La pequeña flotilla ateniense de veinte naves dejaba atrás ya la bahía de Falero, de donde habían zarpado minutos antes, en un día radiante de primavera del 498 a.C., rumbo a Mileto donde los rebeldes jonios se habían alzado contra sus señores persas. La aun joven democracia ateniense acudía en socorro de los jonios, en guerra contra el vasto imperio persa. Pero, ¿Quiénes eran estos jonios que habían resuelto alzarse en armas contra el mas grande y poderoso imperio conocido hasta la fecha?.
Desde finales del II milenio a.C., se había producido una corriente migratoria desde la península griega hacia las costas occidentales de anatolia, donde los griegos se afanaron en la fundación de numerosas colonias, ciudades que en los siglos posteriores alcanzarían una formidable eclosión cultural y económica. Y es que la zona era sumamente rica en recursos y muy fértil, mucho más que la Grecia continental, pobre y rocosa. Sumemos a esto el contacto con las poblaciones preexistentes de la zona y el trafico de caravanas con Oriente, que estimularon enormemente el florecimiento y el crecimiento comercial. Con ellos, la población se desarrollo rápidamente floreciendo así gran cantidad de ciudades por toda Jonia. Alguna de ellas, como Mileto, desarrolló después a su vez una importante actividad colonizadora en el Mar Negro, mientras que otras, como Samos o Focea, buscaron nuevos recursos en el Mediterráneo Occidental, incluyendo la Península Ibérica.
Pero el siglo VII a.C había sido una época conflictiva para toda la Grecia del Este y en especial, para Jonia; primero, las incursiones de los cimerios y, más adelante, el dominio lidio, llevado a cabo por la dinastía de los Mérmnadas. A partir del primero de sus reyes, Giges (687-652 a.C), los lidios empezaron a dejar sentir su fuerza sobre las ciudades griegas, atacando algunas (Colofón, Esmirna), estableciendo alianzas con otras (Éfeso, Mileto) y sometiendo al pago de tributos al resto. Sin embargo, las ciudades de la Grecia del Este, a lo largo de los más de cien años de relaciones con los lidios, habían llegado a un modus vivendi con ellos. Esta dinámica proseguiría con sus sucesores hasta el último de los reyes de la dinastía, Creso (560-546 a.C).
Aunque Creso rey de Lidia, amigo de Solón, se había anexionado varias islas griegas de la Jonia, era favorable a los griegos, de los que había absorbido su cultura. Tanto que precisamente esto fue su equivocación pues ocupado y preocupado como estaba solamente por ellos, no se fijó en la Persia que crecía a sus espaldas y cuando se dio cuenta del peligro, ya era demasiado tarde.
Hacia el año 559 a.C, Ciro II hereda de su padre el trono de Anshan, al este de la Susiana, en el corazón del Irán y unos años después, hacia 550 a.C, quizás algo antes, encabeza una rebelión de numerosas tribus iranias contra el rey de los medos, Astiages. Esto convierte a Ciro, fundador del Imperio Persa aqueménida, en dueño y señor de Asia y uno de los primeros movimientos del nuevo rey será dirigir a su ejército hacia Lidia, puesto que Creso había sido un firme aliado de Astiages, del que además era cuñado. Así venían dadas cuando Creso fue a Delfos para consultar al oráculo y este le contestó que, si lograba atravesar con sus tropas el río Halis, destruiría un poderoso Imperio. Así que Creso decide cruzar el Halis y enfrentarse a Ciro en Capadocia, aunque sin un resultado concluyente por lo que opta por regresar a su capital, Sardes, para reunir a sus aliados y retomar la iniciativa al año siguiente. Pero Ciro aprovecha esa retirada para desarrollar una campaña relámpago y presentarse ante Sardes, algo que supondrá una sorpresa total para los lidios, primero y su parálisis total como resultado de esta sorpresa, después. Derrotado el ejército lidio ante la propia Sardes, Ciro iniciará un breve asedio de trece días, tras los cuales caerá la ciudad, abandonada al saqueo. El destino de Creso no es del todo seguro, pues algunas tradiciones dicen que fue mandado quemar vivo por Ciro, mientras que otras aseguran que el rey persa le perdonó la vida. Pero la profecía se había cumplido: Creso atravesó el río Halys, presentó batalla y destruyó un poderoso Imperio: el suyo.
La fulminante conquista de Sardes y la captura de Creso hacia el 546 a.C. cayeron como un jarro de agua fría sobre los acongojados jonios, que habían servido a las órdenes de Creso y habían rechazado el acuerdo previo con Ciro; excepto los milesios, que quizá estaban más descontentos con Creso o, simplemente, habían preferido arriesgarse firmado un acuerdo preferente con los persas, que los mantendría al margen de lo que iba a suceder a continuación. Y es que los jonios eran conscientes de que su decisión implicaba la guerra contra los nuevos amos por lo que, para hacer frente a esa situación tomaron varias medidas, que iban a revelarse claramente ineficaces. Reunidos para tomar una postura conjuntas en un santuario común, el Panjonio, en el que rendían culto a Poseidón Heliconio y que era la sede de una confederación de doce ciudades, los jonios sólo se lograron poner de acuerdo en solicitar ayuda a Esparta, que rechazará apoyarlos aunque se permitirá amenazar a un sorprendido Ciro, que no había oído hablar en su vida de ese villorrio de rústicos malencarados, en caso de que ataque a las ciudades griegas. A pesar de que las reuniones en el Panjonio fueron muchas y de que en ellas se hablaba más de huir que de resistir, no plantearon ninguna defensa común más allá de esto por lo que cada cual se debería defender por sus propios medios.
En 540 a.C. el general persa Harpago pondrá sitio a las ciudades griegas, empezando por Focea, que ira conquistando una tras otra; aunque las ciudades resistieron, no tenían ninguna oportunidad ante la maquinaria de guerra persa, por lo que todas acabaran cayendo. En algunos casos como en Focea o en Teos parte de sus habitantes abandonaron la ciudad para no caer en manos persas y es posible que lo mismo haya ocurrido en otras ciudades; ante el temor persa, por fin, las ciudades de las islas también se rendirían. Además de un tributo y del establecimiento de guarniciones persas, éstos impusieron a los griegos el servicio militar en su ejército y así, poco tiempo después de la conquista ya vemos a tropas griegas combatiendo del lado persa dentro de la política expansionista del imperio. Jonia o la Grecia del Este, quedaba integrada así en el sistema de gobierno persa, que dividía su territorio en grandes regiones llamadas satrapías, que alcanzaron su madurez durante el reinado de Darío (521-486 a.C.) y que tenían un marcado carácter impositivo. Los griegos quedaron integrados en la satrapía de Lidia, con capital en Sardes y en la satrapía de Frigia Helespontixna, con capital en Dascilio. El rey Darío prosiguió su política de conquistas, cayendo también Samos en su poder. Pero Darío dará un paso más con respecto a sus predecesores traspasando los límites de Asia para pasar a Europa y en una de sus expediciones a los territorios tracios y escitas la flota que, en su totalidad estaba compuesta de naves griegas, desempeñará un papel fundamental.
El Danubio se convertirá en el límite de la expansión persa en esa región y así el imperio persa se hará con el control de la Tracia egea y de Macedonia desde el 514 a.C. sin que los griegos apenas opusiesen resistencia y gobernados como estaban por tiranos impuestos por los persas, había pocas posibilidades, en apariencia, de que lo hicieran. Así pues, los griegos del Asia Menor mantuvieron unas condiciones similares a las que tenían bajo el dominio lidios (pago de impuestos, servicio militar en el ejercito imperial y reconocimiento de su autoridad). Para el sometimiento de las ciudades jonias, los persas exigían el acatamiento de un poder autocrático, valiéndose de ciudadanos griegos de su confianza que gobernaban cada una de esas ciudades como tiranos. No se trataba de un rey, pues no había heredado su cargo ni, por ende, tenía ningún derecho legal o sagrado a él. La palabra griega que lo designaba era tyrannos, que se ha convertido en nuestra voz «tirano», equivalente a lo que hoy llamaríamos un dictador. Aunque para nosotros tiene un carácter negativo, equivalente a un gobernante cruel, para los griegos solo designaba a un gobernante que no había heredado el poder y a menudo se trataba de gobernantes muy capaces, queridos por sus conciudadanos, que daban paz y prosperidad a sus ciudades.
Darío I, sucesor de Ciro, gobernó las ciudades griegas con tacto y procurando ser tolerante. Pero, como habían hecho sus antecesores, siguió la estrategia de dividir y vencer, apoyando el desarrollo comercial de los fenicios, que formaban parte de su imperio desde antes, y que eran rivales tradicionales de los griegos. Así las rutas comerciales entre el Imperio y el mediterráneo fueron desviadas a los puertos fenicios, lo que causó un profundo malestar entre los griegos. Todos estos motivos se traducirán en una creciente hostilidad hacia el poder persa. En realidad, la situación no era mucho peor de lo que había sido bajo el dominio lidio, pero la capital lidia estaba muy próxima y sus monarcas, habían sido prácticamente griegos. Los monarcas persas, sin embargo, tenían su corte en la lejana Susa y sus distantes reyes no sabían nada de los griegos y estaban fuera de su influencia. Además, habían adoptado los hábitos autocráticos de los monarcas asirios y caldeos, que los habían precedido, algo que incomodaba en grado sumo a sus nuevos súbditos griegos.
Si bien la situación descrita preparó el terreno para una sublevación de los demócratas jonios para terminar con el sometimiento de las ciudades griegas al Imperio y a los tiranos que las gobernaban, las propias fuentes griegas antiguas son bastante criticas con los jonios, presentando la sublevación como una «locura» debida a una serie de intrigas personales ligadas a dos gobernantes de Mileto: Histieo y Aristágoras. Histieo, tirano de Mileto, era uno de los aliados del Gran Rey en Jonia. Tras participar en la campaña persa en Escitia, Darío lo nombrará consejero y lo trasladará a Susa, quedando entonces como regente en Mileto Aristágoras, primo y yerno de Histieo. Con su traslado a Susa, Darío quería evitar que pudiese crear problemas en Jonia, pero Histieo los creará de igual forma desde Susa, bajo las mismísimas barbas del Gran Rey. No veía el momento de regresar a Mileto, y para ello instigó la rebelión. Para poder ponerse en contacto con Aristágoras, ideo un ingenioso plan. Susa y Mileto distaban entre si 2.400 km. Una gran calzada unía Susa con Sardes, la gran capital persa del Asia Menor. Enviar un mensajero por rutas alternativas despertaría sospechas, mientras que esta calzada contaba con controles a intervalos regulares. Puestos de guardia donde se controlaba a los viajeros. Para burlar esta vigilancia, Histieo afeito la cabeza de uno de sus esclavos, tatuó en ella un mensaje y dejó que el pelo volviese a crecer de nuevo. Entonces lo envió a Mileto con orden de que le pidiese a Aristágoras que le afeitase el pelo y mirase en su cabeza. Aristágoras pudo leer entonces: » Histieo a Aristágoras: subleva Jonia».
En el 499 a.C. y por motivos aparentemente banales, se inició un amplio movimiento de resistencia que iba a tener en jaque durante casi cinco años a los persas pero que puede verse, asimismo, como preludio de la primera gran campaña persa contra la Grecia europea. Aristágoras, consigue apoyo militar del sátrapa de Sardes, Artafernes, para conquistar e incorporar al domino persa la isla de Naxos y otras islas del Egeo, con vistas al dominio del mar y mirando ya al continente griego. En realidad se trataba de un pretexto para reunir la flota griega; pero Artafernes había informado al Gran Rey y los persas decidieron intervenir en la expedición, por lo que la campaña ya no tenia sentido para Aristágoras y las naves regresaron a sus bases en el año 500 a.C. Obligado a entonces a rendir cuentas a los persas, Aristágoras modificara la tradicional política de Mileto a favor de Persia, tramando una gran conspiración en coordinación con Histieo, quien, como hemos visto, desde Susa le había ordenado sublevarse para así poder volver a Jonia.
Asistágoras había caído en desgracia para sus amos persas y tenia mas que fundadas posibilidades de encontrarse en serios problemas con ellos, por lo que una manera de evitarlo era encabezar una revuelta y quizá acabar como amo de una Jonia independiente. Eso debió de pensar Aristágoras ya que abandonando su tiranía y buscando apoyos entre la aristocracia milesia, consiguió también atraerse a su bando a la flota, en su mayoría griega, que los persas habían puesto a su disposición. Haciendo gala de grandes dosis de demagogia, declaró abolidas las tiranías en toda la Grecia del Este al tiempo que consiguió revitalizar la Liga Jonia como instrumento político y militar. Las ciudades jónicas respondieron prontamente a la incitación de Aristágoras y expulsaron a sus tiranos, juzgándolos títeres de los persas. La Liga Jonia acordará derrocar a todos los tiranos de las diferentes ciudades jonias y acuñar moneda empleando para ello la plata del santuario de Apolo en Dídima, muy próximo a Mileto. Acto seguido, a comienzos del 499 a.C., parte hacia Grecia para buscar aliados para su rebelión al otro lado del Egeo. Aunque obviamente recorrería varias de las principales ciudades, la historiografía antigua solo nos informa de su visita a Atenas y a Esparta.
La primera parada de Aristágoras fue Esparta, la mayor potencia militar de Grecia en ese momento. Esta no era propensa a embarcarse en aventuras militares fuera de sus fronteras, debido al peligro siempre latente de una sublevación en Mesenia. Además, los problemas fronterizos con Argos eran constantes y su ejército, casi exclusivamente terrestre, carecía de experiencia en campañas fuera del Peloponeso. El rey Cleómenes I se negó en redondo, tras enterarse de que había una distancia por tierra, desde la costa, equivalente a tres meses de marcha hasta la capital persa; ningún ejercito espartano iba a alejarse tanto de su patria. Tampoco acepto el soborno del milesio, por lo que Aristágoras partió hacia Atenas, donde el régimen democrático había sido instaurado unos pocos años antes, en el 508 a.C. Intervino ante la asamblea popular y los atenienses decidieron enviar veinte trirremes en su apoyo. Las ciudades del Egeo eran casi todas colonias jonias, ósea fundadas y pobladas por gentes del Ática. Y ahora, democracias, como Atenas. Además, Aristágoras era un gran orador: cualidad que para los atenienses era muy apreciada. De todos modos, lo mas seguro es que tampoco tuvieran una idea ni tan siquiera aproximada de la importancia histórica para su propia ciudad que entrañaba la decisión de atajarle el paso a Darío.
Ciertamente, 20 puede parecernos un numero no muy elevado, mas bien modesto, pero en el 499 a.C. Atenas aun no era la potencia naval que llegaría a ser unos años mas tarde. Y al igual que le sucedía a Esparta, Atenas también tenia sus propios problemas domésticos: la tensión con la isla de Egina era permanente por lo que enviar más buques les hubiese resultado muy peligroso para ellos. Y en Atenas aun quedaban partidarios de la tiranía, que no veían con buenos ojos el apoyo a los rebeldes jonios. Otra ciudad que decidió ayudarlos fue Eretria, en la isla de Eubea, que aportará cinco trirremes. En esos momentos tanto Atenas como Eretria son potencias emergentes, la primera desde una perspectiva terrestre y la segunda como la dueña de la mayor flota de la Grecia continental.
Con este escaso apoyo, los jonios se lanzaron a la ofensiva. Su objetivo era alzar a las ciudades de Caria y del Helesponto, en la esperanza de que los persas se avendrían a una paz negociada ante una revuelta de tal magnitud. Organizaron una maniobra destinada a que los persas debieran concentrar sus fuerzas en Tracia y Lidia, repatriando para ello a un pueblo tracio que los persas habían deportado a Asia Menor años atrás. Esto obligará al sátrapa de Sardes a enviar el grueso de sus fuerzas en su persecución, ocasión que aprovecharon los jonios para marchar sobre la misma Sardes que será tomada, a excepción de la acrópolis en donde se refugia el sátrapa Artafernes, en el verano del 498 a.C. Mientras estaban en Sardes, algunos atenienses y eretrios prendieron fuego accidentalmente a un templo; cuando el rey Darío tuvo noticia de ello, nos cuenta Heródoto, juró vengarse y dio instrucciones a un esclavo para que le recordara tres veces al día: «¡Señor, no os olvidéis de los atenienses!». Y ciertamente, no lo hizo. Un incendio accidental que arrasó la ciudad impedirá a los jonios su saqueo. Ese fue el pretexto que los persas utilizaron para justificar su política de destrucción de los templos de Grecia durante la Segunda Guerra Médica.
Pero la respuesta persa no se iba a hacer esperar. Tras la caída de Sardes, cuando el ejército griego retornaba a la costa jónica, se encontró con fuerzas persas que lo esperaban. Los jonios fueron derrotados sin miramientos cerca de Éfeso, y los atenienses decidieron convenientemente que ésa no era su guerra, a fin de cuentas, y se volvieron a su patria. Pero el daño estaba hecho y los atenienses iban a pagar muy caras las consecuencias. Sin embargo, la arriesgada expedición jonia sobre Sardes y su desenlace, convertido en un éxito por la propaganda jonia, provocará que la rebelión se extienda por otros lugares: todas las ciudades griegas de Asia Menor, Chipre y Tracia. Además, el dominio naval estaba en manos jonias, lo que debió de facilitar sin duda las adhesiones a la causa. El ateniense Milcíades, tirano del Quersoneso que hasta entonces había estado colaborando con los persas, se levantó en armas y arrebató a los persas el control de las islas de Lemmos e Imbros. Las ciudades del Helesponto y buena parte de las de Caria y la isla de Chipre, se unirán también a la insurrección por lo que en el verano del 498. a.C., todo el Asia Menor se había sacudido del yugo persa aqueménida y los jonios, eran optimistas respecto al resultado de su rebelión.
Los persas, entre tanto, hacían sus propios planes. El Imperio contraataca. Su reacción se deja sentir con fuerza, primero, en Chipre, donde se lanzaron entonces a recuperar el control para proteger sus bases navales de Cilicia y Sirio-fenicias y de paso, tener el campo abierto para atacar la costa Jonia. Una fuerza persa desembarcará en la isla sometiendo a las ciudades que se habían unido a la rebelión. Hacia el año 497 a.C., en la llanura de Salamina se libró una batalla terrestre entre los griegos de Chipre y los persas, mientras que en el mar las naves griegas se enfrentaban a las fenicias; la victoria en el mar fue de los jonios pero por tierra, y merced a varias deserciones, se impusieron los persas. Chipre se había perdido para la causa y los jonios debieron regresar a sus bases.
Entre ese mismo año y el siguiente los persas enviaran varios ejércitos para presionar y empujar a los griegos hasta sus ciudades costeras, cortándoles la comunicación con el interior y dificultando sus relaciones terrestres. La táctica persa, apoyada en su indudable superioridad terrestre y en su mayor práctica en asediar y tomar ciudades al asalto, conseguirá importantes éxitos. Con el cambio de tornas, ante la desfavorable marcha de la guerra, Aristágoras decide abandonar el escenario jonio y marcha a Mircino, en Tracia, donde poco después morirá en un enfrentamiento con los tracios. Para complicar aun mas la situación, en el año 496 a.C., Histieo, que había sido tirano en Mileto antes de haber sido forzado por Darío a residir en Susa, a la vez que el principal instigador de la revuelta, obtiene permiso para regresar a Jonia e intentar parar la revuelta; su llegada a Sardes levanta sospechas en el sátrapa Artafernes, por lo que Histieo decide huir e intenta incorporarse a la revuelta, pero los milesios no se le permiten. Histieo, con unas cuantas naves mitilenias, se refugia en Bizancio desde donde actuará como pirata frente a aquellos jonios que no se pongan de su lado.
Los persas, mientras tanto, han ido acabando metódicamente con la resistencia de una gran mayoría de las ciudades sublevadas y deciden, hacia 495 a.C., concentrar sus esfuerzos contra Mileto como principal instigadora de la rebelión; a tal fin concentran contra ella a todos sus ejércitos y la flota compuesta sobre todo por naves fenicias, pero también ahora por chipriotas, cilicios y egipcios. La Liga Jonia decidirá evitar el enfrentamiento por tierra, donde presentaba una inferioridad manifiesta, pero forzar el combate naval, por lo que al año siguiente, 494 a.C., concentra su flota en el islote de Lade, que se hallaba frente a Mileto, donde se congregan trirremes griegos de Lesbos, Priene, Miunte, Teos, Quíos, Eritras, Focea y Samos, además de los propios milesios. El total de la flota griega alcanzaba la nada desdeñable cifra de trescientos cincuenta y tres trirremes, frente a la flota imperial, que ascendía a unas seiscientas naves. Paralelos a sus preparativos militares, los persas trataban de debilitar la solidez de la coalición griega intentando convencer a los combatientes de que se rindiesen, prometiéndoles que no sufrirán represalias. Seguramente, correría abundantemente también el oro persa, su arma mas efectiva.
Mientras tanto, el duro adiestramiento a que obliga a los griegos el almirante de la flota, Dionisio de Focea, minaba la moral de los jonios lo que a su vez, facilita la labor de los colaboracionistas persas. De esta manera, cuando a principios del verano de 494 a.C se reinician las hostilidades, una parte de los jonios, encabezados por los samios, ya han decidido desertar convencidos por su tirano anteriormente exiliado, llamado Éaces, aunque sin que el resto de los aliados lo sospechen si quiera. Cuando la flota jonia se encontraba desplegada frente al enemigo, los samios emprendieron la huida, aunque algunas naves se quedaron valientemente en sus posiciones, desobedeciendo las órdenes de sus superiores; las restantes, unas 50, huyeron de la batalla rumbo a su isla. Los lesbios tomaron la misma decisión que los samios y desertaron de la batalla con sus 70 naves, pues pensaron seguramente que la batalla ya estaba perdida, lo que provocó el pánico en las filas griegas; buena parte de sus contingentes se dieron también a la fuga. Solo permanecieron en el combate los de Quíos con sus cien naves y, por supuesto, los milesios con sus ochenta barcos así como otros aliados. La huida de casi la mitad de la flota les puso las cosas muy difíciles a los rebeldes y aunque los navíos griegos lucharon valientemente, su derrota fue total, ya que no tenían ninguna posibilidad ante la flota imperial. El almirante Dionisio de Focea logró sobrevivir a la batalla y capturó por lo menos tres barcos persas con sus tres trirremes. Sin demora se dirigió hasta las desprotegidas costas de Fenicia y hundió unos cuantos barcos, causando terror entre los habitantes de los puertos fenicios. Posteriormente se dedicó algún tiempo a la piratería contra barcos cartagineses. La derrota en la batalla naval de Lade (494 a.C) significaba la perdición absoluta para los rebeldes, sobre todo, para Mileto, que privada del control del mar, sólo podía esperar ya a ser sitiada y rendida por los persas.
En el otoño de 494 a.C., los persas, empleando todos los recursos poliorcéticos en los que eran maestros, asaltaron y tomaron Mileto, dieron muerte a la mayor parte de los hombres, esclavizaron a las mujeres y a los niños y a los supervivientes los trasladaron a las orillas del Golfo Pérsico donde los asentaron. Destruyeron además el santuario de Apolo en Dídima que había sido uno de los principales lugares venerados por los milesios y cuyo oráculo había marcado la pauta de buena parte de la política exterior de la ciudad. La conmoción por la brutalidad persa aterró e indignó por igual a todos los griegos. Al año siguiente, 493 a.C, los persas acabaron de reconquistar al resto de las ciudades rebeldes, al tiempo que reforzaban su autoridad en los accesos al Mar Negro. Jonia estaba perdida totalmente y los jefes griegos trataron de congraciarse con los persas. Sálvese quien pueda. La flota fenicia se puso en marcha desde Mileto y empezó una campaña de conquista en las islas griegas. Histieo trató de organizar la defensa de las islas bloqueando algunos avances persas, pero al enterarse de la inminente llegada de la flota fenicia optó por retirarse, siendo capturado en las tierras de Atarneo por un destacamento persa al mando de Harpago.
Una vez pacificadas las ciudades griegas de Asia el imperio Aqueménida podría disponer de nuevo de sus recursos militares, tanto de fuerzas terrestres como, mucho más importante para Darío, de sus importantes recursos navales. En los años siguientes los persas iniciarán un camino que los conducirá hasta la llanura de Maratón a finales del verano de 490 a. C. Darío se cobraría cumplida venganza con los eretrios; y es que a los persas les interesaba jugar la carta de la venganza que, además, siempre resulta un motivo mas aceptable para justificar un ataque: después de cruzar el Egeo, en el año 490 a.C., su primera parada fue Eretria, devolviéndoles así su visita de unos años antes a Sardes. Las tropas persas incendiaron los templos, saquearon la ciudad a conciencia y esclavizaron a todos sus habitantes. También de los atenienses; tras arrasar Eretria, sus tropas desembarcaron en Maratón, en el nordeste del Ática. Nadie podía predecir la victoria de Atenas, asistida por Platea y los persas deberán esperar hasta el 480 a.C, cuando Jerjes, hijo y heredero de Darío, arrasará, después de su saqueo, la propia Atenas.
La derrota de los jonios significó, además de una nueva oleada migratoria, esta vez hacia Grecia de aquellos que huían de la represión persa, el final de la independencia política de la Grecia del Este. Aunque los persas tomaron algunas medidas económicas y políticas para evitar en lo futuro otra revuelta similar, la derrota de Lade y el terrible destino de Mileto marcaron el brusco final de una de las regiones que con más brillantez habían destacado durante el período Arcaico. Los persas entraron en Mileto y la incendiaron, pero trataron a las otras ciudades griegas con relativa clemencia. El poder y la prosperidad de Mileto fueron destruidos para siempre y la ciudad nunca volvió a recuperar su antigua posición.
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