Los dragones de cuera: el «salvaje oeste» español.

jueves, 30 de mayo de 2019

Mucho antes de que la famosa caballería estadounidense se enfrentara con los nativos americanos en las praderas del centro y oeste norte América, los españoles ya se encontraban en esos territorios. En el siglo XVIII, la mayor parte del sur de lo que hoy es Estados Unidos era parte del Imperio español, que alcanzaba las Montañas Rocosas, Montana, Dakota e incluso Alaska. Grandes rutas comerciales comunicaban México con California y Florida con Texas. Para controlar este territorio tan amplio se hizo necesario establecer un doble sistema defensivo: la protección de costas y puertos con soldados entrenados al estilo europeo se complementaba con la protección del territorio hacia el interior, mediante una red de Presidios y misiones fortificadas. Para custodiar esa porción de terreno, a finales del siglo XVI se pusieron en marcha una serie de guarniciones, conocidas como presidios, el antecesor español de los célebres fuertes norteamericanos. La misión de los soldados de presidio era proteger las vías de comunicación, y las misiones, los poblados y ranchos dispersos y a las tribus aliadas, los asentamientos dispersos de colonos blancos y tribus indias locales, a los que se sumaban los refugiados del impetuoso empuje de los belicosos comanches. Su teatro de operaciones estaba en lo que hoy día es el sur de Estados Unidos, una línea recta que iba, más o menos, desde San Francisco, en California, a San Agustín, en Florida, en torno a 4.000 kilómetros, una frontera extensa y dura de territorio desértico, protegiendo de ésta manera el flanco noroeste del disputado territorio de la Luisiana, y con él el famoso Camino de Tierra Adentro, que conectaba Florida con Texas. Su misión era en suma la defensa y la patrulla, la protección de los caminos y los correos, actuando como una fuerza móvil.

Aunque la idea original del Consejo de Indias era establecer una red de guarniciones en Nueva Vizcaya (Norte del actual México), especialmente para controlar el Camino Real, creando para ello una escuadra volante de caballería, en realidad los puestos se abandonaban y creaban, según las necesidades defensivas de cada momento. A finales del siglo XVI, por orden del 4.º virrey Enríquez de Almansa, se comenzó la construcción de la red de presidios. En 1570, se fundaron los de Celaya, Jerez, Portezuela, Ojuelas, San Felipe; en 1573 los de Fresnillo, Charcas, Sombrete, Pénjamo y Jamay; León, Palmillas y Mezcala, en 1576. El siglo siguiente se construyó una serie de ellos al norte del río Bravo, creándose los de Saltillo, Parras en Coahulia; y comenzando, en el siglo XVIII, los de Texas y California, llegando incluso a la actual Canadá, en la isla de Nootka. Para comprender la evolución de la red presidial, nos podemos fijar en los existentes en 1683 en la sublevación de las 85 naciones, cuando en toda Nueva Vizcaya había: 30 soldados en Parral, 9 en Santa Catalina, 25 en Cerro Gordo y 60 distribuidos entre Sinaloa, San Hipólito y San Sebastián. A comienzos del Siglo XVIII, pese al aumento de las guarniciones y efectivos en las provincias de Nueva Vizcaya, Nuevo México, Sonora, Nuevo León y Coahuila, solo 562 hombres guarecían tan inmensos territorios. Con el avance de la frontera hacia el norte, y debido a los contactos con los indios seris y apaches, se crearon los presidios de San Pedro de la Conquista de Pitic y San Felipe de Jesús Gracia Real de Huebvi- Terrenate, en 1741. En 1764, tras la construcción o reforma de los presidios fronterizos, las tropas desplegadas eran de 1.271 soldados. Las puntas de lanza de éste dispositivo, que eran también los asentamientos más poblados, eran Santa Fé y San Antonio de Béjar, poblaciones que se harían famosas durante la expansión estadounidense hacia el Oeste y la independencia del estado de la estrella solitaria, tras la famosa expedición de Antonio López de Santa Anna y la defensa de la antigua misión española de El Álamo.

Esta red de presidios debía cubrir, con tan pocos efectivos, las inmensas posesiones españolas en Norteamérica; para ello, estaba diseñada con el objetivo del mutuo apoyo, a una distancia de 27 a 100 leguas entre los distintos destacamentos. Además, servía de apoyo al poblamiento, al dotar de protección a las haciendas y misiones que se encontrasen cerca. Por otra parte, servía de base para la construcción de asentamientos civiles, al ser abandonados tras el avance de la frontera hacia el norte. Estas fortificaciones se caracterizaban por su reducido tamaño; construidas en adobe o piedra, con forma rectangular, de alrededor de 100 metros de lado. Disponían de torres o bastiones para ubicar cañones, pero carecían del complejo diseño abaluartado por no tener los atacantes indios piezas de artillería. Además de la dotación militar, convivían con ellos sus familiares y sacerdotes y no solía pasar de dos centenares de personas en total.

Para proteger un territorio inclemente y de una extensión apabullante, se contaba principalmente con una tropa especialista de aspecto y armamento arcaico, que sin embargo demostró ser uno de los cuerpos más versátiles y temibles de los extensos territorios en las postrimerías del imperio español: los dragones de cuera. Reciben este nombre porque ésta era la prenda que usaban como armadura: un abrigo largo de cuero sin mangas, que podía llegar a pesar hasta diez kilos, y que servía como protección frente a las flechas de los nativos. Con el tiempo, evolucionó hacia una chaqueta más corta. Otra parte del equipo curiosa: empleaban una adarga, un escudo (con las armas del rey) de origen árabe (nazarí) realizado en cuero y que había sido adoptado por la caballería ligera cristiana durante la Reconquista, por su utilidad. Como se ve, los conquistadores lo llevaron a América y seguía empleándose por ser más ligero y flexible. Su armamento era dispar y podía parecer anticuado, pero estaba perfectamente adaptado a la naturaleza de los combates contra los indios de las praderas: consistía en una escopeta, dos pistolas y espada y lanza ( dos piezas muy importantes porque a menudo llegaban al cuerpo a cuerpo con los nativos). Incluso hubo dragones que usaron el arco y las flechas de sus adversarios. Las corazas y los morriones propios de los conquistadores dieron paso al cuero endurecido y a los sombreros de alas abiertas, ideales para protegerse del sol. En tanto, se recuperó la lanza y las armas de astas, que estaban en desuso en Europa, para luchar contra los diestros jinetes indios. Las armas de pólvora eran importantes por el valor psicológico, no así determinantes porque, a falta de un mecanismo de repetición en este momento, los arcos indios podían realizar una veintena de lanzamientos en lo que un dragón recargaba.

El ingreso en el cuerpo era voluntario y para ello se exigía tener 16 años, medir más de metro y medio, estar sano, ser católico y libre de pecado, para poder acceder a un compromiso de diez años de servicio. Como sucedía generalmente en las tropas del Imperio español, eran tropas de composición multiracial; se ha estimado que sólo el 50% de los Dragones de Cuera eran soldados españoles; el 37% eran mestizos o mulatos y el 13% restante eran indígenas. Dado que la mayoría de estos hombres había nacido en Nueva España, estaban acostumbrados a las duras condiciones de servicio en estas tierra, siendo grandes conocedores de la zona y sus habitantes. No obstante, los oficiales siempre fueron españoles o ciudadanos europeos de otras posesiones imperiales, como italianos o valones. La uniformidad y el equipamiento de los Dragones de Cuera, que dan nombre a este cuerpo, quedarán regulados en 1772: » El vestuario de los soldados de presidio ha de ser uniforme en todos, y constará de una chupa corta de tripe, o paño azul, con una pequeña vuelta y collarín encarnado, calzón de tripe azul, capa de paño del mismo color, cartuchera, cuera y bandolera de gamuza, en la forma que actualmente las usan, y en la bandolera bordado el nombre del presidio, para que se distingan unos de otros, corbatín negro, sobrero, zapatos y botines.»

Una peculiaridad de estas unidades es que cada dragón tenía asignados media docena de caballos y una mula, para realizar sus misiones;cada jinete debía tener una montura preparada, en todo momento para salir al combate. Los caballos tenían una gran importancia porque precisamente una de las misiones que tenían estas tropas era la de impedir el robo de caballos ( cuya cría era muy importante en el Virreinato de la Nueva España) por parte de los indios, que los empleaban como moneda de cambio para comprar armas a los comerciantes franceses. La introducción del caballo español en Norteamérica configuró el «Salvaje Oeste» tal y como hoy se conoce; los caballos abandonados por los españoles en las praderas del Camino Real dieron lugar a la denominada raza mesteña, conocida en EE.UU. como los «mustangs», de pequeña alzada y apariencia robusta. A través del robo y del trueque, la cultura equina se extendió con rapidez entre las tribus y para 1630 no quedaban pueblos nativos que no montaran a caballo. La incorporación del caballo recrudeció la lucha contra los invasores blancos, pero también entre las tribus, ya que los guerreros eran ahora capaces de recorrer distancias antes inimaginables a pie. Aunque los caballos cayeron en manos nativas, con las armas de fuego los españoles se cuidaban de no venderlas bajo ningún concepto a las poblaciones nativas. La legislación prohibía a los indios la propiedad y el uso de armas de fuego, al considerar lo peligroso que era que en el futuro las usaran contra ellos. Unas precauciones que holandeses, ingleses y franceses solo tomaron tras padecer en sus carnes las terribles consecuencias de que sus comerciantes armaran a los nativos. A partir de 1746, los comanches empezaron a lanzar incursiones devastadoras contra la frontera española gracias al suministro de rifles y fusiles franceses. Las mismas armas de fuego que poco después también apuntarían hacia el resto de europeos.

San Agustín de Tucson

En las escaramuzas con partidas de indios primaba la versatilidad. El gran poder de los dragones de cuera, lanza en ristre, era su capacidad de defender poblaciones dispersas sin apenas recursos y asándose de calor bajo sus seis capas de piel. Operando usualmente en pequeñas unidades de castigo de doce jinetes, los dragones tenían como base los presidios, cuya guarnición estaba compuesta por un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, dos cabos, capellán y en torno a cuarenta soldados (que siempre resultaban ser menos), a los que se les asignaba un número variable de rastreadores indios de las tribus aliadas, que acudían a éste territorio en busca de la protección de los españoles. Desde las primeras décadas del siglo XVIII se venían enfrentado a los belicosos comanches, que habían cruzado las Rocosas en busca de nuevos territorios, equipados con las armas de fuego que intercambiaban por caballos, haciendo la guerra a las tribus locales, a las que derrotaron a mediados de siglo en la Batalla del Cerro del Fiero, asentándose en una zona limítrofe con el sistema defensivo español, que se conocería como la Comanchería. Desde la Comanchería, los jinetes de las praderas atacaban los ranchos y asentamientos españoles a los que los mandos militares respondían con veloces incursiones de los dragones de cuera para provocar su retirada de nuevo hacia la Comanchería. Se trataba de operaciones de castigo, donde lo importante era dejar claro que los españoles tomarían represalias por cualquier incursión que se hiciera sobre su territorio.

El desafío de los comanches provocó varias expediciones de castigo por parte de los españoles, como las de Pedro de Villasur en 1720. Frente a apaches, comanches y franceses, la colonización en Texas avanzó con lentitud. La paz con Francia de 1720 permitió despegar a algunos asentamientos como San Antonio de Bexar, pero obligó a los dragones de cuera a estirar al límite sus fuerzas. Alarmado por la presencia francesa en las Grandes Llanuras, el virrey de Nueva España ordenó en el verano de 1720 al Teniente General Pedro de Villasur, sin apenas experiencia militar, que se adentrara en el noreste a recabar más información al frente de una escuadra de estos dragones. El 16 de junio de 1720, unos 45 dragones españoles, 60 indios pueblo y una docena de guías apaches partieron desde Santa Fe. La expedición recorrió ochocientos kilómetros a través de los actuales estados de Colorado, Kansas y Nebraska, hasta llegar a territorio pawnee, una tribu que de un tiempo a esta parte estaba colaborando con comerciantes franceses.Con los españoles viajaba un pawnee llamado Francisco Sistaca, del que se esperaba que hiciera de intérprete y mediador con su tribu. Como señal de paz les llevó tabaco. No obstante, «Paco» el pawnee desapareció misteriosamente el 13 de agosto. La negativa de su tribu a permitir que regresara con los españoles y el miedo a caer en una trampa obligaron a Villasur a retroceder cerca de la actual Columbus (Nebraska). Al amanecer del 14 de agosto, el centenar de hispánicos fue asaltado en su precario campamento cuando ensillaban sus caballos. Los guerreros pawnee se ampararon en la hierba alta para esconder su posición mosquetes en manos indias apuntó a que los pawnee fueron asistidos por soldados y comerciantes franceses.Pedro de Villasur cayó muerto en los primeros instantes y los escasos supervivientes del ataque sorpresa formaron un círculo en torno al comandante muerte. La batalla concluyó en matanza con el resultado de 35 soldados españoles y 11 indios pueblo muertos. Los siete españoles y 45 indios restantes llegaron moribundos a Santa Fe el 6 de septiembre. Aquella fue la única derrota seria de los Dragones.

Presidio español

A pesar de todo, los dragones de cuera se recuperaron pronto de aquella derrota. Con un reducido número de jinetes continuaron combatiendo a apaches, comanches, franceses y todo tipo de amenazas hasta mediados del siglo XVIII. A partir de 1745, los ataques de los comanches se volvieron más frecuentes. Equipados ahora con armas de fuego, se convirtieron en la pesadilla de las tribus locales, y en un quebradero de cabeza para las autoridades coloniales. En la década de 1770 surgió entre los comanches un líder carismático, Tabivo Naritgant, más conocido como Cuerno Verde. Sus ataques fueron inusualmente sangrientos y provocaron la mayor ofensiva de los soldados presidiales durante toda su historia. La capiteanaba el victorioso gobernador de Nuevo Méjico, don Juan Baustita de Anza, y la formaba una fuerza de seis cientos hombres, mezcla de milicianos, aliados indios e infantería de la guarnición de Santa Fé. Pero el peso del combate recaería sobre los ciento cincuenta dragones de cuera, la tropa de élite de aquella expedición.Tras varias escaramuzas,el combate decisivo se libró el 3 de septiembre de 1779, cuando los hombres de Anza emboscaron a los guerreros más fieles a Cuerno Verde, que plantearon una última defensa. El jefe indio cayó en combate, y su curioso tocado fue enviado como trofeo al rey de España, que posteriormente lo regaló al Papa, estando hoy depositado en los Museos Vaticanos.Los dragones de cuera cumplieron bien su cometido. La frontera norte quedó en paz tras ésta victoria y la firma de paces que le siguió y durante las décadas restantes hasta la independencia de México, las incursiones indias se detuvieron.

En una inspección a la frontera, el enviado real Pedro de Rivera se asombró, en 1728, de que la línea defensiva la constituyeran apenas mil hombres (1.006 hombres) entre oficiales y soldados, repartidos en 18 presidios. Las lanzas de los dragones simbolizaban, literalmente, hasta dónde alcazaba el poder del Rey de España. Más allá era «tierra salvaje» o controlada por las otras potencias europeas que aspiraban a hacerse con su trozo del pastel del Nuevo Mundo. En 1821, España retiró la bandera de estos territorios y con ello desaparecieron los Dragones de Cuera.

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