría la pira funeraria con la madera de las tribunas dispuestas para la ceremonia y cuando esta se acabó, con todo tipo de muebles, partes de edificios, y toda clase de madera que encontraron a mano. Las tropas de Lepido tuvieron que emplearse a fondo para detener a la enfurecida multitud que con las brasas de la pila funeraria pretendían incendiar y arrasar las casas de Bruto y Casio. Paradójicamente, el leal seguidor del dictador Helvio Cinna fue asesinado ese día por la turba que le confundió con uno de los conspiradores, Cornelio Cinna. Las cenizas de César fueron recogidas y colocadas en un altar y adoradas como divinas en un templo consagrado en su honor desde entonces en el foro romano.
Los intereses de clase, la envidia, el encumbramiento desmesurado y el temor a que se proclamase rey constituían motivos suficientes para que los conspiradores tomaran el puñal. Algunos han querido ver en esta conjura un intento por reestablecer el orden republicano frente a los poderes dictatoriales de Cesar y contra sus posibles aspiraciones monárquicas. Pero esas virtudes cívicas, no son tan claras, a excepción de algún caso aislado, como posiblemente, el del Bruto. ¿Pretendían restaurar la republica del asfixiante poder de la aristocracia, ejercido por el Senado? Quizás pretendían algo más prosaico, tal vez, como recuperar sus privilegios de clase. Desde luego lo que no pretendían era liberar al pueblo del poder que Cesar les había arrebatado.
Pero tampoco Cesar era el paladín del pueblo, ni el defensor de los intereses de las clases menos favorecidas. Él se apoyaba en ellos únicamente en busca de su propio beneficio, le eran necesarios para lograr sus fines políticos y por ello, cuanto más los necesitaba, más los favorecía. Nada nuevo bajo el sol…. El asesinato de Cesar seria, en definitiva, el enfrentamiento de la antigua nobleza, dominadora hasta los inicios del siglo I a.C. con las nuevas clases sociales, sobre todo los caballeros, en cuyas manos se concentraba gran parte de la vida económica de Roma y del Imperio. Ser César en lugar de César era una tentación demasiado grande.
2.056 años después, en 2012 y gracias a un equipo hispano-italiano comandado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC) sabemos el punto exacto en el que fue asesinado Julio César. Augusto, su hijo adoptivo y sucesor señaló el lugar del asesinato mediante la colocación de una estructura de hormigón de tres metros de ancho por más de dos de alto. Actualmente, los restos de este edificio se localizan en el área arqueológica de Torre Argentina, en uno de los lugares más transitados del centro histórico de Roma. Las fuentes clásicas aluden a la clausura de la Curia, años después del asesinato, un lugar que pasaría a convertirse en una capilla-memorial.
El sobrino nieto de Julio César, Octavio, un jovenzuelo de 18 años, asumió el papel de hijo adoptivo del dictador y cambió su nombre por el de Cayo Julio César Octavio. Y aunque al principio combatió junto al Senado y varios de los conspiradores contra Antonio, no tardó en atraer a su bando a las legiones que todavía eran fieles a la memoria de Julio César. Octavio terminó uniéndose a Antonio y a Lépido, otro de los fieles de César, para formar el segundo Triunvirato y dar caza a los asesinos de los idus de marzo. En el plazo de tres años, prácticamente todos los conspiradores habían sido ajusticiados sin que pudieran disfrutar ni de la más leve sombra de la famosa clemencia del tirano al que tanto se habían afanado en criticar. Unas cuantas semanas después del asesinato, uno de los que aún eran fieles a César, concluyó con pesimismo que si César con ese talento, no había encontraba una salida, ¿Quién la va a encontrar ahora? Su muerte, lejos de restablecer el antiguo status quo senatorial avivó de nuevo la guerra civil en Roma y supuso el inicio de un nuevo régimen, el Principado.
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