Hoy en día el baño diario es visto como algo muy común, normal y en cierto modo indispensable y la higiene personal es el concepto fundamental a la hora de hablar de aseo, limpieza y cuidado de nuestro cuerpo, pero todo esto no siempre fue así.
Una de las civilizaciones más antiguas y más florecientes también, la Creta minoica, nos ha legado una bañera, la más antigua conocida ya que data del año 1700 antes de Cristo. Procede del palacio de Cnosos y su parecido con las bañeras de principios de siglo XX es asombroso, como también lo es el conocimiento que muestran en su avanzado sistema de suministro de agua y la distribución del espacio. El interés del mundo antiguo por el baño tiene concomitancias con la medicina y la magia. Se recomendaba el baño tanto para curar enfermedades del cuerpo, como del alma, desde las depresiones a la necesidad de purificar el alma y reponer simbólicamente la perdida pureza. El baño fue visto como remedio contra la enfermedad: los había de tierra, para combatir la tuberculosis; de hojas de abedul, contra el reumatismo y la hidropesía; baños de heno, o de saúco, contra el dolor de huesos. Y se recomendaba, como norma de higiene general, lavarse las manos, la cara y el cuello; algunos pueblos, como el judío, hicieron del lavatorio de manos antes de las comidas, y del baño en las mujeres tras el periodo menstrual, preceptos de obligado cumplimiento.
Serán los sumerios quienes comenzaron a preocuparse por el olor corporal y con aquel fin utilizaban ciertas substancias aromáticas para combatirlo, e incluso restregaban su piel con limones o naranjas. Menos expeditivos, los egipcios afrontaban el problema mediante baños aromáticos, tras los cuales se aplicaban por el cuerpo, en particular en las axilas, aceites perfumados que se elaboraban con limón y canela por ser, estos productos, los que más tardaban en ponerse rancios. Fueron los egipcios quienes, eliminando el pelo de las axilas, paliaron en parte el problema del olor nauseabundo que a menudo despedían, pero no lo hicieron porque conocieran la causa la existencia de las bacterias que en esa zona del cuerpo se reproducen y mueren, descomponiéndose, sino porque en un momento dado se puso de moda mostrar las axilas depiladas. Fue aquel pueblo quien descubrió el desodorante y comenzó a practicar la depilación. Tanto la civilización griega, como la romana, aprendieron de Egipto las recetas para la elaboración del desodorante, recetas que no iban mucho más allá de las habituales mezclas de aromas y perfumes, únicos remedios capaces de paliar el problema, ahogando un olor con otro. Poco más pudieron añadir los siglos siguientes…, hasta el XIX.
En la Grecia preclásica se ha encontrado ruinas de palacios pertenecientes a la acrópolis de Tirinto, donde aparece un recinto dedicado al baño, con bañeras de tierra cocida, y desagües a lo largo del pavimento de piedra. Posteriormente, en los tiempos de esplendor de aquella civilización mediterránea, y antes en la Grecia homérica, el uso del baño estaba generalizado. Homero habla de bañeras de arcilla, de madera e incluso de plata. Describe el baño de Ulises en su palacio de Alkinoo, a la derecha del salón principal, junto al departamento de las mujeres. Era costumbre ofrecer un baño a los huéspedes. Los héroes homéricos reponían sus fuerzas tomando baños y duchas de agua caliente.
Pero nadie llegó tan lejos, en el uso del baño, en la Antigüedad, como la civilización romana. El naturalista e historiador Plinio curaba su asma en la bañera. La institución de las termas estaba ya bien perfilada en tiempos de Catón y Escipión; suponían un paraíso de salud, un reino del ocio donde además del agua caliente y fría se podía disfrutar de la sauna en amena conversación, o practicar ejercicios gimnásticos y juegos, si es que no se prefería recrearse en la lectura o en celebrar un banquete con los amigos. Era una institución importante. Muchas familias poseían baño en sus casas, aunque a menudo preferían frecuentar las termas, donde podían recibir los masajes de manos de expertos, o las friegas de aceite y ungüentos, o perfumarse tras la sauna con bálsamos y perfumes exóticos traídos a Roma desde los confines del Imperio. Las toallas romanas eran muy parecidas a las de hoy, de algodón teñido. Se utilizaban no sólo para tumbarse, sino también para secarse tras el baño, como muestran ciertos frescos pompeyanos hallados entre las ruinas de aquella ciudad romana que se tragó el Vesubio en el siglo I de nuestra Era.
Las buenas toallas antiguas se hacían de lino, y también de algodón. En Egipto, las utilizadas por el faraón se teñían de rojo subido, o de azul añil. sin embargo, la palabra misma no es de origen griego ni latino, sino bárbaro. Los pueblos europeos anteriores a la romanización ya la conocían. En aquellas culturas se utilizaban ciertos trozos de lienzo para secarse las manos, a los que llamaban tualia Tenían un uso muy versátil, que heredó la Edad Media. Así, podían usarse como mantel, y también como servilleta.
Con la caída del Imperio romano toda esta cultura del baño se perdió en gran parte y las cosas empezaron a cambiar a partir de la Edad Media. En la España musulmana estaba muy extendida la costumbre de bañarse, contando las casas de la burguesía y de la nobleza islámica con aposentos para aquel fin. Pero en general, hasta el siglo XIX, la gente se lavaba poco y lo hacía en seco, evitando el uso del agua. Ello se explica en buena parte por la creencia, muy extendida, según la cual la salud del cuerpo y del alma dependía del equilibrio entre los cuatro humores que se suponía que integraban el cuerpo: sangre, pituita, bilis amarilla y atrabilis. Los malos humores se evacuaban mediante procesos naturales como las hemorragias, los vómitos o la transpiración, y cuando éstos no funcionaban se recurría a purgas o sangrías efectuadas por los médicos. Lógicamente, la introducción de un quinto elemento extraño, como el agua, se observaba con recelo. Se pensaba que el agua transportaba enfermedades a la piel y nada mejor que unos poros bien obstruidos como medio para evitarlo.
Paradójicamente, el miedo a las enfermedades, incluidas la sífilis y la peste negra, es lo que hace que el agua pierda la función en el aseo e higiene personal que había tenido. Se pensaba que un peligro particular residía en los baños públicos, reintroducidos en Europa por cruzados que regresaban de Tierra Santa y por el contacto con el mundo árabe; se habían hecho populares en la Alemania y Suiza medievales, así como en Florencia, París y en menor medida en Londres. Pero la opinión médica era que esa exposición al agua caliente podría abrir la piel y permitir que la peste u otras enfermedades penetrasen. Los moralistas también denunciaron el comportamiento depravado en los baños. Así, en 1538, Francisco I había cerrado las casas de baño francesas y Enrique VIII de Inglaterra cerrará los baños de Southwark en 1546. Incluso los baños privados fueron juzgados como sospechosos. Según notas meticulosas guardadas por Jean Héroard, el médico de la corte francesa, el joven Luis XIII, nacido en 1601, no se dio un baño hasta que tenía casi siete años.
Paradógicamente, las toallas eran un artículo muy apreciado en el ajuar de una doncella casadera. Entre los regalos que ésta recibía, la toalla era uno de los más apreciados. Las toallas del siglo XVI, las de lujo, eran de terciopelo, aunque las había también de lino. Pero no todas las toallas eran de calidad. Juan Eugenio Hartzenbusch, comediógrafo español del siglo XVIII, pone en boca de un personaje la siguiente exclamación:
¡Ay, qué toalla…!
¡Cuando me enjugo el rostro,
me lo ralla!
Desde la segunda mitad del siglo XIV, los médicos habían empezado a desaconsejar los baños calientes por considerar que el agua podía facilitar el contagio de la peste. Este temor al agua culminó en el siglo XVII, incluso en las clases más altas de la sociedad: aunque Luis XIV no tenía problemas para nadar, sí evitaba usar demasiada agua para lavarse. En el interior de las casas nobles o burguesas existían bañeras, pero se aconsejaba no utilizarlas demasiado y sobre todo no permanecer en ellas durante mucho tiempo. El agua se rechazaba hasta tal punto que antes de la Revolución Francesa, París sólo contaba con nueve casas de baños, es decir, tres veces menos que a finales del siglo XIII.
A partir de la Contrarreforma de los siglos XVI y XVII, la Iglesia ejerció una influencia creciente no sólo sobre la moral, sino también sobre las prácticas corporales cotidianas de la población. El clero quiso proscribir los baños públicos,denominados «baños romanos», por el peligro que suponían el contacto corporal y la desnudez. Por todas estas razones, las prácticas de higiene eran rápidas, muy selectivas y se realizaban en seco, o casi. Había que lavarse sin debilitar la piel ni exponerla a la penetración de miasmas, lo que implicaba hacer abluciones parciales. Al levantarse, los adultos y los niños se peinaban y se frotaban ciertas partes del cuerpo con paños secos, dando mayor importancia a los lugares más expuestos a la vista: las manos, la boca y la parte posterior de las orejas, así como los pies. A lo largo del siglo XVII se pensaba que el lino tenía propiedades especiales que le permitían absorber el sudor del cuerpo. Para los caballeros, un armario lleno de batas de lino fino o camisetas para permitir un cambio diario fue el colmo de la sofisticación higiénica. Racine y Molière poseían 30 cada uno.
En la corte y en el seno de la nobleza o de la burguesía, la higiene estaba relacionada con las exigencias de la respetabilidad social. La aristocracia europea, que se lavaba poco y usaba camisas de lino para extraer la suciedad de la piel. Llevar un vestido limpio era un buen indicador de la posición social que alguien ocupaba: cuanto más rico era uno, más se cambiaba de vestido. Del mismo modo, en cuanto al cuidado corporal lo importante era la apariencia. Muy a menudo no se intentaba eliminar la suciedad, sino disimularla con productos que cubrieran las imperfecciones de la piel y la blanquearan. Por ello, estar limpio consistía en frotarse la piel con pastillas de jabón de Florencia o de Bolonia, con perfume de limón o de naranja, o lavarse la cara con vinagre perfumado. Este último alcanzó enorme popularidad. También se aconsejaba untarse las manos con cremas de almendras dulces o de benjuí. Del mismo modo que las cremas de jazmín o de lavanda, estos productos eliminaban la suciedad de forma mecánica, pero sin agredir la piel. Cuando hacía buen tiempo, la gente se aplicaba sobre el pecho telas untadas con pomadas.
De hecho, bañarse, ciertamente en agua caliente, se consideraba un verdadero riesgo para la salud. El francés Enrique IV era célebre hasta para su época por su suciedad: «apestaba a sudor, establos, pies y ajo«. Al enterarse de que el duque de Sully se había bañado, el rey recurrió a su médico, André du Laurens, para pedirle consejo. Al rey le dijeron que el pobre hombre sería vulnerable durante días; el rey, aterrado,envió un mensaje informando a Sully que no debía salir de su casa o pondría en peligro su salud. En cambio le informaron de que el rey visitaría su casa en París: «para que no sufras ningún daño como resultado de tu reciente baño«. En Inglaterra, Isabel I se bañaba solo una vez al mes y Jacobo I, su sucesor, parece que lavaba solo sus dedos. Un folleto médico impreso en su momento por Thomas Moulton, un médico y fraile dominico, aconseja precaución especial durante los brotes de la peste: «no uses baños ni estufas; ni te acerques demasiado, porque todos abren los poros del cuerpo de un hombre y hacen entrar al venenoso ayre para infectar el cielo «.
En la segunda mitad del siglo, sin embargo, se comenzó a pensar que el agua templada podía tener virtudes calmantes, y sobre todo que el agua fría permitía fortalecer los tejidos, aumentar la fluidez de la sangre e incluso disolver los tumores. En 1762, en su obra Emilio, o de la educación, Rousseau aconsejaba bañar a los niños en agua fría para fortalecerlos: «Lavad a menudo a los niños; su suciedad muestra la necesidad de hacerlo«. El año anterior, a orillas del Sena, un establecimiento de baños calientes de París había abierto sus puertas a una clientela privilegiada, con la aprobación oficial de la facultad de medicina, y su propietario, Poitevin, había sido gratificado con privilegios.
A finales de siglo XVIII, el agua empezó a entrar en ciertos hogares, que se equiparon incluso con cuartos de baño. El baño era un lugar de descanso, incluso de vida social y ahora no se consideraba indecente recibir a los amigos en la bañera. Pero progresivamente el aseo se privatizó y se individualizó, dando forma a nuevos momentos y espacios de intimidad. En Francia se inventaron las bañeras con desagüe y por aquella época,1790, andaba por París el inventor del pararrayos, Benjamin Franklin, quien quedó tan impresionado con aquella bañera que en ella redactó casi todos sus papeles científicos y literarios. Se llevó varias a su Norteamérica natal. Pero aún tardaría algún tiempo en generalizarse su uso. Napoleón y Josefina disfrutaban de baños calientes y de varios bidets ornamentados. El baño también estaba ligado ahora a la diplomacia: cuanto más tenso era el momento, más largo era el remojo. Cuando la Paz de Amiens se vino abajo en 1803, Napoleón permaneció en la bañera durante seis horas. Entrado el siglo XIX ni siquiera las casas de la nobleza, incluidas las mansiones reales, poseían aun bañera. Cuando la reina Victoria de Inglaterra subió al trono en 1837 no había ni una sola bañera en el palacio de Buckingham. Durante mucho tiempo, la mayoría de la población evitó utilizar el agua para lavarse. Habría que esperar hasta las primeras décadas del siglo XIX para que se empezara a generalizar el uso higiénico del agua. Unas décadas después, en 1868, el inglés Benjamin Maugham inventó el baño de agua caliente a gas. Desafortunadamente un día hizo explosión el calentador situado junto a la bañera, enviando a ésta y a su bañista al otro lado de la habitación, donde aterrizaron ambos, sumidos en la perplejidad.
La búsqueda de curas ayudó a que el agua volviese a estar de moda. La aristocracia europea tomó las aguas minerales de los balnearios, a menudo en los emplazamientos de antiguos baños romanos, para someter al cuerpo enfermo al tratamiento del agua, en lugar de limpiar la suciedad. Y en París empezaba a ponerse de moda el baño a la carta. Se podía escoger entre un «menú» variadisimo: baños de azahar, de miel, de esencia de rosas, de bálsamo de la Meca, de leche, de vino, de esencia de flores silvestres. Durante el siglo XIX, la teoría de los gérmenes combinada con el comercio exterior, la administración colonial y los viajes difundieron todo tipo de ideas nuevas: hammams de Turquía y el norte de África, champu de la India o bidets y jabón de Marsella a base de aceite de oliva. El agua y la higiene retrocedían y la suciedad era la nueva plaga.
El triunfo de la industria toallera también vino a finales del XIX, coincidiendo con la generalización de la preocupación por la limpieza y la higiene. Toallas de excelente felpa policromada, colocadas en artísticos bastidores en número de catorce, por tamaños y colores, eran cambiadas a diario en los hoteles neoyorquinos de principios de siglo. Así lo ordenaba la regulación del Departamento de Sanidad y de Turismo de aquel país. Desde entonces, la toalla no ha dejado de mejorar, convirtiéndose en uno de los cuatro objetos de uso imprescindible en la vida diaria de los hogares occidentales. Asimismo, en el año 1888 se inventó, en los Estados Unidos, un producto llamado «antiperspirante» o desodorante inhibidor de la humedad axilar. El producto se comercializó con el nombre de Mum, un compuesto de cinc y crema, ya que aquel mineral dificulta la producción de sudor. Funcionaba, y su popularidad conoció cotas extraordinarias.
Se creó una necesidad creciente de artículos como aquél y ello aguzó el ingenio de investigadores y laboratorios. Al Mum siguió, en 1902, el famoso Everdry, voz inglesa que significa «siempre seco», con lo que se aludía a la propiedad fundamental del desodorante: mantener secas las axilas. El público se sensibilizó, y los desodorantes escalaron cotas de ventas asombrosas. Aunque se trataba de ocultar eufemísticamente la desagradable realidad de que el cuerpo humano podía llegar a oler extraordinariamente mal, en 1919, el inventor del Odorono, publicó un anuncio en el que abordaba el problema de manera directa, afirmando: «Señores, señoras: el cuerpo humano puede llegar a oler como el cubo de la basura. Haga algo para que no sea el suyo. Odorono «. Aunque inicialmente el deshodorante estaba enfocado hacia la mujer, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, pasó a ser tan general y necesario como la mismísima pasta de dientes.
Mientras que la piel era fácilmente controlable y lavable, el cabello no resultaba gobernable ni accesible en general. Los antiguos sabían que el cabello debe ser lavado, tonificado, masajeado y tratado con ciertas substancias que resaltaban su colorido, textura y belleza natural. Para ello se requería el uso de aceites, ungüentos, jabones especiales que no acabaran con la grasa del cuero cabelludo, ni destiñeran; y aunque las damas egipcias rapaban su cabeza, como requería la moda, sí cuidaban sus pelucas, que al fin y al cabo eran de pelo natural, lavándolas, tiñéndolas y perfumándolas como si de pelo vivo se tratara. Para el lavado del cabello, se utilizaban sustancias exóticas como la yoyoba, hierbas aromáticas, agua de flores. Era una de las ocupaciones más importantes de los peluqueros romanos antes de proceder a la elaboración de sus complicados peinados. El poeta Marcial escribe de su amiga Gala: «Mientras tú estás en casa, tu cabello está en la peluquería para ser peinado y lavado…«
La Edad Media no tuvo problemas con el cabello, que yacía secuestrado bajo las tocas. No sería hasta entrado el siglo XIV cuando empezara a lucirse, a somar de forma lujuriosa por debajo de ellas, hasta terminar imponiéndose como elemento decorativo y fuente de belleza. Pero no obstante esto, las damas aclaraban su cabello con un jabón especial traido de Francia, que además de limpiarlo ayudaba a eliminar las grasas que lo apelmazaban, y contribuía a darle cierto tono entre rubio y blanco. Este gusto por blanquear el pelo experimentó un gran auge a finales del siglo XVII, en Francia, donde se comenzó a empolvar el cabello. Para ello se recurrió a un sistema eficaz de lavado previo. Se utilizó el limón, el vinagre, y otras substancias que a menudo lo único que conseguían era quemarlo. Fue en 1877 cuando se inventó el champú tal como lo conocemos hoy. Su inventor fue un inglés, pero fue en París donde se puso primeramente de moda en 1880.Aquel primer champú estaba hecho a base de jabón negro hervido en agua a la que se había añadido cristales de sosa. La palabra procede de la voz hindi shampo, lengua en la que significa «apretar y restregar», y empezó a emplearse en el castellano escrito hacia el año 1900. En aquel tiempo, el champú utilizado en España y en el mundo hispano americano procedía en su mayoría de Chile, por estar elaborado con la corteza de un árbol de aquel país, el Quillay, un árbol endémico de la Zona Central de Chile.
Su triunfo se debió a la buena acogida que le dispensaron los grandes peluqueros del momento, que intuyeron en aquel producto novedoso uno de los instrumentos más eficaces para luchar contra la naturaleza indómita del cabello humano.
En el mundo mediterráneo antiguo no se conocía el jabón. En su lugar se empleaba el aceite de oliva con el que no sólo se cocinaba, sino que servía además para lavar el cuerpo.La primera receta conocida para elaborarlo es sumeria, y data del año 3000 antes de Cristo. Estaba redactada en los siguientes términos: «Mezclad una parte de aceite con cinco de potasa, con lo que obtendréis una pasta que librará vuestro cuerpo de su suciedad más que el agua del río».El jabón antiguo procedía de la combustión de la madera de arce, cuyas cenizas se mezclaban con aceite de oliva y sosa, grasa animal y cal viva. Era un jabón perfectamente adecuado para su fin, tanto que se mantuvo competitivo hasta no hace muchos años. Los fenicios, los más activos comerciantes del mundo antiguo, trajeron el jabón a Europa, tal vez a Cádiz y Marsella, hacia el año 1000 antes de nuestra Era. Comerciaron con él, y dejaron los métodos de elaboración a los celtas y a los galos, que aprendieron a hacer jabón mucho antes que los romanos. De hecho, Roma no conocía este producto. En su lugar utilizaban una mezcla de piedra pómez y aceite. La palabra «jabón» no es latina, sino de origen germánico: sapon. El historiador y naturalista latino, Plinio el Viejo, describía el jabón como una especie de ungüento grasiento de sebo de cabra y cenizas de haya que se dan en el pelo, para untárselo y teñirlo, los pueblos bárbaros, al que llaman «sapon».Galeno, el más importante de los médicos romanos, lo alababa mucho, y aseguraba que era una manera natural de eliminar la suciedad del cuerpo, principal fuente de enfermedades.
Ya en el siglo VIII, el jabón se conocía en todo el Sur de Europa. Se fabricaba en las ciudades de Toledo, Génova y Marsella. Era un producto caro, ya que las materias primas no eran de fácil extracción. Las cenizas de algas marinas, y la potasa, todavía resultaban de difícil obtención. Su elaboración era artesanal, reducida su fabricación a pequeñas factorías de tipo familiar, que rendían poco. En 1791 tuvo lugar un hecho importante para la historia del jabón: la posibilidad de obtener sosa cáustica tratando la sal marina con ácido sulfúrico. Tanto la sal como el ácido sulfuríco eran materias primas abundantes y baratas. El precio deljabón bajó espectacularmente, cayó en picado: ya era posible universalizar el producto, generalizar la limpieza. Con los experimentos a finales del siglo XIX del belga Solvay, relativos a la puesta a punto de la sosa al amoniaco, el jabón encontró su fórmula definitiva. Y gracias a aquellas innovaciones y avances, hacia 1830 disminuyó notablemente la mortalidad infantil en Europa, merced a la higiene propiciada por el abaratamiento de un producto que tanto tenía que ver con ella. Un elegante del entorno cortesano inglés, exclamaba a finales del siglo pasado: «¡ Qué placer acudir a los salones, ya no huelen los señores a su propia humanidad…!». Tenía razón.
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