Catalina la Grande fue emperatriz de 1762 a 1796 y la última mujer en gobernar Rusia. Era una mujer inteligente, sofisticada, con visión de futuro y muy influenciada por el clima intelectual de la Ilustración. Transformó Rusia expandiendo su imperio a través de una serie de guerras y alianzas estratégicas, anexionando Crimea y aumentando drásticamente el tamaño de los territorios de Rusia y también su capacidad para ser una fuerza militar y naval influyente en el escenario mundial. Cuando falleció el 17 de noviembre de 1796, su país se había convertido en una gran potencia europea y mundial que marcaría la historia posterior.
La emperatriz Isabel I había logrado una precaria estabilidad al derrocar al zar Juan VI, un bebé que apenas caminaba al que aisló en una celda y que creció sin contacto humano con nadie que no fueran sus guardias. Isabel se dedicó a preparar el trono para su sobrino, el futuro Pedro III, prusiano que no ocultaba su desprecio hacia los rusos. En busca de la ansiada descendencia, le casó con una oscura princesa también alemana, Sofía de Anhalt-Zerbst. Pero, al contrario que su marido, ella no dudó en mostrar un gran fervor por lo ruso, aprendió el idioma rápidamente y se convirtió sin problemas a la religión ortodoxa adoptando el muy eslavo nombre de Ekaterina, Catalina. Se empapó de la lengua, la historia y las costumbres de su nuevo país, hasta el punto de contraer una grave neumonía por levantarse descalza a estudiar por las noches, un incidente que le granjeó una enorme popularidad entre sus futuros súbditos.
El matrimonio fue una catástrofe desde el primer momento. Incluso, ante la evidencia de la esterilidad del Gran Duque, la emperatriz Isabel hizo la vista gorda para que Catalina diese comienzo a la que fue una larga lista de amantes. Finalmente, llegó el vástago, que fue arrancado de los brazos de su madre por la emperatriz para ser educado directamente por ella como futuro zar. Y cuando Isabel murió, la corona pasó a su sobrino como ella había previsto.
Pedro III reinó 186 días sin llegar a celebrarse la ceremonia de su coronación; una vez en el trono, el nuevo Zar inició una evidente y poco deseada política de acercamiento al Reino de Prusia. Para la nobleza rusa,el Zar había caído directamente en la traición al ordenar a las tropas detenerse cuando estaban a punto de conseguir la derrota total de Prusia deteniendo las hostilidades en un momento clave para el ejército ruso, a las puertas de Brandemburgo, Pedro III buscó la paz con su gran ídolo desde la infancia, Federico II el Grande, y entregó a Prusia los territorios conquistados por Rusia durante la Guerra de los Siete Años. Además introdujo a militares prusianos en el ejército ruso, lo que le valió el rechazo de la guardia imperial. Demostrando un continuo desprecio por la tradición y la cultura rusa, el nuevo zar atacó algunos de los pilares del Imperio ruso. En primer lugar, ordenó al clero ortodoxo que se afeitase la barba (en Rusia, la barba era símbolo de sabiduría y tradición). Además, implantó una política de secularización de bienes que afectó a la Iglesia ortodoxa, que acabó retirando su apoyo al zar. Además, la nobleza rusa, los poderosos boyardos, se vieron insultados por el profundo desprecio que Pedro III tenía por la cultura y lengua rusas, además de verse apartados del poder y sustituidos por alemanes, tan amados por el zar.
Cada vez corrían más rumores de que Pedro III planeaba repudiar a su esposa, alegando no ser el verdadero padre del Gran Duque Pablo y acabó ordenando a su esposa Catalina, que se retirase a un pabellón imperial, en el palacio de Peterhof, a la espera de que el zar se reuniera con ella. Catalina así lo hizo, alejándose de San Petersburgo. Mientras Pedro III se retiraba unos días al palacio de Oranienbaum, Catalina iniciaba una revolución palaciega, apoyada por su amante, Grigori Orlov. Cuando Pedro llegó a Peterhof y halló el palacio vacío, le informaron del intento de golpe de Estado que la emperatriz había llevado a cabo. A pesar de que el zar tenía aún el control de la mayoría de los regimientos, además de la Marina, Pedro III se sumió en ataques de histeria y terror, viéndose incapaz de reaccionar ante los acontecimientos. Recluido en sí mismo y vencido, no fue difícil para Catalina dar un golpe de Estado y derrocar al zar, proclamándose ella Catalina II de Rusia. Apresado y vencido, redactó una carta a la emperatriz, en la que pedía volver a la región donde había nacido, junto con su amante y poder vivir allí en paz. Catalina II de Rusia, viendo el peligro que representaba Pedro, a pesar de haber sido derrocado, ordenó que fuese llevado en secreto al palacio de Ropsha, donde viviría cómodamente. Pocos días después del golpe de Estado era asesinado por los hermanos del favorito de la emperatriz, los hermanos Orlov. Que su esposa estuviese al tanto o no, es un misterio.
El ascenso al trono de Catalina puede considerarse, sin duda, como una faflagrante ilegitimidad sin fundamento en ninguna base legal ni consuetudinaria. Catalina, aunque no descendía de emperadores rusos, sucedió a su marido, tras el precedente establecido cuando Catalina I de Rusia sucedió a Pedro I en 1725. Su manifiesto de acceso al trono justifica su sucesión, citando la «elección unánime» de la nación. No tenía ni una gota de sangre Romanov y el único precedente que podía esgrimir era el mencionado de la otra Catalina, la Primera, que también sucedió a su marido, pero con la notable diferencia entre ambos casos de que Pedro I murió de muerte natural, mientras que Pedro III fue primero destronado y después asesinado. En la mejor de las situaciones, Catalina habría podido aspirar a convertirse en regente de su hijo Pablo, que tenía ocho años en el momento del destronamiento de su padre «oficial», pero Catalina, que recordaba lo mal que habían terminado las regencias anteriores; quería a toda costa ser emperatriz y, de hecho, se había preparado para el cargo con la lectura atenta y permanente de los clásicos políticos de la Ilustración. Una gran parte de la nobleza lo consideró como una usurpación, tolerable solo durante la minoría de su hijo, el gran duque Pablo. En la década de 1770, un grupo de nobles relacionados con Pablo (Nikita Ivánovich Panin y otros) contemplaron la posibilidad de un nuevo golpe para deponer a Catalina y transferir la corona a su hijo, cuyo poder quedaría restringido previamente en una especie de monarquía constitucional. Pero nada de esto se llevó a cabo, y Catalina reinó hasta su muerte. Este fantasma de su ilegitimidad la persiguió durante todo el reinado, especialmente en los primeros años. Para superar el vicio de origen de su ilegitimidad es notable cómo en los documentos de la primera etapa de su reinado insiste una y otra vez en frases como «habiendo ceñido la corona por el deseo de todos Nuestros súbditos» o «el ardiente deseo de todos Nuestros súbditos de vernos ocupar el trono». Y Catalina sabía, además, que la legitimidad de origen se sana por la legitimidad de ejercicio, esto es, por un buen gobierno que atienda a las necesidades y a los clamores del pueblo y, sobre todo, de las clases dirigentes que constituyen la «opinión pública», expresión que utiliza ya la emperatriz, en un alarde de modernidad y puesta al día.
Catalina quería el poder y deseaba ejercerlo personalmente y comenzó entonces un reinado que reveló la enorme complejidad de la personalidad de Catalina. En realidad las medidas de la emperatriz reunían lo prácticamente incompatible: la visión liberal y las aspiraciones autoritarias; mientras ella misma censuraba el sistema de la servidumbre, entendía que la nobleza consolidada no le permitiría restringir sus derechos de posesión. Trató de ganarse a la nobleza, especialmente a la nueva nobleza provincial e inicialmente al menos, aplicó una política contemporizadora que se concretó en la concesión de generosos privilegios a la nobleza, pero sin ceder ni un ápice de sus poderes absolutos. Desde los primeros momentos del reinado, Catalina mostró su peculiar estilo de gobernar en el que es patente la voluntad de aplicar los principios del pensamiento político moderno, tal y como había sido formulado por los filósofos de la Ilustración, pero solo mientras no supusieran ningún riesgo para su poder absoluto. Pretensión imposible que, en muy poco tiempo, fracasa estrepitosamente.
Así, de cara al exterior, y deseosa como estaba de que Rusia obtuviese el reconocimiento internacional que se merecía, se esforzó por convertirse en la auténtica protectora de la Ilustración. Mantuvo una intensa correspondencia con Voltaire y ofreció a Diderot acoger la Enciclopedia cuando ésta fue prohibida en Francia. Dio asilo a los jesuitas expulsados de España para que formaran a la élite, fue la primera en vacunarse para fomentar la extensión de las vacunas en Rusia, fundó el Hermitage y comenzó a llenarlo con la impresionante colección artística que hoy es una de las más importantes del mundo. Incluso hizo un amago de formar una especie de Parlamento, que terminó disuelto sin haber llegado a nada productivo. Sin embargo, aunque modernizó la Administración, la situación de los siervos bajo su imperio no sólo no mejoró, sino que vieron aún más deteriorada su situación, convirtiéndose de facto en esclavos propiedad de la nobleza.
A lo largo de su reinado, reunió la colección real de arte más importante de Europa, y fundó con ella el Hermitage de San Petersburgo. La reina se preocupó por atraer a su corte a arquitectos, filósofos, científicos y artistas. Además, adquiririó la biblioteca completa de Diderot y se carteó asiduamente con D’Alembert y Voltaire. ambién dotó al país de un sistema sanitario y fue pionera en promover la inmunización contra la viruela. Abrió hospitales, colegios y orfanatos. En tres décadas de reinado, dio la vuelta a la imagen que se tenía de Rusia en el resto de Europa. En vez de un país arcaico, de clima inhóspito, gobernado por bárbaros, empezaron a considerarlo una potencia exótica, acaudalada y culta. Catalina era una mujer natural, cercana, risueña, enemiga de las solemnidades y muy trabajadora. Entendía la autocracia como el arte de dar órdenes que pudieran cumplirse. Sin embargo, esta mujer culta y encantadora no dudó en derramar sangre cada vez que lo consideró necesario. Por su estrategia de política interior y exterior intentó una europeización del país, y otorgó a la nobleza un puesto relevante que hasta ese momento no había tenido. Interiormente fracasó en su intento de crear un código con las ideas de Montesquieu y vivió una contienda en 1773 con los campesinos, por la nefasta situación social en que la población vivía.
En el exterior, Catalina llevó el imperio ruso hasta límites antes increíbles durante su largo reinado. La extensión imperial obtenida en el reinado de Catalina II, trajo al imperio enormes territorios nuevos en el sur y el oeste así como la consolidación del gobierno interno.A costa principalmente del Imperio Otomano y de Polonia (que acabó desapareciendo como estado, hasta el siglo XX), afianzó su presencia en el Mar Negro, donde se anexionó Crimea y absorbió Bielorrusia, Ucrania, Lituania y parte de Letonia. Rusia se convirtió de esta forma en el actor internacional que tanto ansiaba. Supo mantener a raya a Federico II de Prusia, el otro gigante político de la época. Arrebató territorio a los turcos y fundó los puertos de Odessa y Sebastopol para dotar a su imperio de una salida al Mediterráneo a través del mar Negro. También convirtió Polonia en un país satélite, sentando en su trono a un rey títere. En 1781, cuando Catalina llevaba diecinueve años en el trono y le quedaban otros 15 aun por delante, Grimm publicó en París un balance de su imperial gobierno en el que se daba cuenta de la construcción de 144 ciudades, de la firma de 30 tratados, de 78 victorias militares, de 88 decretos relativos a nuevas leyes o nuevas instituciones y de 123 encaminados a «aliviar la suerte del pueblo», un anticipo de lo que hoy llamaríamos política social.
Heller ha establecido las diferentes fases del reinado de Catalina la Grande de la siguiente manera: en primer lugar cinco años apacibles (1762-1768) en los que Rusia se repone de las guerras de los reinados anteriores. Vienen después siete años (1768-1774) de guerras exteriores, seguidos de una epidemia de peste, que provocará un levantamiento en Moscú, y la revuelta de Pugachev. A continuación, y durante un período de doce años (1774-1786), Rusia vive otro período de tranquilidad, volcada en la asimilación de los nuevos territorios conquistados. Finalmente, los nueve últimos años del reinado (1787-1796) se caracterizan de nuevo por las guerras contra Turquía, Suecia, Polonia y Persia, y por la preparación de la guerra contra la Francia revolucionaria. Heller sintetiza el reinado en diecisiete años de guerra y diecisiete años de recuperación.
En lo privado, también rompió moldes. Su relación con el supuesto hijo en común con el depuesto Prdro III, el futuro y también breve Pablo I, se vio envenenada por las luchas cortesanas. La zarina se rodeó de una camarilla de íntimos, entre las que estaba la condesa Praskovia Bruce, que compartía con la emperatriz el entusiasmo sexual y se convirtió en «l’éprouveuse», la «catadora de amantes». Tal era la fama sexual de la zarina. Tuvo una larga lista de amantes, especialmente jóvenes, a los que favoreció con títulos y cargos (el más importante fue el militar y estadista Grigori Potemkin, artífice de la expansión rusa), y a los que mantenía en palacio. Catalina fue igual de licenciosa que otros zares antes y después de ella, pero era extranjera y mujer. Fue muy abierta a la hora de que la aristocracia supiera quiénes eran sus amantes. Quería evitar así que surgieran rumores peores. No obstante, la leyenda sobre la promiscuidad de Catalina es bastante exagerada. Catalina fue una monógama obsesiva cada vez que se encaprichaba, aunque su magnetismo sexual garantizó que no fueran pocos esos amantes.
«Nunca creí que fuera una belleza, pero era agradable y supongo que eso era mi fuerte», afirmó sobre sí misma la Zarina. Frente a un marido que la ignoró, se buscó otros entretenimientos dejándose querer, en un principio, por el apuesto Sergéi Saltikov, «hermoso como el amanecer». Con él descubrió los placeres del sexo y, según confesó en su correspondencia, tuvo al futuro Pablo I tras varios abortos. A finales 1760, Catalina empezó a frecuentar la compañía de Grigori Orlov, un teniente herido tres veces en combate, de estatura gigantesca y rostro angelical ; con él tuvo también un niño, Alexéi Bobrinski, que fue escondido en casa de uno de sus cortesanos. Tras desplazar a su marido se sintió libre de vivir sin discreción su amor con Orlov, que tenía sus aposentos encima de la cámara de la zarina. Se mostraba abiertamente cariñosa con él y hacía la vida marital que nunca había realizado con Pedro. No obstante a Catalina le sería imposible formalizar aquella relación si quería mantener la Corona y colmó a Orlov de privilegios con el romance ( fue objeto de varios intentos de asesinato dada su posición política). Al final fue la zarina la que se casó de él, de lo limitado de su inteligencia y de sus maneras torpes y su lugar lo ocupó Grigori Potiomkin, que los hermanos de Orlov habían alejado de malas maneras de la Corte (se dice que le arrancaron el ojo izquierdo con este fin) para evitar que sedujera a Catalina.
A su vuelta a palacio, este cortesano de ascendencia polaca, apodado el «cíclope», fue ganando prestigio militar en paralelo a su amor con la zarina, a la que enamoró de una forma un tanto enfermiza. compartía con Catalina la pasión por el arte y la cultura. Su relación fue probablemente formalizada por algún rito en 1774, en tanto se califican a partir de entonces mutuamente como «querido marido» y «querida esposa», aunque no tuvieron un matrimonio como tal. El ocaso del amor llegó porque ambas personalidades también eran muy distintas. Catalina era ordenada, germánica, mesurada y fría, mientras que Potiomkin era desordenado e impulsivo. Las frecuentes discusiones entre ambos, más por política que por amor, enfriaron su relación. Potiomkin no perdió su posición en la Corte, pero otros amantes como Semión Zórich, un comandante serbio de húsares, o un burócrata llamado Piotr Zavadovski, ocuparon su lugar en la cama de Catalina. Cada amante que pasaba por su cama se marchaba con los bolsillos llenos de rublos ; A Alexandr Yermólov le despacharon con un pago de 130.000 rublos en el verano de 1786 , a Dmítriev-Mamónov se le entregó, por su parte, un condado y 27.000 siervos a su servicio.
El último amante, el príncipe Platón Zúbov, 40 años menor que ella, resultó ser el más caprichoso y extravagante de todos. El joven Zúbov, de 22 años, apodado «El Negrito», inició una relación con Catalina cuando esta tenía estaba gorda, con las piernas hinchadas, aquejada de dispepsia y flatulencias. A la muerte de Potiomkin, que falleció en 1787 durante las negociaciones de paz con Turquía, Zúbov también asumió todo el protagonismo político. Mientras le empolvaban y cepillaban el cabello, Zúbov atendía cada mañana a los ministros con innumerables palabras técnicas para disimular que el cargo le quedaba demasiado grande. El «jefe de todo», engreído e inútil, fue colmado de cargos por una zarina a la que los años le habían hecho algo sensiblera. Zúbov se enamoró de la esposa del nieto de Catalina, el futuro Alejandro I, el hombre al que la zarina quería entregar la Corona rusa por delante de su hijo Pablo. Solo la intervención de Catalina acabó con el imprudente encaprichamiento de su amante.
Mientras vivió, Catalina II de Rusia jamás aceptó que la llamaran “la Grande”. Rechazó formalmente el título en 1764 cuando se lo ofrecieron los miembros de la Asamblea Legislativa, irritada por la pérdida de tiempo que les había supuesto dedicar varios debates a semejante nimiedad. Fuera sincera o no, la posteridad hizo caso omiso de su modestia y le encasquetó el título de “Grande” apenas puso el pie en la tumba. Con razón, porque lo fue. Sus logros solamente pueden compararse a los de su antecesor Pedro I.
Se extendió el malicioso rumor de que su muerte le sobrevino cuando intentaba ser penetrada por un caballo;en realidad, fue por una apoplejía que, según algunas versiones, le habría sobrevenido en el retrete. El 5 de noviembre de 1796, Catalina sufrió una apoplejía y fue encontrada sin respiración en el suelo varias horas después. Ése habría sido el final de la Gran Emperatriz de Todas las Rusias. Catalina simplemente suplió con amantes la frialdad de su marido y una viudedad regia que le imponía no casarse más.
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