Entre 1936 y 1945 al menos 3.000 prisioneros de guerra, principalmente chinos aunque también coreanos y rusos fueron contagiados de cólera, disentería, ántrax y tifus por el ejército japonés en una base militar secreta, para luego estudiae y registrar sus reacciones y cuerpos con el fin de desarrollar armas biológicas y químicas de destrucción masiva. La instalación, conocida como la Unidad 731, estaba situada en la ciudad de Harbin ( en el distrito de Pingfang ) en el norte de China, en ese entonces invadida por las tropas imperiales japonesas y se hacía pasar por un departamento científico y de purificación de aguas, pero en realidad era el brazo más importante del programa biológico del ejército imperial japonés: el Laboratorio de Investigación y Prevención Epidémica.
En 1932, el Chūjō (Teniente General) Shirō Ishii fue puesto al mando del Laboratorio de Investigación del Ejército sobre Prevención Epidémica. Él y sus hombres construyeron el campo de prisioneros Zhong Ma (cuyo edificio principal fue conocido a nivel local como la Fortaleza Zhongma), una prisión experimental ubicada en el poblado Bei-inho, a 100 km al sur de Harbin donde Ishii organizó un grupo secreto de investigación, la «Unidad Tōgō», para la coordinación de estudios químicos y biológicos. Una fuga de prisioneros en 1934 y una explosión en 1935 debida a un presunto ataque, obligaron a Ishii a suspender las operaciones de la Fortaleza Zhongma y trasladarse a Pingfang, aproximadamente a 24 km al sur de Harbin, para instalar un complejo nuevo, de mayores dimensiones. Posteriormente esta unidad fue incorporada al Ejército de Kwantung como el Departamento de Prevención Epidémica, pero será dividida simultáneamente en la «Unidad Ishi» y la «Unidad Wakamatsu», con un comando central en Hsinking. A partir de 1941, todas estas unidades fueron conocidas colectivamente como el Departamento de Prevención Epidémica y Purificación de Agua del Ejército de Kwantung o Escuadrón 731 como sobrenombre. Contaron con el respaldo de los Cuerpos Imperiales de la Juventud, la Universidad de Investigaciones Japonesa y el Kempeitai.
La unidad 731, disfrazada de planta de purificación de agua, estaba constituida por un centenar de edificios, repartidos en seis kilómetros cuadrados, en los que trabajaban médicos y soldados japoneses integrados en ocho divisiones:
- División 1: efectuaba investigaciones sobre peste bubónica, cólera, carbunco y tuberculosis, empleando seres humanos. Para tal fin, se construyó una prisión con capacidad para trescientos o cuatrocientos prisioneros.
- División 2: se ocupaba de probar las armas biológicas, centrándose en el diseño y manufactura de aparatos para extender agentes patógenos y parásitos.
- División 3: se ocupaba de producir proyectiles cargados con agentes patógenos. Estaba acantonada en Harbin.
- División 4: producía diversos materiales para los experimentos.
- División 5: entrenaba a los nuevos integrantes del personal.
- Divisiones 6, 7 y 8: unidades de pertrechos, médica y administrativa, respectivamente.
El complejo contenía en su interior varias fábricas. Allí habían alrededor de cuatro mil quinientos recipientes que se utilizaban para criar a las pulgas, seis calderas gigantes para producir diversas sustancias químicas y alrededor de mil ochocientos contenedores para producir agentes biológicos. Aproximadamente 30 kg del bacilo de la peste bubónica se podían producir en varios días. Toneladas de estas armas biológicas (y algunas químicas) fueron almacenadas en varios lugares del noreste de China durante el transcurso de la guerra.
En esta especie de Auschwitz instalado en el corazón de Manchuria se investigó el uso de patógenos como bioarmas y se realizaron pruebas médicas con cobayas humanas. Infectar prisioneros con enfermedades, amputarles sin anestesia o cambiarles de sitio órganos del cuerpo eran algunas de las atrocidades que se cometian a diario en esta unidad. Peron no solo expirementaron con prisioneros de guerra, sino que también incluyeron a hombres, mujeres, embarazadas, niños, bebés y ancianos. A los prisioneros se les conocía como «marutas» o maderos en japonés, porque los laboratorios estaban camuflados como aserraderos.
Aunque sus aliados alemanes realizaron crueles experimentos científicos, los nipones no se quedaron atrás y el horror en su bando tiene un nombre: Shirō Ishii. Hay quien lo llama el Mengele japonés y es incluso posible esta comparación con el «ángel de la muerte» nazi se quede corta. Tras estudiar en la Universidad Imperial de Kyoto viajó a Europa para interesarse por los efectos de las armas químicas empleadas en la Primera Guerra Mundial. Con esos conocimientos y ya en el Ejército Imperial Japonés, en 1932 lo pusieron al mando de un laboratorio de «Prevención Epidémica», nombre eufemístico para un proyecto secreto de investigación y desarrollo de armas biológicas que más tarde daría paso al llamado Escuadrón 731. Como sede del Escuarón 731, Ishii levantó un complejo con aeródromo, línea férrea, barracones, calabozos, laboratorios, quirófanos y crematorio, cine, bar y hasta un templo Shinto. «La misión divina de un doctor es bloquear y tratar las enfermedades«, dijo a sus empleados, «pero el trabajo en el que nos vamos a embarcar es lo opuesto«.Y hablaba muy en serio. Desde el Escuadrón y bajo la dirección de Ishii, se coordinaba el trabajo de media docena de subunidades similares por todo el sudeste asiático ocupado por el Japón. Cada una tenía su especialización: el estudio de la peste, la fabricación de bacterias de tifus, cólera o disentería; experimentos para ver cómo respondían los humanos a la privación de alimentos y agua…
Ishii inyectó en los involuntarios pacientes todo tipo de virus y bacterias para provocarles peste bubónica, cólera, fiebre tifoidea, tuberculosis, sífilis, gonorrea, disentería, viruela… A las víctimas les decían que las inyecciones eran vacunas. Algunos fueron obligados a inhalar gases nocivos; a otros se los abandonaba en el duro invierno del noreste chino para explorar el proceso de congelación de la carne.
Querían explorar los límites de la resistencia humana, asi que amputaron brazos y piernas sin anestesia, congelaron y descongelaron miembros, sometieron a los sujetos a dosis letales de rayos X, los quemaron con lanzallamas, fueron expuestos a gases, los deshidrataron hasta la muerte y les inyectaron sangre de animales entre otras indescriptibles barbaridades. En un caso extirparon un estómago y unieron directamente el esófago al intestino. Para que los cirujanos militares japoneses se adiestraran en la extracción de balas, disparaban directamente a los prisioneros para que sirviesen despúes para practicar. Para ver el efecto de la metralla los ataban a postes fijos y hacían estallar granadas a diferentes distancias. También se quiso saber cuánta sangre era capaz de perder un prisionero con un miembro amputado. No pocos acabaron con el cerebro, los pulmones o el hígado extraídos, y a algunos se les inyectó orina de caballo en el hígado, entre los miles de casos dificílmente justificables como exprimentos médicos.
A partir de 1942 el Escuadrón 731 llevó la guerra biológica a las ciudades chinas. Aviones, volando bajo, lanzaban pulgas infectadas con la bacteria que causa la peste. Además, contaminaron aguas y cultivos y ofrecieron comida envenenada a civiles que vivían en la pobreza. La unidad 731 era capaz de producir grandes cantidades de ántrax y bacterias causantes de la peste bubónica; la operación «Cerezos en flor por la noche», planeaba emplear a mediados de 1945 ataques kamikaze sobre la costa de California con bombas cargadas de esta bacteria. El ataque atómico lanzado por EEUU sobre Hiroshima y Nagasaki interrumpió el plan.
En total se calcula que unas 12.000 personas fueron utilizadas en los sádicos experimentos de Ishii, aunque de ha estimado que que las víctimas totales pudieron rondar las 200.000, cifra que algunas fuentes elevan hasta las 580.000. personas, pero es imposible cuantificar las muertes totales que causaron las epidemias que provocó.
Tras la rendición de 1945, las autoridades japonesas, que habían alabado y premiado el trabajo de Shirō Ishii y la Unidad 731, destruyeron el campo de exterminio y procuraron borrar las huellas de las atrocidades cometidas no sin antes ejecutar a los últimos prisioneros y soltar ratas y pulgas infectadas, de manera que en los siguientes años miles de personas murieron en la zona por peste y otras enfermedades. Ishii ordenó a sus subordinados «llevarse el secreto a la tumba» y durante la huida a Japón, se les entregó cianuro de potasio para poder suicidarse en caso de ser capturados por las tropas aliadas. Finalizada la guerra, Estados Unidos pasó a tener control de los archivos militares durante nueve años. Por entonces no se dieron a conocer detalles de la Unidad 731; ni los militares ni los científicos que trabajaban allí fueron juzgados en Japón.
El mismo Ishii pensó que sería juzgado por los americanos por crímenes de guerra, así que antes de dejarse atrapar fingió su propia muerte y huyó, pero finalmente fue encontrado en 1946. Pero los Estados Unidos ya estaban más preocupados por la incipiente Guerra Fría que por hacer justicia, así que ofrecieron inmunidad al criminal y a su equipo de investigación a cambio de que desvelase los detalles de sus experimentos. De esta manera, la actividad de la Unidad 731 se mantuvo en secreto debido a que EE.UU. otorgó inmunidad de enjuiciamiento por crímenes de guerra a los médicos a cambio de la información científica recolectada en el programa. Douglas MacArthur, comandante supremo de las fuerzas aliadas y encargado de la reconstrucción de Japón tras la contienda, concedió inmunidad a los médicos a cambio de los resultados de su investigación. Los tribunales de guerra de Tokio nunca juzgaron estos hechos y sólo la URSS procesó a una docena de implicados en el proceso de Jabarovsk, en 1949. De esta manera ni Ishii, que murió en 1959 a la edad de 67 años por un cáncer de garganta, ni sus colaboradores pagaron nunca por las atrocidades cometidas. En los juicios de Tokio se alegó que no había pruebas y la opinión pública mundial no supo nada hasta que en la década de 1980 apareció esta historia en los medios de comunicación. La mayoría de personal del Escuadrón regresó a salvo a Japón, donde muchos se convirtieron en reconocidos políticos, médicos y hasta representantes del Comité Olímpico Japonés. Sólo unos pocos se arrepintieron de sus actos al final de sus vidas.
Décadas después, comenzaron a surgir escalofriantes testimonios que arrojaron luces sobre las labores del temido escuadrón y revelaron un oscuro capítulo de la historia de Japón. En 2001 un documental japonés con entrevistas a veteranos de guerra volvió a poner sobre la mesa el controvertido asunto del Escuadrón 731 que las autoridades niponas nunca han reconocido oficialmente.
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