Alejandro Magno: de Pela a Gaugamela

domingo, 28 de agosto de 2022

La valoración de la figura de Alejandro III de Macedonia es inseparable de la imagen contradictoria que las fuentes antiguas nos han transmitido, la mayoría de las veces en un estilo que ralla la hagiografía. El retrato antiguo de Alejandro contiene tantos elementos novelescos como propiamente históricos. Aparte de la propensión a la narración épica y la notoria inclinación de los autores antiguos hacia la leyenda, el relato se centra generalmente en el hecho mismo de las conquistas realizadas por el rey macedonio, circunstancia que ha dejado en segundo plano su obra política. Alejandro, buen conocedor de la cultura griega, se reclamaba descendiente de Heracles y destinado a vengar la afrenta sufrida por «sus antepasados griegos«. Como discípulo de Aristóteles y lector de la Ilíada, conocía la influencia del lenguaje simbólico de los mitos, en las formas de propaganda política de la época.

El rey macedonio no fue, ni mucho menos, un gran estadista como su padre Filipo II, aunque sí un excelente estratega y un rey con una enorme ambición de poder. Estos aspectos de su personalidad han sido raramente valorados, cuando no escondidos, porque la historiografía moderna sigue siendo tributaria de múltiples tergiversaciones, algunas de las cuales remontan incluso a la Antigüedad. Muchos actos simbólicos realizados por Alejandro, como la fusión de razas a través de los matrimonios mixtos entre greco-macedonios y asiáticos, la visita a las tumbas de los faraones egipcios, las fundaciones de ciudades o colonias han sido sacados de su contexto con frecuencia, pretendiendo ver en ellos elementos de un complejo programa de gobierno premeditado, que nunca existió, ya que Alejandro improvisaba paso a paso.

Hoy se advierten en su política no pocas limitaciones que parecen indicar justamente lo contrario. Por ejemplo, se sabe que, a pesar de los vastos territorios conquistados, Alejandro apenas consolidaba las anexiones territoriales realizadas, por lo que muchos de estos pueblos recuperarían la independencia poco después. Por otra parte, la premeditada fusión de razas, que en parte se realizó, no sería tal, sino que vendría exigidas por la gran diversidad de etnias existentes en los territorios asiáticos dominados, circunstancia que hacía difícil la tarea de un gobierno común a todos ellos. En fin, la idea de constituir un imperio universal bajo el mando de un único soberano no sobrevivió a su mentor, si es que en algún momento existió, cosa más discutible.

La realidad histórica en la que se materializó el proyecto alejandrino fue algo diferente. Como casi todos los imperios antiguos, el de Alejandro se sirvió de las bases institucionales y económicas ya existentes. No se trataba de un imperio creado de la nada, dado que Alejandro se limitó a recoger la hegemonía macedonia en Grecia y el legado imperialista, de su padre Filipo, a quien sorprendió la muerte precisamente cuando preparaba su campaña contra los persas, y es casi seguro que Filipo incluyera ya en sus planes políticos la conquista de Oriente. Por tanto, la infraestructura greco-macedonia construida por su padre, sirvió a Alejandro de plataforma para emprender nuevas acciones militares.

Pero la rápida y frágil conquista de Oriente proporcionó también un modelo de organización administrativa que hacía posible el control de extensos territorios. Esta superestructura básica del nuevo imperio no era otra que la organización del imperio persa, consistente en su división en satrapías más o menos dependientes del poder real central. En Egipto, en cambio, Alejandro organizó la administración del reino sobre bases totalmente diferentes respetando las costumbres e instituciones locales, lo que da idea de un alto grado de pragmatismo político. Por lo demás, la monarquía universal no fue más que una utopía y la unidad imperial, una mera ficción que perviviría bajo sus sucesores. Su prematura muerte en Babilonia, en 323 a.C., impidió incluso la constitución de una auténtica dinastía. Su hijo y legítimo heredero, Alejandro IV, sería inmediatamente desplazado por los generales de su padre, que, en calidad de virreyes, no dudaron en repartirse el imperio alejandrino.

 

Los cantones del reino de Macedonia

Se cree que Alejandro Magno nació el 20 de julio de 356 a. C. o en una fecha cercana. Debemos de tener en cuenta que la precisión documental sobre la fecha de un nacimiento es una característica moderna; a los propios griegos les parecía extraño que los persas celebraran los cumpleaños. Uno de sus oficiales dio fe de una fecha de nacimiento en octubre, pero puede tratarse de una confusión con su cumpleaños oficial que, como en Persia, se acabó celebrando el día de su entronización. La madre de Alejandro fue la cuarta esposa de Filipo, Olimpia, princesa de Molosia, región de Epiro situada al sur de Iliria; hija del rey de Epiro, Neoptolemo, fue sin duda una mujer extraordinaria, apasionada, mística y dominante, cuya ascendencia se hacía remontar hasta el mismísimo Aquiles.

Olimpia era una huérfana bajo la custodia de su tío cuando Filipo la conoció y todo parece que se enamoraron antes de casarse. En todo caso, un matrimonio político con una princesa epirota habría sido bien recibido. Había dado a luz en Pella, capital administrativa de Macedonia. El biógrafo griego Plutarco, da cuenta de un episodio que ha alcanzado no poca celebridad:

[Filipo] acababa de apoderarse de Potidea, en Calcídica, cuando recibió tres mensajes de un modo casi simultáneo. El primero lo informaba de que Parmenión había obtenido una victoria notable frente a los ilirios; el segundo, de que uno de los caballos de su propiedad había sido vencedor en los Juegos Olímpicos; y el tercero lo ponía al corriente del nacimiento de Alejandro.

No debemos creernos la historicidad literal de esta extraordinaria coincidencia cronológica que nos señala Plutarco. Más bien sería un resumen de la complicada situación política en la que vino al mundo Alejandro. Los ilirios habían sido, junto con los peonios, al norte, y los tracios, al noreste y al este, una de las causas principales de la debilidad del reino macedonio. Todos serán sometidos por Filipo II, gracias al mejor ejercito que hubiese conocido Grecia hasta la fecha. Ejército creado también por Filipo. La victoria obtenida en los Juegos Olímpicos simboliza el proceso de helenización cultural que promovió en su reino.

Podemos hacer conjeturas sobre la influencia que ejerció el carácter, sin duda altamente emocional, de Olimpia, en el crecimiento de Alejandro, pero nunca podremos demostrarlas. Cuando Alejandro era un bebé, Olimpia lo entregó a una nodriza macedonia de alta cuna, si bien todavía se tomó un interés maternal en su educación. Los primeros años de vida del príncipe Alejandro apenas pueden rastrearse más allá de los diversos tutores que tuvo, pero fue siempre su madre quien los eligió; de su propia familia escogió a Leónidas, y, del noroeste de Grecia, un área cercana a su tierra natal a Lisímaco, un hombre de mediana edad. Lisímaco fue muy querido por Alejandro, y le seguirá en Asia, donde un día su alumno arriesgará la vida para salvarlo. Sin embargo, la relación con Leónidas era muy distinta; era severo, mezquino y entrometido. Creía en el ejercicio duro y se dice de él que hurgaba en los baúles donde Alejandro guardaba sus ropas para asegurarse de que no había escondido nada lujoso; también le reprochaba a su pupilo que fuera demasiado generoso con las ofrendas sacrificiales. Tras la batalla de Issos, Alejandro le enviará la abrumadora cantidad de dieciocho toneladas de incienso y mirra con un mensaje: “Te hemos enviado incienso y mirra en abundancia para que dejes de ser tacaño con los dioses”.

Ambos habían de asegurarse de que el muchacho recibiese no sólo la educación básica propia de todo mozo griego o macedonio (alfabetización, conocimientos básicos de aritmética y ejercicio físico), sino también determinadas nociones de lo que lo esperaba en calidad de príncipe real destinado a ocupar el trono.

 

Ruinas del palacio real de Pela en la actualidad, donde Alejandro nació. La ciudad de Pela se encuentra en la llanura central de la región de Macedonia, en Grecia., situada al oeste del río Axio,, a unos 40 km al noroeste de la antigua Terma, la actual Tesalónica, y a unos 10 km al norte del golfo Termaico.

La primera aparición del joven príncipe en la historia de sus contemporáneas será con diez años, en el discurso de un político ateniense. En la primavera de 346, una delegación ateniense se encontraba en Pella durante las negociaciones de un acuerdo de paz. Los embajadores cenaron con Filipo y tras la cena vieron a Alejandro. El embajador ateniense Esquines lo relataba así: “Alejandro entró para tocar la lira, y también recitó y debatió con otro chico”. La poesía y la música continuaran atrayendo la atención de Alejandro durante toda su vida. Pero como buen macedonio, si tenía alguna afición favorita, ésta era la caza: le gustaba cazar pájaros y zorros todos los días; le entusiasmaba que le mostrasen magníficos perros, y estaba tan encariñado con un perro indio de su propiedad que lo conmemoró bautizando con su nombre una de las nuevas ciudades que fundó.

A los 12 años se encontrará con su caballo negro Bucéfalo; es por todos conocida la leyenda de la llegada de Bucéfalo. Probablemente fue referida por el futuro maestro de ceremonias de Alejandro, un hombre propenso a fantasear pero que solía estar presente en los banquetes reales, donde con frecuencia habría oído la historia. El corintio Demarato le había comprado el caballo a un criador tesalio por el elevadísimo precio de 13 talentos y después de comprarlo se lo entregó como regalo a Filipo. Bucéfalo fue conducido a la llanura para ser inspeccionado por Filipo, pero el caballo se resistía y Filipo mandó que se lo llevaran. Alejandro corrió hacia él, lo cogió por el ronzal y lo volvió de cara al sol ya que se había dado cuenta de que se asustaba de su propia sombra; le dio palmadas, lo acarició y lo tranquilizó, saltó sobre él, lo montó y finalmente cabalgó con él entre los vítores y aplausos de los cortesanos y las lágrimas de alegría de Filipo. Bucéfalo estaría ya junto a Alejandro, durante los veinte años siguientes.

Alejandro pasó la mayor parte de aquellos primeros años en el palacio real de Pella o en sus cercanías, en contacto estrecho y regular con su madre y con su hermana carnal Cleopatra, a la cual profesaba un cariño excepcional. Filipo, en cambio, era una figura excesivamente distante, siempre ausente, al estar combatiendo fuera invierno o verano, y a menudo en tierras muy remotas. A medida que la fortuna de Filipo aumentaba, la corte de Pela se volvía cada vez más cosmopolita. De las minas de oro recién conquistadas en la frontera oriental entraba un repentino flujo de oro para atraer a artistas griegos, secretarios, médicos de la escuela de Hipócrates, filósofos, músicos e ingenieros, en la mejor tradición de la monarquía macedonia. En Pela, entre los griegos, Alejandro hizo amigos para toda la vida; Seis de los catorce griegos conocidos como los Compañeros de Alejandro fueron por primera vez a Macedonia durante el reinado de Filipo. Los hijos de la nobleza de las tierras altas macedonias, realojados en Pela donde servían como pajes, serían futuros miembros de la guardia personal de Alejandro. Como pajes reales, se educaba a estos jóvenes y se los situaba en el núcleo de los principales asuntos. Cenaban y escuchaban al rey sentados a su mesa, vigilaban su dormitorio, lo ayudaban a montar su caballo y lo acompañaban en la caza o en la Guerra.

 

La antigua ciudad de Pela se encontraba situada situada sobre una colina que dominaba en la Antigüedad un lago cenagoso. Pasó a estar bajo el control de los reyes de la dinastía argéada a principios del siglo V a.C.​ pero no salió de la oscuridad hasta que se convirtió en su residencia habitual, en una época en la que el reino estaba en plena expansión, bajo dependencia de los tracios y de la Liga Calcídica. Se convirtió en la capital del Reino de Macedonia a principios del siglo IV a. C. sustituyendo a Egas, la actual Vergina y conservó esta categoría en el periodo helenístico bajo el reinado de los Antigónidas.

Según los autores clásicos, Alejandro era de estatura mediana (para su época) y de tez clara. Plutarco nos cuenta que tenía el hábito de inclinar la cabeza un poco sobre el hombro izquierdo. Era un gran corredor y dedicaba su tiempo libre a la caza y a la lectura. El mismo Plutarco nos dice que cuando no pudo encontrar libros en el interior de Asia, le ordeno a Harpalo que le mandara más, cosa que este hizo al punto, enviándole obras de Filisto y tragedias de Eurípides, Sófocles y Esquilo.

 

Recreación de los rasgos faciales de Alejandro Magno mediante un sistema digital, según la forma de su rostro en las esculturas que se conservan de él hoy en día.

Para compensar, en parte, la falta de dirección paterna, y en parte, a fin de estimular la excepcional inteligencia que, a ojos vistas, poseía su hijo, Filipo, ocupado en constantes campañas militares, designo un tutor para el joven príncipe que a la sazon tenia en ese momento 13 años, alrededor del año 343 a.C. Así, desde la isla de Lesbos mandó llamar al discípulo más brillante de Platón, Aristóteles, hijo de Nicómaco, cuyas publicaciones filosóficas eran desconocidas hasta entonces. Nicómaco había ejercido de médico personal de Amintas III, padre de Filipo. El alcance de la influencia del filósofo sigue siendo motivo de controversia; debió de ayudar a estimular el interés y el amor que sintió Alejandro por la literatura griega, en especial por Homero y también hubo de influir en su inclinación por la biología, la botánica y la zoología. Estando en Asia, Alejandro se encargó de enviar especímenes poco corrientes y exóticos a su antiguo maestro de Grecia. Sin embargo, si consideramos la de Alejandro Magno una intelectualidad semejante, siquiera de un modo remoto, a la de Aristóteles, estaremos errando casi a ciencia cierta. Aristóteles recibió una gran suma por sus servicios, y este hecho, así como su testamento, prueban que murió como un hombre rico.

Alejandro y sus amigos fueran enviados a la ciudad de Mieza, en las tierras bajas, donde pudieron estudiar en un apacible refugio con grutas y paseos umbrosos que se creía que estaba consagrado a las Ninfas. No sabemos cuánto tiempo duró y con qué continuidad, este periodo de enseñanza de Aristóteles. Dos años después, Alejandro ya estaba involucrado en asuntos de gobierno, y aunque es sabido que Aristóteles permaneció en Macedonia el siguiente verano, posiblemente ya no estaba allí en calidad de tutor. De su etapa escolar cabe destacar la amistad que entabló con cierto número de cuantos conformaban con él el grupo de alumnos de Mieza, población cercana a la moderna Lefkadia, amistad que demostraría ser, además de duradera, importantísima desde el punto de vista de la historia. De entre los compañeros, el más querido (en más de un sentido…) y el más relevante con diferencia, fue sin duda Efestión, que acabaría por convertirse en el gran visir de su nuevo Imperio oriental. También Hárpalo, a quien nombraría administrador de sus arcas, y cuya amistad no le impediría salir corriendo con el dinero. Nearco, que llegaría a ser almirante de su flota.

Probablemente Aristóteles intentó inculcarle filosofía a Alejandro y parece que fracasó en esta tarea, pues no hay ni la más pequeña prueba de que Aristóteles influyera en Alejandro, ni en sus objetivos políticos ni en sus métodos. Sin embargo, escribió panfletos para él, quizás a petición suya, aunque no se ha conservado ninguno que pueda fecharse: sus títulos, Sobre el reino, En defensa de las colonias, y posiblemente también la Asamblea de Alejandro y los Méritos de las riquezas. Aristóteles ya había demostrado anteriormente que era muy capaz de adular a sus patronos, y puede que estas obras hubiesen sido más un halago a los logros de Alejandro que un medio para aconsejarle nuevas ideas. Aristóteles le enseñó los poemas de Homero y, por petición suya, le ayudó a preparar un texto especial de la Ilíada que Alejandro valoraba por encima de todas sus posesiones; según uno de sus oficiales, solía dormir con una daga y con su ejemplar de la Ilíada bajo la almohada.

El distanciamiento sentimental que existía entre sus padres lo llevaría a tener malas relaciones con su padre, circunstancia que, como no ignoraba Alejandro, constituía una amenaza a su propia sucesión al trono. Todo ello debió de ayudar a favorecer una sensación permanente de honda inseguridad. Hasta los últimos años de la adolescencia no tuvo un rival evidente que pudiese competir con él por suceder a su padre.

 

El Rey Filipo II junto a su hijo, el príncipe Alejandro

Entre 340 y 339 a. C, Filipo le asignara el puesto de regente de Macedonia durante una de sus múltiples ausencias, debida en este caso al sitio de Bizancio y Perinto. Pese a contar sólo dieciséis años de edad, Alejandro supo sacar partido de esta oportunidad, viéndose obligado o al menos logró que así pareciera, a batallar contra los medos de Tracia en su frontera oriental; no sólo los derrotó, sino que  fundara, en la capital de aquéllos, una nueva ciudad a la griega: Alejandrópolis, topónimo con el que ha llegado a nuestros días. Uno no puede menos que preguntarse qué pensaría al respecto Filipo, quien ya había creado una Filipos y una Filipópolis (la actual Plovdiv, en Bulgaria).

A los dieciocho años recibirá de Filipo, el mando del cuerpo selecto de caballería de los hetairoi. Y este hecho dice muchísimo de la capacidad del joven príncipe y de la fe que tenía depositada Filipo en sus dotes de mando. Se dice que se distinguió dirigiendo la carga decisiva de los jinetes que luchaban a sus órdenes en la batalla de Queronea (2 de agosto del 338 a.C.). Tras la batalla, Filipo confió a Alejandro una tarea de enorme significación simbólica: los cadáveres de los atenienses caídos en la batalla fueron quemados conforme a la tradición, y sus cenizas se guardaron en urnas de madera y se hicieron llegar a sus familiares para que les proporcionasen un enterramiento digno. Filipo eligió a su hijo para que encabezara la guardia de honor encargada de acompañar aquellos restos a Atenas. Aquélla fue la primera y la última vez que Alejandro pisase Atenas.

 

Alejandro carga al frente de la caballería de compañeros en la batalla de Queronea.  El Príncipe Alejandro, de 17 años pero que ya era un comandante experimentado en el campo de batalla, estaba al mando de la izquierda macedonia y cabalgaba con los «Compañeros» macedonios de élite. 

Después de aquello, Filipo se erigió en dueño incuestionable de Grecia en lo político y lo militar. Ahora toda Grecia estará sometida al macedonio y Filipo fue sorprendentemente indulgente no solo con Atenas, sino con Tebas y con el resto de Grecia; necesitaba aliados para su próxima campaña contra Persia. Así pues, en la primavera de 337, todos los estados griegos, salvo los lacedemonios, fueron convocados en Corinto por Filipo para sumarse a un acuerdo de paz general y establecer una alianza militar, la llamada Liga de Corinto. Y la primera decisión que hubo de afrontar el concilio, a iniciativa de Filipo, fue organizar una nueva expedición contra Persia, con el pretexto de vengar la invasión de ciento cincuenta años atrás.

 

Reconstrucción del rostro de Filipo II de Macedonia

El macedonio fue nombrado comandante en jefe de la empresa militar que había planeado la Liga; en aquella campaña no había papel alguno asignado a su hijo Alejandro. El joven rozaba ya la veintena, y una vez más, como en 340, su misión sería la de quedar en la retaguardia para ejercer de regente de su padre. Filipo aún no había podido unirse a la fuerza avanzada que habían enviado como cabeza de puente Asia Menor a las órdenes de Parmenio, cuando lo asesinaron con tan sólo cuarenta y seis años, habiendo reinado brillantemente durante 25 años. Alejandro heredaba, a la edad de veinte años, la posición de su padre de señor del mundo griego que se extendía al este del Adriático.

Aun cuando nadie podía dudar de la identidad del regicida, no quedó claro si este había actuado en solitario o se trataba de una conspiración. Tejemanejes de índole sexual y la corte de Pella sumida en marejadas políticas. El dedo de la sospecha señaló a Olimpia, esposa del fallecido, separada de él y madre de Alejandro, y también a éste mismo, y no sin cierta razón ya que a la postre, él era el principal beneficiado de la muerte de su padre en aquel momento decisivo de la historia de Grecia. Cualquiera que fuese el papel que había representado en la muerte del monarca no cabe ninguna duda de que fue a él a quien más benefició, tanto por el hecho en sí como por el modo como ocurrió y por el momento particular en que tuvo lugar.

 

Macedonia a la muerte de Filipo II

Tras granjearse la decisiva lealtad del noble Antípatro, supo sacar partido al magnicidio al emplearlo como pretexto, en la mejor tradición de su familia, para deshacerse de potenciales aspirantes al trono y de oponentes políticos declarados. Alejandro desplegaría a lo largo de su vida una implacabilidad total en asuntos de esta naturaleza. El Ejército macedonio, empujado por Antípatro, hizo valer la prerrogativa que le había concedido la costumbre para nombrarlo rey. Alejandro se hizo así con el trono y el nuevo rey partió en dirección sur, hacia Corinto, a fin de aterrorizar a los representantes griegos de la Liga y hacer que ratificaran su carácter de hegemon hereditario, destinado a suceder a su padre y con el cargo, casualmente, la nada inoportuna consecuencia de poner en sus manos la responsabilidad de la invasión del Imperio persa, campaña que ya había comenzado Filipo.

Pero antes de dirigirse a Asia en persona y con toda seguridad no sin cierto fastidio, se vio obligado a ocuparse de asuntos más urgentes y más inmediatos en lo geográfico. En virtud de una campaña concebida, coordinada y ejecutada con brillantez en 335 a.C, Alejandro avanzó en dirección este, contra los tribalios de Tracia, a través del elevado paso de Sipka. A continuación, puso rumbo al norte antes de cruzar el Danubio, río que, al parecer, pretendía convertir en frontera septentrional de la Macedonia imperial. Aquella empresa bélica constituye una muestra clásica de la atención que prestó en todo momento Alejandro Magno a la necesidad de proteger su retaguardia. Acto seguido, volvió a avanzar en dirección oeste para arremeter contra los ilirios. Tras haber sojuzgado a los ilirios, recibió noticias de que en Grecia había estallado otra revuelta dirigida por Tebas. La hegemonía macedonia en Grecia y los Balcanes no estaba aún consolidada y algunos estados griegos, como Tebas y Atenas, intentaron sublevarse aprovechando el falso rumor de la muerte del soberano macedonio en su primera campaña iliria.

La reacción del nuevo monarca macedonio no se hizo esperar; en 335 puso sitio a Cadmea, sede institucional de la Liga beocia; demostrando que podía igualar en velocidad a su padre, se apresuró en dirección sur y llegó a Tebas en trece días, con una media de veinticinco-treinta kilómetros diarios; cuando un ejército macedonio de más de treinta mil hombres fue avistado desde las murallas de la ciudad, los tebanos no podían dar crédito a lo que veían: este “Alejandro” tenía que ser Antípatro, o quizás Alejandro de la Lincéstide, que había sido puesto al frente de Tracia. Sin embargo, se trataba de Alejandro y en una semana, dio comienzo lo que bien podría denominarse como el desastre más rápido y de mayores y más calamitosas proporciones que nunca había sufrido una ciudad griega. Tebas había estado esperando la llegada de las tropas atenienses y a los ejércitos de las ciudades griegas del sur, pero sólo los arcadios se movilizaron para unirse a ellos. El resto habían desaparecido como por ensalmo.

Alejandro saqueó la ciudad, reduciendo a la esclavitud a gran parte de su población; Tebas sería destruida respetando tan sólo lo templos y la casa del poeta Píndaro. Durante el brutal saqueo, los aliados griegos de Alejandro de las ciudades vecinas a Tebas, se destacaron por ser peores que cualquier tracio.  Filipo había apoyado repetidas veces a las pequeñas ciudades contra sus vecinos más poderosos; ahora que Alejandro desmantelaba el poder de Tebas, eran esas pequeñas ciudades las que se unían a él incondicionalmente como aliados. Con gran habilidad, Alejandro encomendó el destino de la ciudad a la decisión de esos aliados griegos, y como resultado, la ciudad será totalmente destruida y su territorio sería repartido entre los confederados. Treinta mil tebanos fueron convertidos en esclavos, incluyendo a mujeres y niños, que se vendieron a un precio bastante razonable teniendo en cuenta el exceso de oferta que la cifra suponía en el mercado local. Se exoneró a los sacerdotes, pues se habían opuesto a la rebelión, así como a todos los amigos y representantes de los intereses macedonios, incluyendo a los descendientes del poeta Píndaro, que le había dedicado poemas al rey de Macedonia ciento cincuenta años atrás.

En nombre de sus aliados griegos, Alejandro destruyó uno de los tres grandes poderes de Grecia que lo había amenazado. Se trata de un castigo desproporcionado al intento de sublevación, pero tenía ante todo un valor ejemplarizante para otras poleis griegas que se sentían proclives a seguir los pasos de los tebanos. Así arcadios, eleos y etolios, hasta entonces hostiles a Macedonia, depusieron su actitud con presteza e incluso Atenas, siempre dispuesta a cambiar de chaqueta, que a propuesta de Demóstenes había enviado refuerzos a Tebas, mandó rauda, ahora, una embajada a Alejandro encabezada por Demades con el fin de procurar una rápida reconciliación. Atenas no había enviado tropas para apoyar la causa tebana y es que Alejandro todavía controlaba los puertos de los Dardanelos a través de la flota y el contingente de avanzada, y posiblemente sus barcos ya retenían la flota que traía el grano desde el Mar Negro, del que Atenas dependía para el suministro de alimentos.

Aunque Alejandro estaba ansioso por darle una a estas alturas más que merecida lección a Atenas, sin embargo, no podía arriesgarse a asediar sus grandes murallas, algo que no resultaría nada fácil. Además, siendo prácticos, no obtenía nada con ultrajar a una ciudad cuya flota y reputación necesitaba utilizar contra los persas, por lo que simplemente, ordenó la rendición de los generales y los políticos que de forma más evidente se habían opuesto a él. La lista de víctimas fue objeto de discusión, pero la embajada de Atenas lo persuadió, al menos eso pensaban ellos, mediante súplicas, para que moderara sus términos, y Alejandro se contentó con que sólo Caridemo abandonara Atenas. En la práctica fue un grave error, pues de este modo el general ateniense más experimentado entró al servicio del rey persa, y hubo otros dos ciudadanos atenienses, sospechosos a los ojos de Alejandro, que lo siguieron por decisión propia y un año más tarde, estaban alentando la resistencia en Asia.

Hasta que se impuso en la última batalla contra el gran rey de Persia, Alejandro tuvo a más griegos luchando en contra que a su favor. Entre 336 y 322 a.C., hubo en todo momento un número nada desdeñable de ciudades de la Hélade alzadas en armas contra él o su subordinado inmediato, Antípatro. Alejandro optó pues por someter a los griegos mediante la intimidación y baste con recordar el ejemplo de Tebas.

 

El Imperio Persa en su máxima extensión territorial

Alejandro regresó al norte a finales de octubre del 335 a.C., pero no sin detenerse para hacer una ofrenda al oráculo de Delfos. Según cuenta la leyenda, a Alejandro le negaron la consulta del oráculo porque había ido en un día desfavorable, pero el, ni corto ni perezoso, agarró a la pitia de las manos y la arrastró hasta el templo. Por el camino, ella le espeto, “hijo, eres irresistible” y Alejandro se lo tomo como la respuesta del oráculo y dejo tranquila a la pobre pitia. Ya tenía la predicción que quería. Dado que estos días desfavorables no se conocen hasta la época romana, la historia del forcejeo y la negativa es una de las tantas leyendas entorno a Alejandro.

Reafirmado el dominio macedonio en sus fronteras y pacificada la Hélade, Alejandro dejó como lugarteniente al general Antípatro, que se acercaba ya a la sesentena,; estaba formalmente al mando como principal representante del rey, encargado de gran parte de la administración cotidiana y de mantener el dominio de Macedonia en las fronteras del norte y sobre Grecia. Pero no ostentaba un poder propio, sino como representante del rey. El anciano Antípatro recibirá pues como retribución por su apoyo en la proclamación de Alejandro como rey inmediatamente después del asesinato del rey Filipo, el cargo de regente de Macedonia y el dominio de Grecia en calidad de segunda autoridad de la Liga de Corinto.

La avanzada que Filipo había enviado a Asia, al mando de Parmenio y Átalo, estaba formada por unos 10.000 infantes y unos 1.500 jinetes, una pequeña parte del poder militar macedonio, destinado a disputar al rey persa Darío III el control sobre las ciudades griegas incluidas en las distintas satrapías asiáticas. Pese a ser un pequeño ejército, lo cierto es que tuvo muchos éxitos y solo el retraso en el envío de los necesarios refuerzos, por no mencionar la ejecución de Atalo por orden de Alejandro tras las purgas que este desato para consolidarse en el trono después del asesinato de Filipo, le quitó la inercia a la campaña. Poco a poco las ciudades que habían desertado del bando persa para unirse a los invasores macedonios, comenzaron a pensárselo mejor y poco a poco se fueron produciendo revoluciones que reemplazaron los regímenes que le habían dado la bienvenida a Parmenio y sus hombres por otros dispuestos a mostrar su lealtad nuevamente a Persia. A finales de 335 a.C., los macedonios conservaban poco más que una cabeza de puente en el lado asiático del Helesponto.

Pero el grueso del ejército estaba ya en camino. No está claro el tamaño real de la fuerza expedicionaria ya que los números varias mucho según las fuentes. No obstante, hay un consenso básico entre los estudiosos del tema respecto a la composición aproximada de este ejército, que estaría compuesto por ocho escuadrones (ile) de caballería de los Compañeros, uno de los cuales era el escuadrón real; este escuadrón, contaba con el doble de hombres que un escuadrón normal, que estaba compuesto por 200 jinetes. De modo que contaría con unos 1.800 Compañeros a caballo. Normalmente no utilizaban escudos cuando montaban, utilizaban un casco abierto para poder ver y oír claramente y una coraza de cuero, lino o metal. Unas botas altas les proporcionaban cierta defensa adicional que podían completar con espinilleras. Su arma ofensiva principal era una lanza delgada, de madera de cornejo conocida como xyston, que normalmente se empuñaba debajo del brazo y se podía blandir con una mano; era más larga que la utilizada por la caballería persa. Dada su delgadez, gracias a la cual era muy ligera, se rompía frecuentemente, por lo que era la espada era el arma que más utilizaban los jinetes. También contaba con caballería tesalia, cuyo número parece ser equivalente al de la caballería de los Compañeros y también estaba organizada como ellos, en ilai. Rara vez se menciona a la caballería griega suministrada por otros aliados, aunque sabemos que existió.

Además, contaba con tres regimientos de Hipaspistas, cada uno de unos mil hombres; eran los solados más profesionales del ejército, reclutados por su valor y destreza, y por ello eran también los que más a menudo participaban en los combates. Aunque es posible que utilizasen a menudo la sarissa y un escudo pequeño, su equipamiento estándar era un escudo que a todos los efectos era un hoplon y una lanza de alrededor de dos metros y medio de largo, lo que los convertía básicamente en hoplitas estándar del siglo IV a.C. Pero lo que realmente los hacía tan efectivos no era su equipamiento, sino la selección de sus componentes, la alta exigencia de su entrenamiento y su gran experiencia en victorias.

Pero el grueso de la infantería macedonia consistía en la infantería de los Compañeros de a pie (pezhetairoi) de la falange principal, equipados con la célebre sarissa. Había seis regimientos o taxeis de unos 1.500 hombres conocidos normalmente por el nombre de su oficial y o por la región de la que procedía. Es posible que hubiese infantería ligera macedonia, aunque la evidencia es escasa. Está mejor documentada la caballería ligera prodromoi, consistente en cuatro ilai. A este contingente de infantería debemos sumar los siete mil infantes griegos aliados que formaban parte del ejército principal. Casi todos los estados griegos, excepto Esparta, miembros de la Liga Panhelénica enviaron efectivos al ejército expedicionario. Alejandro, como Filipo, también utilizaba con abundancia fuerzas mercenarias y al principio de la campaña contaría con unos cinco mil hombres. Además, contaría con unos siete mil ilirios, tribalios y otros tracios, básicamente como infantería, aunque también algunos hombres de caballería.

El ejército contaba con un gran número de no combatientes, entre los que se incluirían sirvientes, pero también personal con cometidos científicos como geógrafos, arquitectos o ingenieros. Filipo había formado a sus hombres para que marchasen rápidamente y Alejandro conservó la misma disciplina, aunque había muchas bocas extra que alimentar, más animales que transportasen la comida y una gran cantidad de equipaje que llevar. Aunque comparado con un ejército griego y no digamos ya con uno persa, el convoy de Alejandro seria relativamente pequeño, aunque sustancial. Los griegos también suministraron un gran número de barcos de guerra, aunque los macedonios aportaban el mayor contingente del ejército. La flota de Alejandro, a las claras insuficiente, era griega en su totalidad, y ateniense en su mayor parte; pero estaba constituida por sólo 160 buques, aun cuando Atenas se habría bastado ella solita para tripular un número mayor de naves. Era sin duda un gran ejército invasor, bien equilibrado, cuyo núcleo estaba compuesto por muchas unidades y por oficiales acostumbrados a operar juntos y familiarizados con la victoria.

Superaba los 40.000 hombres, de los cuales unos 6.000 eran jinetes; y de estos, solamente procedían de los estados integrantes de la Liga de Corinto unos 7000 y 2400, respectivamente. Si exceptuamos la valiosísima caballería tesalia, los contingentes griegos no tardaron en quedar excluidos del campo de batalla para pasar a desarrollar funciones de guarnición. Por el contrario, Darío III fue capaz de contratar a unos 50.000 griegos calidad de mercenarios en la serie de batallas campales que culminó con la de Gaugamela, en 331 a.C., así como a muchos otros que sirvieron en la mar y en diversas guarniciones. Debieron de estimar sin duda que Darío tenía más posibilidades de salir victorioso, suposición perfectamente razonable en aquel momento, o tal vez querían combatir contra Alejandro por convicción, acaso por la misma que había motivado la sublevación de los tebanos. Sumemos a esto para comprender del todo la ecuación que, además, Alejandro desconfiaba de la lealtad de los griegos.

A ojos modernos, habituados a que la mayoría de los soldados combatientes sean muy jóvenes, el de Alejandro no era un ejército especialmente joven. Un número significativo de Hipaspistas eran hombres en la cuarentena o incluso mayores. La mayoría de los piqueros y jinetes habían servido en algunas de las campañas de Filipo, y un puñado en la mayoría o en todas ellas. Sin excepción, al principio de la expedición, los jefes de las unidades y los oficiales superiores ya se habían hecho un nombre con Filipo.

Así pues, para la primavera de 334 a.C. se habían terminado los preparativos y Alejandro al fin emprendió la gran expedición hacia Persia. Nunca regresaría a Macedonia. Partió de Anfipolis y siguiendo la ruta septentrional del Egeo alcanzó los estratégicos puntos de Dardanelos y Sigeo. En veinte días cubrieron alrededor de quinientos kilómetros y llegaron a Sesto, tras haber recorrido poco más de la mitad de la península de Galípoli. Cerca de Sestos se encuentra la zona más angosta del estrecho de los Dardanelos, menos de kilómetro y medio de ancho en algunos puntos y nunca más de tres kilómetros. Parmenio asumió el mando de las operaciones de traslado del ejército a la orilla asiática, con la ayuda de ciento sesenta trirremes aportados básicamente por los aliados griegos y una flota de apoyo de barcos mercantes y otros transportes. El desembarco no tuvo oposición, dado que la avanzada macedonia ocupaba esa cabeza de playa en Asia. Y mientras el eficiente Parmenio se ocupaba del desembarco del ejército, Alejandro se dedicó al turismo homérico. Acudió a Eleo, donde se contaba que los griegos se habían embarcado para el asedio de Troya; allí había una tumba que se decía que pertenecía a Protesilao, el primer griego que desembarcó y el primero en morir. Se erigieron altares y se hicieron ofrendas a Zeus para tener desembarcos seguros, a Atenea (a la que se asociaba con la región), y a su antepasado Hércules (que en su momento había librado su propia guerra contra Troya).

Acompañado de su escolta, embarcaron en sesenta trirremes y comenzaron el periplo, con el rey llevando personalmente el timón de su barco a la manera de los héroes de Homero. A mitad de camino se detuvo y sacrificó un toro a Poseidón y las Nereidas, las ninfas marinas, una de las cuales era Tetis, la madre de Aquiles. erigió altares al mismo trío de dioses a quienes había dedicado altares en Eleo y después recorrió los pocos kilómetros que lo separaban de Troya, o al menos el lugar que en la época se creía equivocadamente que correspondía al lugar donde había estado Troya y que estaba lleno de santuarios, momentos y objetos relacionados con la historia.

Naturalmente, visitó la tumba de Aquiles, donde depositó una corona, y una tradición nos cuenta que su amigo Hefestión depositó otra en la tumba de Patroclo, el amigo más querido de Aquiles. Aun cuando la obra homérica no menciona de forma explícita dimensión sexual alguna acerca de la relación, por lo demás íntima, que existía entre Patroclo y el héroe de la Ilíada, a quien superaba en edad, los griegos del período clásico daban por sentado, de manera indefectible, cuando menos a partir de Esquilo, su carácter homosexual. Lo mismo puede inferirse, casi con total certeza, del vínculo que unía a Alejandro Magno y a Hefestión, ligeramente mayor que él, aunque no puede aseverarse que, de ser verdad, que esa relación prosiguiese más allá de la adolescencia de ambos.

 Lo cierto es que, en la Grecia clásica, la atracción erótica entre varones durante la mocedad se consideraba un elemento perfectamente compatible con un estilo de vida heterosexual una vez se alcanzaba la edad adulta. Asimismo, tampoco existía estigma alguno de ninguna índole, incluida la religiosa, tocante a la homosexualidad en sí misma: lo que contaba era cómo se expresaba, con quién y en qué contexto. En la Grecia antigua, una homosexualidad moderada era una alternativa sexual aceptable a las esposas y las prostitutas. Era una costumbre, no una perversión. Más difícil de discernir resulta la actitud adoptada por los persas acerca de estas relaciones, si bien no cabe duda de que la práctica existía y adoptaba diversas formas. Sin embargo, los griegos pensaban, que los “bárbaros” orientales eran incapaces de valorar sus dimensiones más refinadas, entre otras cosas porque su cultura prohibía la representación del cuerpo masculino desnudo y, en consecuencia, el culto al gimnasio.

La relación masculina más intensa que mantuvo Alejandro fue con Hefestión, una relación que se presentaba según el modelo de la que en Homero mantenían Aquiles y Patroclo: hacia 350 a. C. ésta se entendía como una relación de tipo sexual, aunque los poemas de Homero no lo dicen claramente. En fuentes posteriores, Alejandro y Hefestión son descritos de manera explícita como “amante” y “amado”, y sus contemporáneos daban este hecho por seguro. Ciertamente, esto no le impidió tener primero una amante y después una esposa: quizá, como sucedía en el caso de muchos otros griegos jóvenes, se trataba de un afaire de la niñez, pero se apoyaba en un amor real que era mucho más fuerte y profundo que el mero sexo casual. Pero a los treinta años, Alejandro todavía era el amante de Hefestión, aunque hacia esa edad normalmente la mayoría de los griegos más jóvenes ya habían dejado a un lado esa costumbre y un hombre mayor habría renunciado o se habría decantado por otros chicos más jóvenes. No conocemos la edad de Hefestión, pero si se descubriera podría poner su relación con Alejandro bajo un prisma distinto, ya que podría ser el mayor de los dos, como el héroe homérico con el que lo comparaban sus contemporáneos, un Patroclo mayor para el Aquiles de Alejandro. Cuando Hefestión murió, la pena que sintió fue inmensa y las conmemoraciones que planeó, sorprendentemente extravagantes, incluyendo la promoción de un culto de carácter heroico a Hefestión.

Cuando a Alejandro se le mostró una panoplia que se decía que había pertenecido a Aquiles, la cambió por la suya y ordenó que la de Aquiles la llevasen junto a él en la batalla en los años venideros. Tras su tour turístico Alejandro se reunió con el contingente principal del ejército que a estas alturas y gracias a la eficacia de Parmenio, ya había cruzado el estrecho y estaba acampado en Arisba. La invasión principal había comenzado al fin, pero para los persas, no se trataba más que de una ligera molestia; a fin de cuentas, ya había habido ejércitos griegos en Asia Menor, y a la larga todos habían fracasado y se habían retirado.

 

 Dario II fue el último rey persa de la dinastía aqueménida (336-330 a. C.). En el año 338 a. C. el visir y eunuco Bagoas envenenó al rey Artajerjes III y promovió el ascenso de Arsés, hijo de Artajerjes, al trono del imperio. Sin embargo, ante el riesgo de que Arsés pudiera eliminarle, envenenó a Arsés a principios del año 336 a. C., e intentó instalar en el trono a un nuevo monarca que le resultara más fácil de controlar. Eligió para este fin a Darío, miembro relativamente lejano de la dinastía real. Pero el nuevo monarca pronto demostró ser más independiente y estar más capacitado de lo que le habría gustado a Bagoas, que intentó recurrir de nuevo al veneno para eliminarlo. Sin embargo, esta vez no tuvo éxito, ya que Darío, prevenido de las intenciones de Bagoas, le ordenó beber de la copa envenenada que este le ofrecía.

Los persas no mantenían un ejército regular grande, como ocurría en la mayoría de los estados antiguos; el imperio era tan enorme que, en realidad, no tenía mucho sentido militarmente que el rey tuviese a su disposición inmediata una gran fuerza entrenada ya que las enormes distancias implicaban que un ejército así tardaría demasiado en llegar al lugar donde era necesario. Para los persas, cada situación requería una respuesta adecuada, preparada para esa campaña, con levas en regiones cercanas y, si era necesario, en zonas más alejadas. Ciertamente, era difícil movilizar con debida antelación un contingente importante, pero eso no les importaba, ya que ningún oponente y menos los griegos, era considerado como una amenaza para la existencia del imperio; esto significaba que, si había derrotas iniciales, las consecuencias no eran fatales y siempre podrían movilizar nuevos y más importantes recursos.

Había pocos soldados profesionales y aunque la infantería persa era numerosa, estaba pobremente protegida y equipada en comparación con los hoplitas e incluso con los piqueros macedonios. Sencillamente, los persas no contaban con un equivalente a la clase hoplita griega y los únicos soldados de a pie que podían estar a la altura de los ejércitos griegos en combate mano a mano eran los mercenarios griegos. Los Inmortales de la época de Jerjes, los diez mil infantes persas, soldados de élite a tiempo completo, ya no existían, al menos en tal cantidad y con esa destreza en las armas.

Como en el caso del ejército, el emperador persa tenía acceso a cantidades muy importantes de barcos de guerra, aunque tampoco existía una armada persa propiamente dicha, sino flotas individuales reunidas para cada operación. Las flotas también eran multiétnicas, reclutadas de comunidades de toda la costa mediterránea, incluyendo a las ciudades griegas de Asia, y a las islas cercanas, que suministraban trirremes y tripulaciones como parte de sus obligaciones con el rey. Así pues, cada ejército y cada flota persa tardaba tiempo en reunirse y cada uno era único, porque no existía una organización permanente o una estructura de mando. Tras haber sido reunida, tenía que aprender a trabajar junta, a dar y cumplir órdenes y a maniobrar en conjunto. Sus generales eran nombrados si el rey no estaba presente, y normalmente eran sátrapas u otros oficiales y nobles de la región.

La respuesta inicial a la invasión macedonia le correspondía a los sátrapas y generales locales, que se reunieron en Zeleia, Probablemente, Darío pusiera al mando a Arsites, sátrapa de la Frigia Helespóntica. Habían conseguido reunir entre todos unos diez mil jinetes y unos cinco mil infantes, todos ellos mercenarios griegos, apoyados por infantería local. En el mejor de los casos, no contaban en general con una importante ventaja numérica sobre los griegos.

Alejandro necesitaba avanzar y ganar terreno; el suministro era un problema constante y necesitaba de un territorio que pudiera abastecer a su ejército. Además, cualquier retraso lo haría parecer débil, les permitía a los persas reforzar sus ejércitos, y dificultaría mucho cualquier otra operación que intentase. Así pues, los macedonios avanzaron hacia Zeleia con una fuerza de campo tal y como Filipo había hecho a menudo en tantas ocasiones. Prácticamente toda la caballería iba con él, más unos pocos especialistas escogidos como los agrianos. En total se llevó a poco menos de veinte mil hombres, sin incluir sirvientes, porteadores y otros no combatientes. Las ciudades que se encontraron por el camino no ofrecieron resistencia mientras que los persas, por su parte, habían avanzado desde Zeleia, básicamente siguiendo la misma ruta en sentido contrario. Se detuvieron en un lugar en el que el camino vadeaba el río Gránico, protegiendo las comunicaciones con su base y la importante ciudad de Cícico.

Alejandro marchó con su ejército dispuesto en orden de batalla, con la falange en el medio y la caballería en las alas. Sus exploradores informaron que el enemigo esperaba en la otra orilla del río y Alejandro formó al ejército en línea. Una vez se encontró a suficiente distancia pudo ver que la caballería persa estaba junto al río y la infantería, principalmente los mercenarios griegos, en terreno elevado y a cierta distancia, en la retaguardia.

Atacar directamente a través del río era muy arriesgado, porque era poco probable que se pudiese vadear por todo su recorrido sin que la formación se separase. Parmenio le aconsejó cautela, sugiriéndole que acampasen para pasar la noche y cruzasen al amanecer. Para Alejandro era una vergüenza detenerse ante aquel “insignificante arroyo” después de haber cruzado los Dardanelos así que ordenó a Parmenio hacerse cargo del ala izquierda y se dieron las órdenes de atacar. A la derecha había siete escuadrones de caballería de Compañeros al mando de Filotas, con el apoyo de agrianos y arqueros. A su izquierda estaban los prodromoi, los peonios y el resto del escuadrón de Compañeros. Luego se encontraban los Hipaspistas a las órdenes de Nicanor, con los seis regimientos de la falange principal a su izquierda, y finalmente, los tesalios, los aliados y la caballería tracia en el ala.

 

Disposición de los dos ejércitos enfrentados, al inicio de la batalla del Gránico 334 a.C.

Los persas no se retiraron ni tampoco hicieron cambios importantes en su formación, muy probablemente sin creer todavía que tuviesen que luchar. Alejandro montó en su caballo y con sus asistentes, Compañeros cercanos y escoltas se dirigieron hacia el ala derecha. Comenzó el ataque con el avance encabezado por los prodromoi, los peonios y un escuadrón de caballería de los Compañeros apoyados por un taxis de infantería mientras Alejandro se dirigía hacia el cuerpo principal de los Compañeros y daba la señal de corneta de avance general. Mientras la vanguardia vadeaba el rio, los persas desde la orilla les lanzaban jabalinas y poco a poco, otras unidades bajaron hacia la orilla para apoyarles de modo que cada vez había más defensores lanzando proyectiles a más corta distancia o cargando.

 

Carga de la caballería macedonia, encabezada por Alejandro, en el cruce del rio Gránico

Alejandro había conducido la fuerza principal de los Compañeros hacia el canal, dirigiéndose hacia la derecha mientras buscaba un punto donde cruzar; Mientras buscaba, cargó de frente a la cabeza del escuadrón real contra la concentración persa más numerosa, que acababan de repeler a la avanzadilla macedonia. En otros puntos, el resto del ejercito estaba cruzando el rio como podía, buscando el lugar en el que poder subir a la orilla. El combate fue feroz y confuso, con formaciones desordenadas y grupos de jinetes mezcladas. Algunos de los agrianos y arqueros comenzaron a acudir en su apoyo, pero básicamente fue un combate de caballería en el que las lanzas más largas de los macedonios y su agresividad les dieron ventaja sobre los jinetes enemigos y sus jabalinas más cortas. Poco a poco los macedonios comenzaron a abrirse paso y cada vez fueron subiendo a la orilla enemiga más y más hombres. Los persas, terminaron por ceder y los macedonios pudieron al fin agruparse al borde de la llanura. En la confusión de caballos y jinetes, un persa había llegado hasta el flanco del rey y levantó la espada para golpearlo. Alejandro no vio la amenaza, pero Clito el Negro, el comandante del escuadrón real, estaba cerca y le cortó el brazo al persa.

 

Gránico: Desarrollo de la batalla.

Con gran parte del ejército de Alejandro ya al otro lado ,los persas empezaron a ceder; habían conseguido repeler a la avanzadilla, pero no habían detenido ninguno de los ataques. La caballería persa huyó, junto con casi todos sus líderes supervivientes, dejando atrás a la infantería mercenaria, pasmada ante la rapidez del hundimiento persa. Permanecieron en sus puestos cuando deberían haberse retirado también, por lo que se vieron rápidamente rodeados, con la falange al frente y la caballería en los flancos y la retaguardia. Fue una masacre; dos mil mercenarios fueron hechos prisioneros, pero dado que eran griegos al servicio del enemigo persa, fueron esclavizados y enviados a Macedonia para trabajar en las minas y los campos. Sin duda Alejandro tuvo por seguro que, desde el punto de vista propagandístico, semejante medida le sería muy beneficiosa. Enviaba un mensaje poderoso a los díscolos griegos. Pero también tendrá un efecto con el que sin duda Alejandro no contaría: lejos de alentar a los griegos a combatir en su ejercito persuadió a aquellos que seguían luchando en el bando persa de que sería preferible luchar a muerte a ser capturados por Alejandro y sufrir un final prolongado e ignominioso en el equivalente macedonio de la Siberia soviética. Trescientas panoplias capturadas fueron enviadas a Grecia para que fuesen ofrecidas en el templo de Atenea en Atenas; Alejandro dictó personalmente la inscripción que debía ir con la ofrenda: “Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos, excepto los espartanos, dedican este botín de los bárbaros que habitan en Asia”.

La única fuerza de combate que poseían los persas en la zona había sido derrotada, dispersada y privada de casi todos sus líderes. Un oficial que había servido con Parmenio y la avanzada fue nombrado sátrapa, lo que demuestra que Alejandro pretendía utilizar las estructuras administrativas persas. Zeleia y otras ciudades fueron ocupadas sin resistencia en los días y semanas siguientes. El jefe de la guarnición persa en Sardes encabezó una delegación con los líderes locales para rendir la ciudad y su bien repleto tesoro. Alejandro anunció que ellos y los otros lidios serían libres y les permitiría conservar sus costumbres. Lidia había sido sometida y la dignidad de sátrapa fue a parar a Asandro, hermano de Parmenión.

Progresivamente fueron “liberadas” las ciudades jonias de Asia Menor, así como las de Frigia, Caria, Licia, Panfilia y Cilicia, aunque algunas ciudades, como Mileto y Halicarnaso, opusieron cierta resistencia. Si bien en la Jonia griega el soberano macedonio fue acogido, en general, con entusiasmo, Caria resultó ser harina de otro costal, tanto en lo que respecta a la población griega como a la que no lo era.

La ciudad de Mileto, sujeta aún a un régimen oligárquico, estaba más que resuelta a resistir al que aspiraba a convertirse en su libertador, que contra todo pronóstico se vio obligado a emprender su primer asedio. El sitio de Mileto puso también de manifiesto un cambio característico en la actitud de Alejandro respecto de los numerosos miles de mercenarios griegos que seguían considerando más lucrativo e incluso preferible también, desde el punto de vista ideológico, luchar en el bando persa. Tras el error cometido después de la batalla del Gránico, , ahora Alejandro no dudó en proponerles que se integrasen en su Ejército.

Si el ejército sufrió apenas daños de escasa consideración en el sitio de Mileto, en su siguiente asedio, el de Halicarnaso, capital helenizada, de la satrapía de Caria, se volvieron las tornas. En esta última ciudad, a pesar de la destreza que Alejandro desplegó en el empleo de la artillería de largo alcance, no logró desalojar sino en parte la guarnición persa. Y una de las razones que le impidieron obtener una victoria total fue el hecho de no controlar el mar; su recelosa negativa a emplear la flota ateniense que tenía a su disposición lo llevó a formular el célebre oxímoron de desafío que afirmaba que tenía intención de derrotar a la Armada persa, conformada sobre todo por fenicios, por tierra, es decir: capturando sus bases navales.

Durante el otoño de 334 a.C., decidió por vez primera dejar a un gobernante de origen oriental en el puesto que había ocupado bajo el gobierno de Darío: Ada de Halicarnaso, hermana menor de Mausolo, de quien, gracias a lo extraordinario del sepulcro que para él hizo construir su hermana y viuda Artemisa, deriva el término mausoleo. No se trataba de ninguna desconocida para Alejandro, recordemos que, en los últimos años del reinado de Filipo, Alejandro había entablado negociaciones para contraer matrimonio con una hija de Pixodaro, hermano menor de Ada. Las gestiones se malograron, como no podía ser de otro modo, y provocaron una grave ruptura entre padre e hijo, que también afectó a cierto número de los camaradas más allegados del príncipe. Alejandro aceptará formalmente a Ada de Halicarnaso en calidad de segunda madre. Sin duda para pasmo, cuando menos, de Olimpia, su madre. Tenemos noticia de que al rey macedonio le resultaban ya molestas las bufonadas de su madre y se contaba en los mentideros y corrillos de la corte que bromeaba diciendo que esta le había cobrado un alquiler muy elevado por los nueve meses que lo había tenido de inquilino en el útero. Por el contrario, verse obligada a competir por su condición materna con una reina extranjera no debió de hacerle ni pizca de gracia a la malhumorada Olimpia y no debió contribuir en nada a atemperar su carácter ni a atenuar sus inoportunidades. Peor aún era lo que le esperaba en 333 a.C., año en que Alejandro entabló relación de amistad con la mismísima madre de Darío.

Dejando Halicarnaso sin ocupar ni pacificar por entero, Alejandro Magno se dirigió al este por la costa de Licia, y tras volver a internarse en la meseta de Anatolia, puso rumbo a Gordio, capital de Frigia. Necesitaba controlar territorio suficiente más allá de la costa para asegurar las ciudades y reducir el riesgo de un ataque repentino o una revolución interna que le devolviese a Darío los puertos, así como acceso a la comida y otros suministros, incluyendo monturas de repuesto y animales de carga que transportasen el avituallamiento e hiciesen posible llevar a cabo las operaciones siguientes. La pretendida liberación no se realizó sin ciertas reservas y consistió en la reposición de los regímenes democráticos en las ciudades y en la implantación de una nueva situación administrativa con Macedonia: unas ciudades fueron consideradas autónomas, las sujetas a una simple contribución (syntaxeis); otras, estados tributarios, obligadas a satisfacer un tributo (phoros) anual.

 

Alejandro cortando el nudo gordiano.

Desde Cilicia la expedición se dirigió de nuevo hacia el centro de Anatolia alcanzando Godion, en Frigia, a la que llegó durante la primavera de 333 a.C y donde ocurrió el célebre episodio del nudo gordiano que, según la leyenda, preconizaba el dominio universal de Alejandro. Aquel reino había sido fundado en el siglo VIII a. C. por el soberano homónimo y consolidado por su hijo Midas, el legendario monarca cuyo tacto alquímico lo convertía todo, incluido, para desgracia suya, el alimento, en oro. El lugar en que había recibido sepultura Midas estaba señalado con un carro ceremonial, cuyo yugo se hallaba atado a una lanza mediante un nudo de una complejidad insólita. Según la leyenda, quien lograra soltarlo dominaría toda Asia. Deshizo el célebre nudo, bien desatándolo, bien cortándolo con la espada, algo que quizá concuerda más con su carácter. Los historiadores más escépticos han sospechado siempre que toda esta historia del nudo gordiano no fue más que una mera invención; pero la mayoría de los eruditos en la vida de Alejandro creen que, de un modo u otro, logró desenganchar el carro de Gordio.

También se unieron al ejército aquí los refuerzos recientemente reclutados y los hombres que regresaban del permiso de invierno en Macedonia, alrededor de tres mil infantes macedonios y trescientos jinetes, junto con doscientos jinetes tesalios y ciento cincuenta de Élide. Más o menos por esta época, también se unieron nuevos mercenarios al ejército. Tras atravesar las Puertas Cilicias, llegó a Tarso hacia el final del mes de julio del 333 a.C. La expedición sufrió aquí una demora considerable, lo que se debió, según nos cuenta Plutarco, a la enfermedad que contrajo el rey tras bañarse en un río gélido. En cualquier caso, tenía intención de esperar allí la llegada, desde Irán, del enorme ejército que estaba reclutando el gran rey Darío, quien pensaba acaudillarlo en persona. Como ya indicamos con anterioridad, siempre hacía falta mucho tiempo para congregar una hueste persa de consideración, dadas la extensión y la multiplicidad de etnias que caracterizaban al Imperio.

Para Alejandro, las tácticas todavía se centraban en el litoral y, a medida que se recobraba lentamente, había demasiadas cosas de las que preocuparse en el mar. La mayoría de los griegos preferían permanecer neutrales y Alejandro sólo pudo presionar mediante la ocupación de las bases terrestres persas de Asia, un proceso poco sistemático que lo llevó a situarse más cerca de los puertos de Siria y Fenicia, si bien los puertos de las islas y el de Halicarnaso todavía permanecían abiertos para el enemigo que se encontraba detrás de él.

Desde entonces, Alejandro se encontró sin mapas detallados y sin contactos locales, y, para saber lo que había más adelante, seguramente debió de consultar la narración de la marcha de Jenofonte, donde se especificaban detalladamente las horas de marcha y las distancias. A partir de ahí, Alejandro pudo deducir que la próxima fortaleza del enemigo en la costa era el paso de la Columna de Jonás, de Cilicia a Siria, a algo más de cien kilómetros de distancia. Por tanto, envió a Parmenión a paso lento para que, siguiendo el litoral, la tomase por adelantado, confiando en que tanto su complejo de murallas con torretas dobles como el río que discurría por la zona no estuvieran excesivamente protegidos. Recientemente había recibido cartas de su madre, Olimpia, en las que le advertía finalmente contra Alejandro el lincesta, y fue ahora cuando decidió arrestar al comandante de caballería.

En esta fase de la campaña, la confrontación ya no tenía como objetivo la “liberación” de los griegos, sino alejar a los persas del Egeo, entregando además a los macedonios el acceso a las ricas regiones de Siria y Fenicia, claves en los ejes comerciales de la época. Si Alejandro optó por aguardar en Tarso fue con la esperanza de atraer a Darío hasta la estrecha franja costera en la que podría anular su abrumadora superioridad numérica. Sin embargo, justo cuando su estratagema comenzaba a funcionar, se cansó de esperar y avanzó hacia el sur en dirección al Levante. En la ciudad de Issos, que enlazaba el camino entre la satrapía de Siria y el sur, establecieron un almacén para el equipamiento más pesado y quedaron los heridos y enfermos y continuaron avanzando y cruzaron el más meridional de los pasos, lo cual les permitía mantener su abastecimiento por mar. En ese momento, les llegó la noticia de que el ejército persa estaba en su retaguardia.

Darío y su ejército estaban en Socos, mucho más cerca de lo que los macedonios habían sospechado inicialmente, no lejos del paso cercano al Pilar de Jonás. El ejército de Darío era mucho mayor que el macedonio, por lo era complicado ser cauteloso, especialmente a medida que iba avanzando el otoño. Incluso la altamente organizada burocracia imperial pasaba serios aprietos para avituallar a un contingente tan grande si este permanecía mucho tiempo en el mismo sitio, o simplemente, para que siguiese operativo durante el invierno.

Así que Darío envió gran parte de su pesado convoy con el equipaje y el tesoro real a la seguridad de Damasco, aunque la familia real y muchos otros lujos y no combatientes permanecieron con la fuerza principal y avanzó hacia en norte penetrando por el paso de Hasenbeyli, a una altura de unos mil trescientos metros, y llevo después el ejército al sur y de vuelta al camino principal por el paso de Kalekoy, en Isos. Si Darío ya conocía el avance de Parmenión, puede que también supiera que estos puertos se habían dejado sin defensas. No podía saber que, mientras él marchaba hacia el norte, por la ladera interior de la cordillera de los Amánides, Alejandro se estaba desplazando hacia el sur por la ladera de la costa. La misma noche en que Darío atravesó el paso de Kalekoy en dirección a Isos, esperando encontrarse con Alejandro marchando hacia el este, Alejandro cruzó la Columna de Jonás esperando encontrarse con Darío acampado en el este, en Socos. Ninguno de los dos conocía el paradero del otro.

En Issos, Dario capturó el almacén macedonio y ejecutó o mutiló a los enfermos y heridos que allí se encontraban, algo tan contraproducente como la masacre de mercenarios que ordenó Alejandro en el Gránico. Este tipo de atrocidades eran arriesgadas, dado que, si bien aterrorizaban al enemigo, también podían enfurecerlo. A continuación, Darío siguió a los macedonios en busca de un buen lugar para combatir.

 

Movimientos de ambos ejércitos previos a la batalla de Issos

De ahí que estos se sorprendieran al darse cuenta que las tropas de Darío se encontraban ya, de hecho, en su retaguardia. Ahora Alejandro no tenía más opción que luchar, porque retirarse teniendo al enemigo tan cerca era peligroso, destruiría su prestigio y hundiría la moral, por no mencionar que se arriesgaría a agotar sus suministros. Lo más probable es que no tuviese, además, ninguna intención de hacerlo. Alejandro despachó a sus oficiales y les ordenó a los hombres que descansaran y tomasen una buena comida caliente; se enviaron patrullas de reconocimiento al norte, al paso de Jonás para comprobar si el enemigo se acercaba y al tener claro que no era así, con la puesta de sol dejo el campamento y tras una marcha de unos trece kilómetros, aseguro el paso y se detuvieron, montando puestos avanzados para que mantuviesen guardia, mientras los demás descansaban. Con el amanecer, el ejército macedonio descendió hacia la llanura costera, a unos 8 km de distancia de los persas.

Nos encontramos en el mes de noviembre del 333 a.C y Alejandro y Darío van a enfrentarse por primera vez, en una estrecha llanura costera entre el mediterráneo y los montes Amanus. Darío no se había movido de su posición al norte del río Pínaro, probablemente el moderno rio Payas. Sus tropas habían comenzado a fortalecer la orilla norte del río con sencillas fortificaciones de campo, quizá poco más que unas líneas de estacas afiladas.

A unos seis kilómetros y medio de la posición en la que se encontraba Darío, según habían informado, el terreno se ensanchaba ligeramente, y la infantería macedonia encontró espacio suficiente para abrirse en abanico, en formación de batalla, mientras la caballería trotaba detrás en la formación tradicional. Alejandro desplegó la infantería de un modo todavía más amplio, disponiéndola en el clásico orden de batalla: los Portadores de Escudo a la derecha, protegiendo el flanco vulnerable de la infantería, los Compañeros de a Pie en el centro y los mercenarios extranjeros lindando con el ala izquierda. La caballería aliada se desplegó a la izquierda, y los Compañeros, los tesalios y los Lanceros a la derecha. La línea se extendía ahora desde las faldas de la montaña hasta la orilla del mar, con Alejandro al mando del ala derecha y Parmenión comandando la izquierda.

 

Batalla de Issos: disposición inicial de las tropas

Darío, empeñado ahora que estaba a la retaguardia de los macedonios, en su persecución para lanzar un ataque total desde la retaguardia, seguramente no había contado con el giro de su enemigo y, por tanto, la repentina reaparición de Alejandro, volviendo audazmente sobre sus pasos, debió de significar para el Gran Rey una gran conmoción. Hacia el mediodía, el ejército de Darío se haría ya plenamente visible; como había hecho en el Gránico, el ejército persa adoptó una posición defensiva detrás de un río, al sur de la ciudad de Isos. La estrechez de la llanura constituía una enorme ventaja para Alejandro, pues detendría a Darío sin permitirle hacer ningún uso de su superioridad numérica.

Darío envió tropas a las montañas para que rodearan, sin ser vistas, el flanco derecho de Alejandro, por detrás, y descendieran para atacarlo desde la retaguardia. Esta táctica podría haber sido decisiva si Alejandro no hubiese ordenado a los agrianos y los arqueros que se rezagaran y los detuvieran. Al inmovilizar a las tropas de Darío en las estribaciones, pronto lo forzaron a retirarse. Alejandro había colocado poca caballería en el ala izquierda, donde el río se nivelaba para desembocar en el mar, aunque la orilla no era el único punto obvio donde podía producirse una carga enemiga. Dándose cuenta de esta debilidad, Darío concentró a sus jinetes para aprovecharla; de nuevo, Alejandro se dio cuenta a tiempo de su error y trasladó a escondidas a sus jinetes tesalios tras las líneas, a fin de fortalecer las defensas. Como su traslado debilitaba el ala derecha, donde el frente más amplio de los persas  ensanchaba la línea de Alejandro; dos unidades de la caballería de los compañeros fueron desplazadas a la derecha, también en secreto, tras las líneas, y los agrianos y los arqueros regresaron para unirse a ellos ahora que su trabajo en las estribaciones había terminado.

Al principio, las tropas macedonias avanzaron lentamente, pero a una señal del rey, la caballería de la derecha espoleó a las monturas y se lanzó hacia el río, con Alejandro a la cabeza. Al mismo tiempo, la caballería de Darío había empezado a moverse, iniciando una carga; los dos contingentes chocaron y la batalla que siguió es tan confusa para nosotros como sin duda debió de serlo para sus participantes. La reconstrucción detallada de una batalla antigua siempre es una cuestión de fe. los Compañeros consiguieron hacer pasar sus caballos a la izquierda y castigar el centro persa, donde, de acuerdo con una costumbre real, Darío había instalado su carro. El coraje de los Compañeros fue oportuno; en el centro macedonio, la falange había titubeado al borde del río y empezó a ir a la deriva, como si intentara igualar la velocidad de la caballería y del rey; las filas se rompieron, el muro de sarisas se abrió y los mercenarios griegos de Darío se arrojaron al río por las brechas abiertas.

 

Batalla de Issos: movimiento decisivo de Alejandro

La lucha fue feroz y las pérdidas de los macedonios habrían sido más graves si los jinetes de Alejandro, dando la vuelta hacia el centro persa, no hubieran cortado el paso a los mercenarios griegos por detrás y los hubieran forzado a volver la vista hacia atrás, a su retaguardia amenazada. En la orilla del mar, a la izquierda, las brigadas de Parmenión se habían mantenido firmes. Aquí, los jinetes de Darío se vieron abocados a unirse a su centro mientras los tesalios los rebasaban atropelladamente por el ala izquierda, lo que significaba dar la vuelta y unirse a Alejandro en la persecución.

Puesto que la caballería enemiga se abría camino por ambos lados hacia Darío, el Gran Rey se dio cuenta del peligro que corría y decidió virar su carro y huir, dejando que su hermano Oxatres se defendiera heroicamente entre los jinetes macedonios que avanzaban. Avanzo como pudo, traqueteando con su carro de guerra sobre el accidentado terreno, hasta que los riachuelos y los surcos le impidieron seguir huyendo, por lo que el Gran Rey abandonó el escudo y las vestiduras persas en el carro vacío y monto su caballo pariendo al galope; mientras Darío sacaba ventaja, la llegada de la noche hizo que los macedonios y los tesalios desistieran de llevar a cabo una persecución más apremiante. El Gran Rey tuvo tiempo de escapar hacia el este a través de los montes Amánides y, finalmente, Alejandro dio por finalizada la cacería y regresó al campamento al filo de la medianoche. Su fracaso supuso una grave decepción, pero de vuelta al campo de la victoria había suficientes premios para compensar la pérdida de la persona de Darío.

La infantería macedonia, rota y sin protección, debió de sufrir gravemente a manos de sus enemigos griegos; la batalla de Isos puso de manifiesto las recurrentes limitaciones de los Compañeros de a Pie cuando se veían forzados a marchar por un terreno irregular, lleno de baches y se ganó únicamente por los méritos de la caballería, inferior en número y seriamente dificultada por la inclinación del terreno. Los persas fueron derrotados como resultado del entrenamiento, el ímpetu y la moral alta que hicieron de los Compañeros la mejor caballería de la historia.

Los macedonios saquearon cuanto pudieron llevarse consigo, pero reservaron la tienda real para el hombre que ahora se la merecía, por lo que, cuando Alejandro regresó a medianoche, ensangrentado y cubierto de barro, pidió lavarse bañera de Darío, y lo condujeron hasta el premio que le correspondía por derecho propio. En el umbral de la gran tienda real, Alejandro permaneció de pie, quizá mudo de asombro ante una visión que ningún joven de Pela ni siquiera podía haber imaginado:

Cuando vio los cuencos, las jarras, las tinajas y los cofres, todos de oro, trabajados de la forma más exquisita y colocados en una cámara que desprendía una maravillosa fragancia de incienso y especias, y cuando la atravesó para llegar hasta la tienda, cuyo tamaño y altura no eran menos notables, y cuyas mesas y sofás incluso estaban preparados para la cena, entonces miró largo y tendido a sus Compañeros y comentó: «¡Por lo visto, en esto consiste ser un rey!».

Junto con una enorme cantidad de riquezas, en el campamento persa los macedonios también capturaron a la familia de Dario. Alejandro les concedió inmediatamente el estatuto real y la reina conservaría su rango. A la mañana siguiente, junto con hefestión, fue a visitar a los prisioneros reales. Las fuentes clásicas nos cuentan que cuando la reina madre vio a Hefestión, hizo una reverencia pensando que era Alejandro; claramente, era el más regio de los dos. Hefestión retrocedió y ante el rerviosismo de la reina por su error, Alejandro, con sumo tacto, le dijo: “no es ningún error pues él también es un Alejandro”. Saludo a la esposa de Dario y a su hijo de seis años y confirmó los privilegios reales de las damas. Vivirían sin ser molestadas en sus propios alojamientos.

Pero estas no fueron las únicas recompensas de Alejandro. Parmenión capturó Damasco y con ella, su tesoro: 260 talentos en monedas y unos 225 kilos de plata sin acuñar. Solo las monedas equivalían a los ingresos de un año de la Macedonia de Filipo y bastaban para saldar todas las deudas del ejército y los salarios de siete meses. Además, trescientos veintinueve músicos de sexo femenino, trescientos seis cocineros diversos, trece maestros pasteleros, setenta catadores y cuarenta expertos en el arte de elaborar esencias» habían sido capturados. Y con ellos, la dama persa Barsine, hija del sátrapa Artazazo, de sangre real por via materna. Había sido refugiada en Pela 20 años atrás, durante el exilio de su padre y allí había conocido al joven príncipe. Barsine y Alejandro serán amantes durante los siguientes cinco años. A orillas del río Payas, Alejandro dedicó altares a Zeus, Atenea y Heracles; también ordenó fundar la primera de sus muchas ciudades conmemorativas, Alejandría de Isos, en la costa de la actual Alejandreta.

Issos había sido la mayor batalla librada hasta entonces por el ejército creado por Filipo y perfeccionado por Alejandro, y el botín obtenido había sido proporcionalmente enorme, a una escala completamente distinta a cualquier otra victoria, no ya de los macedonios, sino de cualquier ejército griego en campañas anteriores. Entre los prisioneros capturados en Damasco había delegaciones tebanas, espartanas y atenienses enviadas a Darío y Parmenio se los envió todos a Alejandro. Este, liberó a los tebanos, declarando públicamente que cualquiera cuya ciudad hubiese sido arrasada, tenía todo el derecho a buscar ayuda allá donde pudiese encontrarla; el espartano fue arrestado dado que su ciudad no solo se había negado a unirse a la alianza de los griegos contra Persia, sino que además se estaba volviendo abiertamente hostil; y el ateniense que era hijo y tocayo de Ifícrates, se quedó con el rey, tratado con honor y amistad, por el respeto y la gratitud hacia su padre y por mostrar una políticamente prudente de buena disposición hacia Atenas.

La mayoría de los mercenarios griegos que habían podido escapar de la derrota huyeron por mar, quemando los barcos de transporte y los trirremes que no necesitaban, por miedo a ser perseguidos. Solo una minoría de los supervivientes se mantuvieron fieles a Darío. Aunque Issos había sido una gran victoria, que había dañado seriamente el prestigio de Darío y aumentado la fama de Alejandro, el rey persa seguía poseyendo una gigantesca riqueza y la mayor parte de su imperio a la que recurrir, mientras que sus barcos de guerra dominaban el Egeo. Así las cosas, Darío se retiró al este más allá del Éufrates, hacia el corazón de su imperio, y Alejandro, sabiamente, no lo persiguió. Dadas las enormes distancias, adentrarse en Persia habría sido peligroso.

La estrategia macedonia consistía en derrotar el poder naval persa capturando sus bases en tierra y los fenicios constituían parte fundamental de cualquier flota persa, tanto por el número como por la calidad de barcos y tripulaciones. Tras Issos, sus ciudades estaban prácticamente a tiro de piedra. Así que a finales del año 333 a.C, Alejandro avanzó con el grueso del ejercito hacia el sur a lo largo de la costa del actual Líbano mientras Parmenio se quedaba en retaguardia. Inicialmente, las noticias de la victoria en Issos favorecieron un avance rápido. Biblos y Sidon se entregaron a los macedonios, que continuaron avanzando hacia Tiro y cuando una delegación de esta ciudad se presentó ante Alejandro para ofrecer también su sumisión, todo parecía indicar que el avance hacia Egipto seria rápido. Pero cuando Alejandro llego ante sus murallas, la propuesta había cambiado hacia la neutralidad. El rey tirio estaba con la flota persa, y su hijo actuaba en su nombre en las negociaciones. El temor a que su rey y sus barcos se convirtiesen en rehenes, junto con una histórica rivalidad con Sidón fueron las que determinaron su respuesta. Informaron a Alejandro no le permitirían entrar en la ciudad. Se hizo un nuevo intento de negociación, pero los defensores subieron a los enviados macedonios a la muralla de la ciudad y los mataron y los lanzaron al mar, a plena vista.

 

Tiro era la más importante ciudad-estado fenicia, con cerca de 40 000 habitantes,; estaba dividida en dos partes: la Ciudad Nueva o isla de Tiro, situada en un islote a 800 metros de la costa y la Ciudad Vieja o Tiro continental, situada a orillas del litoral. La isla de Tiro estaba rodeada por unas formidables murallas que llegaban a alcanzar los 46 metros de altura en la zona frente a la costa; además poseía 2 puertos, denominados el Puerto de Sidón (situado al norte) y el Puerto Egipcio (situado al sur) y estaba unida al pequeño Islote, donde estaba situado el templo de Melkart, la deidad más importante de Tiro. Melkart era el equivalente fenicio de Heracles, más conocido por el nombre de Hércules por los romanos.

Tiro distaba de la orilla unos ochocientos metros, en los que el mar era al principio poco profundo, aumentando al acercarse a la isla sobre la que se erguía la ciudad, una isla amurallada, de unos cuatro kilómetros y medio de perímetro. Sus murallas eran altas, reforzadas con torres aún más elevadas y bien construidas y conservadas y se levantaban casi al borde del mar, de modo que no había terreno suficiente para construir maquinaria de asedio o hacer chocar arietes. La ciudad estaba provista de dos puertos, uno en el norte y otro en el sureste, extramuros. Los tirios no habían enviado a todos sus barcos de guerra con la flota persa, y disponían de muchos navíos con buenas tripulaciones, frente la escuálida flota macedonia, a quien superaba considerablemente en número. También tenían mucha comida y la libertad de transportar más por mar, y entre su gran población, muchos hombres muy motivados para luchar.

Dado que no podían aproximarse por mar, los macedonios debían construir un dique desde la orilla hasta la isla. Para conseguir esto, las ruinas de la Ciudad Vieja de Tiro les proporcionaría la piedra, los bosques de cedro del Líbano la madera, y los soldados, los porteadores, sirvientes y civiles traídos más o menos voluntariamente de entre sus aliados, la fuerza de trabajo necesaria. También era necesario llevar suministros para alimentar y dar de beber a su ejército y los obreros y por lo general las comunidades de la región obedecieron. Durante meses, el dique fue creciendo lentamente y al principio, la única acción hostil de los tirios consistió en insultarles a gritos, pero según iba avanzando, los defensores, ya no tan divertidos, pasaron de la agresión verbal, a la física, lanzando todo tipo de proyectiles desde las murallas y los barcos.

Los macedonios respondieron construyendo dos altas torres situadas en el extremo del dique, que cubrieron con pieles contra proyectiles incendiarios y equiparon con su propia artillería. Desde esa altura podían disparar sobre la cubierta de los barcos tirios por lo que estos se vieron forzados a mantener una segura distancia; al mismo tiempo las torres también dificultaban los ataques desde las murallas. Los tirios contraatacaron: llenaron un barco de transporte de combustible. Colgaron de los mástiles calderos con aceite y líquidos inflamables para que cuando los palos cayeran consumidos por el fuego, los líquidos alimentasen las llamas. Luego cargaron el barco de modo que la popa fuese más pesada y tuviese más probabilidades de chocar contra el dique. Basándose en sus conocimientos sobre las corrientes marinas y los vientos, esperaron al momento oportuno para que unos trirremes tiraran del barco hacia las obras enemigas. Los trirremes impulsaron el barco mientras la tripulación a bordo prendía los primeros fuegos. Después lo soltaron y el barco y sus tripulantes avanzaron solos el resto del camino. En el último minuto, los marineros se lanzaron al mar y nadaron hasta lugar seguro antes de que el barco se estrellase contra el dique.

Tras el impacto, las torres y el marco del dique comenzaron a arder; entonces se aproximaron barcos tirios que disparaban a cualquier macedonio que intentase resistirse y desembarcaron partidas que destrozaron y quemaron todo lo que se les puso a tiro, nunca mejor dicho. El trabajo de meses quedo destruido, pero Alejandro ordenó volver a comenzar las obras y esta vez, con un dique mucho más ancho que tendría más torres para protegerlo. Además, Alejandro acudió a Sidón con los Hipaspistas para reunir tantos barcos de guerra como pudiese, dado que ya tenía claro que era muy difícil que el asedio tuviese éxito mientras los tirios fuesen controlasen del mar. Así reunió ochenta barcos fenicios de Sidón, Arados y Biblos. Rodas envió otros diez barcos, Licia el mismo número, además de un puñado de naves de otras ciudades.

Los reyes de Chipre enviaran una flota de ciento veinte barcos de guerra una vez tuvieron noticia de la victoria de Issos y no antes, alarmados porque toda Fenicia ya estuviera en poder de Alejandro y este hizo borrón y cuenta nueva. El pragmatismo estaba a la orden del día en ambos bandos. Junto con los chipriotas, llegaron de Sidón cuatro mil soldados de refuerzo griegos que habían sido reclutados la primavera anterior en el sur de Grecia. Mientras tanto, las tropas persas habían huido hacia el norte tras su derrota en Issos, a la Capadocia, que Alejando apenas se había preocupado de someter aquel otoño, y durante los meses de invierno se habían desplazado hacia el oeste con la ayuda de las tribus nativas y la caballería, en un esfuerzo por huir a la costa y reunirse con los almirantes persas. Se libraron tres batallas campales de gran trascendencia, en las que el oficial veterano de Filipo, Antígono el Tuerto, se cubrió de gloria. Volviendo al asedio, los tirios decidieron ahora retirarse, situando en las entradas de las dos bahías una línea de trirremes mirando al exterior. Esta maniobra impedía la entrada de la flota de Alejandro, ciertamente, pero al mismo tiempo, dejaba encerrada a la de Tiro.

El nuevo dique fue avanzando lentamente, aunque los macedonios tuvieron que buscar los materiales todavía más lejos, especialmente la madera; los trabajadores ya no sufrieron más ataques de los barcos enemigos, pero una vez estuvieron al alcance, fueron sometidos a un bombardeo de dardos, flechas y piedras desde las murallas. Los macedonios respondieron desde sus torres y barcos, por lo que ambos bandos debieron dedicar muchos esfuerzos para protegerse de los proyectiles. Los macedonios amarraron barcos mercantes a algunos trirremes para que sirviesen de base al montaje de artillería en las torres o para equiparlos con arietes y atacaron en diferentes partes de las defensas, no solo ya en el tramo de muralla delante del dique.

 

Esquema del cerco de Tiro. El dique devino luego tómbolo y la isla, istmo

Los tirios respondieron blindando las cubiertas de algunos barcos de guerra para que pudiesen hacer incursiones protegidos de los proyectiles enemigos, con el fin de atacar o cortar los cabos que unían los barcos que servían de apoyo a las máquinas de asedio. También bucearon para cortar las cuerdas y los macedonios sustituyeron los cabos por cadenas para que no los pudiesen cortar, y cubrieron sus barcos para acercarse a las defensas enemigas y bloquear los ataques de los barcos de guerra blindados tirios.

Mientras Tiro todavía se mantenía firme, Darío envió una carta a Alejandro ofreciéndole un gran rescate, la mano de su hija en matrimonio, amistad y una alianza, así como todas las tierras que se encontraban por encima del río Éufrates. “Si yo fuera Alejandro aceptaría la tregua y el final de la guerra sin correr más riesgos”, cuenta la leyenda hagiográfica de Alejandro que dijo Parmenio en aquel instante. “Yo también la aceptaría si fuera Parmenio”, le respondió Alejandro. En la contestacion que le envió al Gran Rey, destacaba que el ya controlaba todas las tierras que Darío le cedía, que no necesitaba dinero tras sus recientes victorias y que, además, podía casarse con la hija del rey, si quisiera.

Darío recibió la respuesta de Alejandro al mismo tiempo que escuchaba, de labios de un eunuco que se había escapado del campamento, la noticia de que su esposa había fallecido mientras daba a luz y que Alejandro le había ofrecido un magnífico funeral, un tributo que no tenía ninguna necesidad política de ofrecer. Las noticias de la muerte de su esposa y del rechazo de Alejandro a la oferta de paz determinaron finalmente a Darío a reunir un ejército verdaderamente grande desde el Punjab hasta el golfo Pérsico, una tarea que le llevaría un año entero.

Los defensores de Tiro se centraron ahora en preparar un asalto por mar, y durante los días anteriores desplegaron velas en la boca de la bahía de Sidón para que los atacantes se acostumbrasen a verlas y no se alarmasen. El ataque llegó repentina y silenciosamente en medio del día y la sorpresa fue total; varios barcos, incluidos los buques insignia de los reyes aliados, fueron sorprendidos anclados y hundidos. Alejandro respondió no obstante rápidamente y reunió tripulaciones para todos los barcos que pudo, envió a algunos barcos a volver a cerrar la bahía evitando así que llegaran refuerzos a los atacantes y además cortándoles la línea de retirada, y lideró al resto para interceptar al enemigo. Casi todos los barcos atacantes fueron hundidos o capturados, aunque las tripulaciones escaparon nadando hacia la ciudad. No hubo más salidas, y el precio de esta sin duda mermó la moral.

El ataque principal macedonio fue ahora preparado cuidadosamente, encabezado por dos barcos que transportaban escalas. En uno iban Hipaspistas y en el otro, miembros escogidos de uno de los regimientos de la falange. Probablemente también se lanzaron otros ataques secundarios para que los defensores tuviesen que desplegarse. Aunque Alejandro observaba desde una torre el ataque, rápidamente se unió al asalto cuando empezaron a hacerse grandes avances; los tirios comenzaron entonces la retirada. Entraron barcos en ambas bahías y los defensores abandonaban la muralla exterior mientras cada vez más atacantes entraban en la ciudad. Tras tantos esfuerzos y tantos frustrantes meses, los macedonios se sentían ahora eufóricos y vengativos.

Alejandro había proclamado que se le perdonaría la vida a quienes se refugiasen en un templo y no se mostró piedad en ninguna otra parte; muchos defensores se reunieron cerca del templo de Agénor y montaron una última e inútil defensa. El ejército de Alejandro asesinó a unos ocho mil ciudadanos de Tiro y, entre los que no se hicieron a la mar para ponerse a salvo en Cartago y Sidón, esclavizó, según las fuentes, unos 30.000 personas, mujeres y niños; a otros, incluidos los enviados cartagineses y Acemilco, rey de Tiro, que se habían refugiado en el templo de Hércules, se les respetó la vida. A Acemilco se le restituyó la realeza mientras que dos mil ciudadanos más fueron crucificados a lo largo de la orilla.

Alejandro celebró la captura de la ciudad con algo más que una carnicería. Una de las primeras cosas que hizo fue cumplir su deseo de hacerle un sacrificio a Hércules en el templo de la ciudad. Su recientemente adquirida armada desfiló, y se celebraron competiciones, incluida una carrera iluminada por antorchas. La captura de Tiro fue el sitio más largo y complicado que llevaron a cabo Filipo o Alejandro. Tras su conquista, se llevaron colonos de varios lugares para repoblar la ciudad, aunque es muy posible que, con el tiempo, regresaran supervivientes de la antigua población. La marea fue arrastrando cada vez más y más barro hacia el dique, formando un istmo permanente hasta nuestros días.

Una vez que Tiro cayó, pudo continuar el avance hacia el sur, a través de las llanuras costeras, hasta Egipto, seguro de recibir la rendición de las ciudades menos importantes que había en Siria y Palestina. La ciudad de Gaza se encontraba en su camino y era el último obstáculo significativo antes de la ruta por el desierto hacia Egipto; defendida el gobernador persa Batis, contaba con una fuerza que incluía un contingente de mercenarios árabes. La ciudad se encontraba sobre un tell elevado, una colina artificial creada con el paso de los siglos con el polvo acumulado sobre las ruinas de asentamientos anteriores, y además, estaba dotada de muros Sin duda, Batis era un líder tan decidido como Alejandro y muy capaz, que contaba con la fuerza de su posición y le era completamente leal a Darío.

Asi que el rey macedonio, que sin duda había esperado que Gaza se rindiese o cayese en un asalto rápido, se encontró con otro asedio que le llevó dos meses. El convoy del ejército macedonio contaba con máquinas de asalto ligeras que podían desmontarse y volver a montarse, pero resultó ser insuficiente y tuvieron que traer maquinaria más pesada por mar desde Tiro. Los macedonios construyeron grandes montículos para llevar torres y arietes alrededor de toda la ciudad y excavaron túneles para pasar por debajo de las murallas; esta es la primera mención de esta técnica por parte de los ingenieros macedonios, que era rara incluso en las tradiciones de la táctica occidental para asedios. Todos estos preparativos de asedio llevan su tiempo, y como de costumbre Alejandro lanzó ataques de sondeo para debilitar a los defensores. Batis lanzó una salida que consiguió apartar a los macedonios de uno de los montículos de asedio, con la intención de prenderles fuego a las máquinas y Alejandro rápidamente, encabezó a varios de los Hipaspistas en un contraataque que consiguió repeler al enemigo. Tras la refriega, fue alcanzado en el hombro por una flecha o con un proyectil lazando por una cartapulta, que atravesó su escudo y su coraza. Comenzó a sangrar abundantemente y ya estaba al borde de la inconsciencia cuando sus hombres se lo llevaron a lugar seguro. A pesar de ser una herida grave, un tratamiento hábil y la fuerte constitución del rey lo sacaron adelante.

Hefestión llegó procedente de Tiro poco después con el equipamiento pesado, y el asedio se renovó con fuerza durante las semanas siguientes. Los túneles estaban terminados y se llenaron de material combustible que a su vez se prendió, quemando las vigas de madera. Cuando estas vigas se derrumbaron, el suelo se vino abajo y también la sección de la muralla que tenía encima, abriendo una brecha en las defensas. Batis y sus hombres no cedieron ni un palmo y consiguieron repeler tres asaltos. Un cuarto asalto abrió nuevas brechas, las atravesó y escalando el muro superó las defensas. Alejandro que ya se encontraba bien, volvió a resultar herido cuando una piedra lanzada lo alcanzó en la pierna. Batis había desafiado a Alejandro, y como sucedió en Tebas y en Tiro, su castigo fue salvaje: la ciudad saqueada, los hombres fueron masacrados y las mujeres y los niños vendidos como esclavos. De nuevo, la ciudad fue repoblada con personas traídas de las cercanías. Curcio nos cuenta que Batis fue capturado tras luchar heroicamente hasta el agotamiento, y llevado a presencia de Alejandro; como no se sometió ni suplicó clemencia, el macedonio explotó en un ataque de ira y ordenó que atasen por los pies y lo arrastrasen detrás de un carro hasta que muriese. El castigo estaba inspirado en La Ilíada, Aquiles había tratado así el cadáver de Héctor, pero era mucho más salvaje hacérselo a un enemigo vivo; un acto particularmente cruel para con un enemigo noble y valeroso.

Cuando el ejército macedonio llegó a la ciudad-fortaleza de Pelusio, la puerta de entrada hacia Egipto, fue saludado por una multitud entusiasmada. El gobernador persa entregó rápidamente el territorio al invasor, en un destacado contraste con la resistencia de Batis, aunque el poco entusiasmo que sentían los egipcios por sus dominadores persas hacia poco probable que pudiese mantener una resistencia importante. Alejandro se nombró a sí mismo faraón, rey de los Reinos Superior e Inferior, hijo del dios Ra, amado del dios Amón y en los monumentos fue representado al modo tradicional egipcio. En un señalado y calculado contraste con los persas, mostró un gran respeto hacia los egipcios, su religión y sus costumbres, lo que a su vez conllevó un generoso tratamiento por parte de la muy influyente casta sacerdotal.

Aquí fundará la más famosa de sus Alejandrias y a finales de 332 o principios del año 331 a.C., se adentró en el desierto, hacia el oeste, con una pequeña columna, para visitar en el oasis de Siwa el santuario y oráculo de Amón, dios al que los griegos asociaban con Zeus. Se decía que Hércules y Perseo habían visitado el oráculo; Amón era un dios mucho más conocido en Grecia y que Alejandro eligiese este oráculo precisamente, en lugar de cualquiera de los que había en el propio Egipto nos muestra que no le interesaba especialmente la opinión local. Tras avanzar hasta a Paretonio (la moderna Mersah Matruh), donde recibió  a varias delegaciones y la sumisión de Cirene, al oeste, Alejandro siguió los caminos del desierto alrededor de doscientos setenta kilómetros hasta llegar a Siwa. El oasis estaba aislado, sí, pero no era tan remoto como para que el camino no fuese razonablemente frecuentado. Sin embargo, la falta de experiencia de los macedonios en el desierto hizo que el viaje les resultó duro.

 

Alejandro en el santuario y oráculo de Amón en Siwa

El sacerdote principal lo esperaba fuera y recibió a Alejandro como “hijo de Amón” o “hijo de Zeus”, lo que puede reflejar su nuevo estatus como faraón; Alejandro acompañó a solas al sacerdote al interior y Arriano no dice que le hizo la pregunta al dios “y recibió la respuesta que deseaba su corazón, como dijo, y emprendió la vuelta a Egipto”. Desconocemos el modo mediante el que el oráculo le dio su respuesta, bien fuese por el antiguo método egipcio de una barca sagrada que varios sacerdotes llevaban a hombros, o bien un sacerdote que hacía gestos y muecas faciales. En adelante, Alejandro le prestaría más atención a Zeus Amón que a otros dioses asociados con su nuevo imperio.

Alejandro pasó más de cuatro meses en Egipto, y en contraste con los dos inviernos anteriores no hay señal alguna de campañas importantes. Por primera vez, el rey y sus soldados descansaron del combate, lo que no significa que estuviesen inactivos. Tanto antes como después de su peregrinación, pasó la mayoría del tiempo dedicado a la administración, organizando sus nuevas conquistas, preparando la siguiente campaña y recibiendo delegaciones de aliados y súbditos. Dos nobles egipcios fueron escogidos para el puesto de funcionarios civiles superiores o nomarcas, pero uno de ellos declinó el honor por motivos que no se especifican. Aunque siempre  es más práctico ganarse a la población local y especialmente a la élite dirigente, y ciertamente, se dedicaron mucho tiempo y esfuerzos en mostrarles a los egipcios y a sus costumbres respeto, Alejandro no dejaba de ser un invasor, se dejaron guarniciones, básicamente compuestas por mercenarios, y sus jefes se eligieron entre los Compañeros del rey, sobre todo nobles macedonios con un puñado de griegos, como también lo eran los supervisores financieros y civiles con una autoridad mayor que la del nomarca.

A principios de abril de 331 a.C., emprendió la marcha cruzando el Nilo y sus canales sobre puentes que había ordenado construir y siguiendo la misma ruta que durante la invasión, volvió a Tiro, donde se concentraría el ejército, preparado para avanzar una vez la cosecha madurase a principios de verano. Una avanzada había ido a Tápsaco, en la orilla del Éufrates y construido dos puentes cubriendo casi todo el trayecto, esperando a que llegase la fuerza principal antes de completar las estructuras. Una vez cruzado el río Alejandro escogió la ruta norte, donde le resultaría más fácil reunir suministros y animales en asentamientos dispersos, el clima era menos extremo y, además, podía sorprender al enemigo tomando el camino menos obvio. Darío había concentrado su ejército en Babilonia y lo más probable es que Alejandro no supiese con certeza donde estaba, del mismo modo que los persas sabían poco sobre dónde estaban los macedonios una vez que estos cruzaron el Éufrates.

Dada la falta de información, cada jefe militar debía suponer dónde era más probable que estuviese el enemigo y basaban eso en saber si debían atacar o defender. Darío juzgó que Alejandro no estaba siguiendo el Éufrates, así que se trasladó al norte, manteniéndose en la orilla oriental del Tigris, quizá con la esperanza de oponerse a su cruce.

El ejército de Darío parecía impresionante debido a su tamaño, aunque esto también jugaba en su contra ya que tenían que exprimir gran cantidad de recursos para alimentarlo y mantenerlo operativo. Es muy probable que el ejército persa del 331 a.C. fuese sustancialmente mayor que el que había sido derrotado en Issos, y todo sugiere que su caballería superaba en número a la macedonia por un más que amplio margen. Muchos eran excelentes jinetes, y Darío les había proporcionado a algunos escudos más grandes, espadas y unas lanzas ofensivas, que no eran jabalinas, para que las utilizaran en la línea de batalla contra los Compañeros de Alejandro, esforzándose por aprender de sus derrotas pasadas. Su número quizás alcanzaría los treinta mil hombres. La caballería de Alejandro apenas sumaba siete mil jinetes.

Los números de la infantería desplegada por los persas, en realidad, era de mucha menor importancia que los de la caballería, dado que la mayoría eran incapaces de resistir a la infantería macedonia o griega en combate cuerpo a cuerpo. El contingente de hoplitas mercenarios no era más que de unos pocos miles, y aparte de una escolta real de mil Inmortales, el resto de la infantería persa servía de poco más que para presionar en caso de victoria o huir y ser masacrados como conejos en caso de derrota. Darío había planeado ganar la próxima batalla con su caballería, y había reunido doscientos carros escitas para ayudarla.

Alejandro recorrió poco menos de cuatrocientos ochenta kilómetros hasta que llegó al Tigris en septiembre, probablemente cerca de la moderna Mosul. Unos exploradores persas capturados le proporcionaron la falsa información de que Darío había enviado hombres a defender el río, por lo que los macedonios avanzaron a marchas forzadas y esto les permitió cruzar el rio sin oposición. A continuación, tras dar dos días de descanso a la tropa, avanzó por la orilla oriental del Tigris, y dos días más tarde, patrullas de la caballería ligera de los prodromoi avistaron un gran número de jinetes persas. Darío no estaba muy lejos. Ahora ambos ejércitos tenían una idea bastante clara de dónde se encontraba el enemigo.

Darío necesitaba un terreno abierto para que su plan funcionase; no podía arriesgarse de nuevo a combatir en la misma clase de terreno cerrado que lo había entorpecido en Issos, así que durante el avance estuvo pendiente de campos de batalla adecuados y en ese momento se había situado en uno un poco al norte de la ciudad de Arbela. Allí se había detenido y estaba esperando a que Alejandro fuese a su encuentro, aunque es más que probable que si no hubiese entrado en contacto con los macedonios, se hubiese vuelto a trasladar.

Alejandro se detuvo, escogió un buen lugar para acampar, fortifico el campamento, donde iba a dejar el material pesado y les concedió a los soldados cuatro días para descansar y prepararse para el combate. Llevándose solo a los combatientes y un convoy ligero con suministros para unos días, esperó hasta que oscureció antes de marchar con la intención de estar preparados para el combate poco después del amanecer. Cuando salió el sol de finales de septiembre se encontraba a unos doce kilómetros de los persas. Ninguna de las fuerzas principales podía ver a la otra, porque las colinas ocultaban la línea de visión, pero los persas también estaban preparados para la batalla. No fue hasta que estuvieron a menos de seis kilómetros de distancia cuando ambos ejércitos se vieron.

Todas las fuentes están de acuerdo en que la batalla, que pasaría a la historia como la batalla de Gaugamela, no tuvo lugar el primer día en que los ejércitos se encontraron. Las patrullas de ambos bandos avanzaron para ver más de cerca, y a poco menos de kilómetro y medio ya se podía distinguir la caballería de la infantería con alguna certeza. La mayoría de los oficiales de Alejandro se mostraban dispuestos a avanzar y atacar, Parmenio, como de costumbre, era la única voz cauta que recomendaba detenerse y efectuar un reconocimiento, y esta vez el rey accedió. Se detuvieron, acamparon y Alejandro se llevó a los Compañeros y tropas ligeras para estudiar el terreno y al enemigo. La llanura era abierta, prácticamente plana y los persas la habían despejado de cualquier obstáculo para asegurarse de que los carros podían llegar fácilmente al enemigo.

Darío esperaría a que Alejandro avanzase antes de lanzar un contraataque e intentaría envolver al ejército macedonio con su gran línea de caballería. Como la caballería no podía romper una falange desde el frente, la carga de los carros pesados estaba claramente dirigida a romper sus filas. Alejandro necesitaba anular el efecto de los carros y proteger sus flancos al tiempo que rechazaba al enemigo. Regresó al campamento, volvió a reunirse con sus oficiales y les dio las órdenes para el día siguiente.

Al amanecer del primero de octubre del 331 a.C., los macedonios y su rey formaron y salieron del campamento. Alejandro celebró el habitual sacrificio matutino, avanzaron cierta distancia en una o más columnas antes de formar para la batalla. El rey de reyes estaba de nuevo subido en un carro en su puesto detrás del centro de la vanguardia, protegido por mil jinetes reales, con los mil Inmortales y los mercenarios griegos a ambos lados. el ejército estaba dividido por contingentes étnicos, con la caballería en primera línea y la infantería correspondiente detrás en una segunda línea. El ala derecha de persa estaba dirigida por Maceo, antiguo sátrapa de Cilicia, con sirios, mesopotámicos, medos, partos y sacas, entre otros. El ala izquierda era igualmente potente, encabezada por Bessos, el sátrapa de Bactria y miembro lejano de la familia real, a la cabeza de bactrianos, daes de su propio territorio, más sacas, y entre ellos y el centro había persas, susos y cadusios. En primera línea había arqueros de infantería, y un poco más adelante, estaban los carros en tres grupos principales, cien cerca del ala izquierda, cincuenta en el centro y cincuenta más a la derecha.

 

Batalla de Gaugamela, disposición inicial

Alejandro desplegó sus fuerzas enfrente de Darío: en el centro una falange con los Hipaspistas a la derecha, junto a los seis regimientos de piqueros. El rey y la caballería de los Compañeros se encontraban a la derecha de la falange y la caballería tesalia al mando de Parmenio a su izquierda. El mismo despliegue que en Issos o en el Gránico. Alejandro no podía igualar la anchura de la formación persa y en la llanura abierta no había nada que protegiese ninguno de los flancos. Así, por primera y única vez, que sepamos, en cualquiera de las batallas de Alejandro o Filipo, los aliados griegos y los hoplitas mercenarios estaban dispuestos como una segunda falange a cierta distancia de la primera línea siendo su papel principal de girar y enfrentarse al enemigo por la retaguardia si la caballería persa envolvía al ejército. Entre las dos falanges, se encontraban algunos sirvientes, aguadores y mozos.

En ángulo, se encontraban las fuerzas de los flancos para conectar ambas líneas: a la derecha estaban los peonios, los prodromoi, la mitad de la infantería agriana, arqueros, infantería mercenaria veterana que había servido con Filipo y caballería mercenaria dirigida por Ménidas, con el resto de agrianos. El ala izquierda estaba protegida por tracios y caballería aliada y mercenaria. De esta manera, el ejército macedonio formaba un tosco trapezoide, capaz de hacerle frente a una amenaza desde cualquier dirección.

Realizar este despliegue debió llevar unas dos horas; Alejandro arengó a sus hombres y dio la orden de avanzar. Al contrario que en Issos, no nos ha llegado un relato de cómo lo hicieron. Incluso en un terreno tan abierto y despejado, marchar durante tres o cuatro kilómetros dificultaba que las unidades mantuviesen la formación, por no hablar de la alineación del ejército completo, por lo que debieron de ser inevitables algunas paradas para ordenar las líneas y reajustar las posiciones entre las unidades.

Alejandro marchó en ángulo hacia la derecha, avanzando en diagonal, apartándose del centro de las posiciones enemigas mientras los macedonios se acercaban gradualmente a los persas. Dario ordenó a sus tropas de que se moviesen en la misma dirección y que se asegurasen de que la derecha de Alejandro sería superada. Algunos sacas se acercaron y entablaron una escaramuza con la infantería ligera que se había adelantado.

Según avanzaba Alejandro y seguía moviéndose hacia la derecha, Darío empezó a preocuparse, porque el enemigo pronto empezaría a apartarse de los caminos cuidadosamente preparados para sus carros, hacia terreno ligeramente más agreste, por lo que ordenó a su ala izquierda que envolviese y detuviese al enemigo para evitar la maniobra de este y poder dar la orden de ataque a los carros. Se trató de una batalla especialmente confusa para sus participantes, con grandes fuerzas de caballería atacando y contraatacando en escuadrones en lugar de los bien construidos bloques de nuestros mapas, con enormes nubes de polvo que hacían que la visibilidad fuese, a menudo, escasa. Las fuentes se han centrado en las acciones de Alejandro y lo mas seguro, es que ninguno de ellas, escritas tiempo después, comprendieran en realidad el curso de la batalla, pero intentaremos una reconstrucción simplificada de lo que sucedió.

La carrera que Alejandro había iniciado hacia la derecha fue detenida antes de que alcanzase el terreno accidentado; unos dos mil jinetes escitas y bactrianos fuertemente armados dieron comienzo una carga para flanquearlos y cercarlos. Pero estos jinetes no estaban preparados para afrontar un contrataque por parte de los flancos móviles de las defensas macedonias. Unos setecientos jinetes de la caballería mercenaria, los provocaron para que realizaran un ataque directo que los desvió de la retaguardia y a continuación, cuando se encontraron sin retirada posible, el resto de las defensas de los flancos se lanzaron para repelerlos, primero los jinetes peonios, después los varios miles de mercenarios veteranos que iban ocultos en medio.

Jenofonte había escrito que “Si cada unidad de caballería contuviera soldados de infantería y si éstos se ocultaran detrás de los jinetes, entonces, al aparecer de repente y empezar a golpear, creo que contribuirían al máximo a conseguir la Victoria”. La maniobra había sido utilizada por los generales tebanos de los que Filipo la había aprendido; Alejandro, que también había leído a Jenofonte, lo vio de la misma manera, y los escitas, engañados y enredados entre lo que les había parecido inicialmente un enemigo fácil, se encontraron de repente en inferioridad numérica y se vieron forzados a retirarse.

Los persas cedieron por el momento, y volvieron a cargar con más apoyos, olvidando toda idea de envolver al ala derecha macedonia y los hombres de Alejandro se defendieron con ferocidad, atrayendo a un número desproporcionadamente grande de oponentes en un toma y daca sin ventaja clara para ninguno de los dos bandos. Darío lanzo entonces a sus carros, armados con guadañas; eran pesados, tirados por un grupo de cuatro caballos, y además de la guadaña giratoria de cada rueda tenían hojas afiladas y puntas de lanza montadas al extremo del yugo. Alejandro les había ordenado a los Hipaspistas y piqueros que abriesen carriles en su formación para dejar pasar a los carros y los caballos, por naturaleza, evitaron el muro de picas y se movieron para correr a través del hueco, antes que contra los aparentemente sólidos muros de soldados. Una vez pasada la falange, los tiros de los carros empezaron a cansarse y los confundidos jinetes fueron despachados rápidamente sin miramientos por la infantería ligera y los mozos que servían de apoyo a la caballería de los Compañeros.

 

Batalla de Gaugamela: carga de los carros de guerra persas

Los carros no habían conseguido su objetivo de desbandar la falange y abrirla, y para cuando llegó la primera línea de la carga de la caballería persa, se encontraron de narices con las compactas líneas de puntas de lanzas y sarissas de Hipaspistas y falange, que habían retomado su avance. Pero la inclinación hacia la derecha hacía que el flanco izquierdo macedonio fuese más vulnerable que en Issos. Parmenio pronto se vio en desventaja, y los tesalios tuvieron que combatir duramente contra numerosos jinetes enemigos. Con todo el flanco izquierdo macedonio amenazado, era imposible que avanzase, y los dos regimientos de falanges situados más a la izquierda se detuvieron para conservar la alineación con la caballería y otras tropas del ala. El resto de la primera línea continuó avanzando y se abrió un gran hueco, lo que paso parte de la caballería india y persa. La mayoría de los jinetes continuaron su avance, incapaces de girar y atacar a la falange desde el costado o la retaguardia. algunas unidades de la segunda línea respondiesen al ataque obedeciendo órdenes dadas antes de la batalla. Se volvieron y repelieron al enemigo.

Alejandro había empezado a cargar con algunos o todos los Compañeros. La línea persa se rompió en grupos grandes y pequeños, con algunos escuadrones siguiendo el orden y otros desperdigados por el campo. No hay señal de que la infantería persa respaldase de manera efectiva a la caballería, y menos de que formasen una línea segura. Un hueco, o quizá un tramo débilmente defendido se abrió en la línea persa y Alejandro guio a los Compañeros y a la infantería más cercana directamente a ese punto. Darío, que hacía tiempo que estaba aterrado nuevamente fue el primero en huir sin mirar atrás. Rápidamente se extendió la noticia de la huida del rey de reyes y los hombres comenzaron a imitarlo, como resultado de lo cual, el centro y el ala izquierda del ejército persa se disolvió como un azucarillo. Tres mil Compañeros y ocho mil soldados de infantería habían cambiado el rumbo de la batalla al concentrarse en un punto débil.

 

Batalla de Gaugamela: carga final de Alejandro

El ala izquierda de Parmenio todavía se encontraba en serios apuros, y envió a un mensajero a decirle a Alejandro que necesitaba todo el apoyo disponible de manera urgente. Cuando el jefe persa Maceo se percató de que Darío y el resto del ejército estaban huyendo, les ordenó a sus hombres que se retirasen. Alejandro le ordenó a Parmenio que tomase el campamento persa mientras él encabezaba la persecución con la caballería.

Si la persecución fracasó, ello se debió al polvo y a la retirada masiva de la caballería persa que intentaba seguir a Darío, al tiempo que Alejandro intentaba abrirse camino a través de sus líneas, y, con la persecución y la huida que tenía lugar, la lucha entre los dos bandos fue particularmente salvaje. Sesenta de los Compañeros que rodeaban a Alejandro fueron heridos, entre ellos Hefestión, antes de que los persas fueran definitivamente liquidados; por entonces, Darío se encontraba ya muy lejos, tras haber cruzado el río Zab Menor. Allí cambió su carro de guerra por un caballo y cabalgó hacia el Camino Real que pasaba cerca de Arbela, a unos cincuenta kilómetros del campo de batalla. Alejandro no disponía de un cuerpo de caballería descansado para la persecución, de modo que la caza y la muerte de enemigos fue a cargo de unos jinetes fatigados sobre caballos cansados, lo que limitó el alcance de lo que pudieron hacer antes de que el agotamiento los detuviese.

A la mañana siguiente llegaron a Arbela por el camino real; el rastro de Dario llevaba a las montañas poco conocidas del Kurdistán. Alejandro se contentó con el espléndido almacén de tesoros de Arbela y la posibilidad de una marcha segura por el sur hasta las riquezas de Babilonia. Aunque la fuga de Darío constituyó una gran decepción, el ejército aclamó a Alejandro como nuevo rey de Asia; pero hasta que Darío no fuese capturado, Alejandro sabía muy bien que no sería rey de Asia.

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