En la Italia romana, un siglo antes o después de nuestra era había cinco o seis millones de hombres y mujeres que eran ciudadanos libres. Entre ellos, unos habían nacido libres, del matrimonio cabal de un ciudadano y una ciudadana; otros eran bastardos nacidos de una ciudadana y otros habían nacido en la esclavitud,pero se vieron luego liberados. Todos eran igualmente ciudadanos y podían recurrir a la institución cívica del matrimonio; los esclavos tuvieron prohibido casarse hasta el siglo III.
Para contraer matrimonio había unos requisitos que debían cumplirse: hacía falta capacidad jurídica (solo las personas libres y los ciudadanos romanos tenían capacidad jurídica), los varones menores de 14 años y las mujeres menores de 12 años no podían contraer matrimonio ya que no tenía la madurez necesaria para procrear y se exigía el consentimiento de sus paterfamilias o al menos que no se opusieran al matrimonio. Si se negaba a prestarlo sin motivo, los esposos podrían recurrir a un magistrado.El matrimonio romano era monogámico y la bigamia era castigada con la pena de infamia. No se admitía matrimonio con parentesco de sangre (cognatio), en línea recta, entre ascendientes y descendientes. La viuda no podía contraer matrimonio antes de un año desde la muerte del marido, por razones prácticas, para evitar dudas acerca de la paternidad y se prohibía el matrimonio entre la adúltera y su cómplice, prevista en la lex Iulia de adulteriis de Augusto,que es recogida por Justiniano que la extiende a los matrimonios entre raptor y raptada.También había otros impedimentos por motivos sociales, éticos o religiosos por ejemplo un tutor o su hijo no podían contraer matrimonio con su pupila hasta que no haya tenido lugar la rendición de cuentas. Muchos eran los motivos para casarse, tanto como las personas que se casaban, pero era muy común el matrimonio como una manera de acceder a una dote, era un medio honorable de enriquecimiento, y para tener unos vástagos que, como legítimos que eran, habrían de recibir un día la sucesión, al tiempo que perpetuarían el cuerpo cívico, el núcleo de los ciudadanos.Para contraer matrimonio, en la Roma antigua existieron tres formas, la «confarreatio» que consistió en el acto ceremonial realizado frente a un pontifex, mediante el cual se originaba la manus; la «coemptio» o la compra de la esposa por parte del esposo que adquiría la manus sobre ella, y el «usus» que consistía en la convivencia en pareja durante un año, cabe aclara que posteriormente se consideraba la ausencia de la mujer por tres noche seguidas como acto suficiente para impedir la manus.
No obstante, el matrimonio romano era un acto privado, un hecho que ningún poder público tenía por qué sancionar: no había que presentarse ante el equivalente de un alcalde o de un párroco,era un acto no escrito (no existe contrato matrimonial, sino únicamente un contrato de dote si es que la prometida la tiene) e incluso informal y aunque se haya dicho lo contrario, no había ningún gesto simbólico que se considerara de rigor. En suma, el matrimonio era un acontecimiento privado, como entre nosotros los esponsales .En Roma no se consideró la existencia de un vínculo jurídico que uniese a los esposos, aun cuando la unión sí generaba consecuencias jurídicas: los niños nacidos de semejante unión eran legítimos; recibían el nombre de su padre y continuaban la línea familiar; a la muerte del padre, le sucedían en la propiedad del patrimonio… si no habían sido desheredados. La mayoría de los matrimonios romanos se constituyeron mediante “usus“, es decir, cohabitación. La esposa, para evitar ser sometida a la “potestad de su nuevo propietario” (su esposo), se ausentaba del hogar tres noches de cada año, reteniendo de tal manera potestad sobre su propia propiedad personal, con la excepción de la dote; este tipo de matrimonio era conocido entre los romanos como “sine manu“. Lo normal era que se optara por celebrar la boda mediante la antigua «coemptio» o venta simbólica de la esposa, o la «confarreatio«, más propia de la clase patricia, en la que los contrayentes compartían una simbólica torta de trigo ante un sacerdote.Se celebraba el abandono por parte de la esposa de los cultos domésticos paternos y la integración en los del esposo.Las justas bodas estaban reservadas para los hombres libres. Los esclavos no tenían derecho al matrimonio, pues se entendían que vivían en un estado de promiscuidad sexual, salvo algunos que desempañaban cargos de responsabilidad en casas patricias.No eran aconsejables los enlaces contraídos en determinadas fechas en las que los espíritus de los muertos gozaban de libertad en el mundo de los vivos, como las Parentalias (entre el 18 y 21 de febrero), ni a lo largo del mes de mayo.
Entonces, ¿Cómo saber si uno estaba casado?,¿cómo podía decidir un juez, en caso de litigio en torno a una herencia, si un hombre y una mujer estaban casados de verdad?. Tenía que decidir por indicios, como hacen los tribunales para establecer un hecho cualquiera. ¿Y qué indicios? Por ejemplo, basándose en actos inequívocos, como una constitución de dote, o incluso por gestos que acreditaban la intención de casarse: el presunto marido había calificado siempre como esposa a la mujer que vivía con él; o había testigos que podían atestiguar haber asistido a una pequeña ceremonia cuyo carácter nupcial era patente. En casos límite, sólo los dos cónyuges podían saber si, en su opinión, se habían casado. La ceremonia nupcial implicaba la presencia de testigos, útiles en caso de impugnación y existía también la costumbre de los regalos de boda. Ni el marido ni la mujer podían actuar en juicio el uno frente el otro, estando exentos así mismo de testificar recíprocamente en contra.
¿Como consideraba un marido romano a su mujer?; en el siglo primero antes de nuestra era había que considerarse como un ciudadano cumplidor de todos sus deberes cívicos y su esposa era una simple criatura, eterna menor, sin otra importancia que la personificación de la institución matrimonial. El ideal greco-romano de dominio de sí, de autonomía, se hallaba vinculado a la voluntad de ejercer también un poder en la vida pública (nadie es digno de gobernar si no es capaz de gobernarse). Se consideraba, por tanto, al matrimonio como un deber más entre otros, como una opción que podía adoptarse o rehuirse. No es sin más la «fundación de un hogar», el eje de una vida, sino una de las numerosas decisiones dinásticas que un ciudadano libre habrá de tomar: ingresar en la carrera pública o quedarse en la vida privada a fin de engrosar el patrimonio dinástico, llegar a ser un militar o un orador, etc. La esposa no será tanto la compañera de este ciudadano como el objeto de una de sus opciones. Hasta tal punto será un objeto que podría suceder y sucedía, que dos hombres se intercambiaban la esposa amistosamente. Catón de Utica, modelo de todas las virtudes, le prestó su mujer a uno de sus amigos y volvió más tarde a casarse con el a beneficiándose de paso de una inmensa herencia; y un cierto Nerón le «prometió» (era el término consagrado) su esposa Livia al futuro emperador Augusto.Como el matrimonio era un deber cívico y un beneficio patrimonial, todo lo que la moral antigua exigía a los esposos era que desempeñaran una tarea definida: tener hijos, hacer que funcionara la casa.Si, por añadidura, se entienden bien, ello constituirá un mérito más, pero no un presupuesto. Se celebraba saber que dos esposos se entendían bien, como Ulises y Penélope en otro tiempo, o que se doraban, como Filemón y Baucis según la leyenda; pero era cosa bien sabida que no sucedía así siempre. Nadie pensaba en confundir la realidad del matrimonio con el éxito de la pareja. Se sabía que el malentendimiento era una calamidad muy extendida, y la gente se resignaba; los moralistas decían que si se aprendía a soportar los defectos y humores de una esposa, uno se formaba para afrontar las contrariedades de este mundo.
El matrimonio no es más que uno de los actos de una vida, y la esposa nada más que uno de los elementos de la familia, que comprende igualmente los hijos, los libertos, los clientes y los esclavos. «Si tu esclavo, tu liberto, tu mujer o tu cliente se atreven a replicarte, montas en cólera», escribe Séneca. Un marido es el dueño de su mujer, como de sus hijas y de sus criados; que su’mujer le sea infiel no es un ridículo, sino una desgracia, ni más ni menos que Si su hija se deja embarazar o si uno de sus esclavos incumple sus deberes. Si su mujer le engaña, le echarán en cara por su falta de vigilancia o de firmeza, así como por haber incurrido en la debilidad de dejar que la adúltera campara por sus respetos en la ciudad. Igual que entre nosotros cuando se reprocha a unos padres ser demasiado débiles y echar a perder a sus hijos, que de esta forma se deslizarán hacia la delincuencia, con el consiguiente aumento de la inseguridad pública. El único medio de que disponían un marido o un padre para prevenir semejante perjuicio consistía en ser los primeros en denunciar públicamente la mala conducta de los suyos.El emperador Augusto enumeró en un edicto las aventuras de cama de su hija Julia; y Nerón el adulterio de su esposa Octavia. Había que dejar en claro que no tenían «paciencia» —es decir, complacencia— para el vicio. Como a los maridos se los consideraba ultrajados más bien que en ridículo, y dado que las divorciadas recobraban su dote, el resultado era una enorme frecuencia de divorcios en la clase alta (César, Cicerón, Ovidio, Claudio, se casaron tres veces) y es posible que también entre la plebe de las ciudades.En Juvenal nos encontramos con una mujer del pueblo que consulta al adivino ambulante sobre si deberá abandonar a su tabernero para casarse con un comerciante de ropa de segunda mano.
Un siglo más tarde, un buen marido es aquel que respeta oficialmente a su mujer. Como no es obligatorio, el mérito de tratar bien a la propia mujer se acrecienta, el hecho de «ser un buen vecino, un huésped amable, dulce con su esposa y clemente con su esclavo», como escribe el moralista Horacio. El papel de los hombres, de los varones, cambia cuando el Imperio sucede a la República y a las ciudades griegas independientes; los miembros de la clase dirigente pasan de ser ciudadanos militantes a notables locales y fieles súbditos del emperador. Bajo el Imperio, la soberanía de sí mismo deja de ser una virtud cívica y se convierte en un fin en sí: la autonomía procura la tranquilidad interior y vuelve a uno independiente de la Fortuna y del poder imperial. Moral cívica que pasa a ser luego moral de la pareja. Al pasar de la una a la otra, en un siglo o dos, lo que cambió fue no tanto la conducta de la gente, y ni siquiera el contenido de las normas que se suponía que estaban vigentes, como una cosa más formal y en consecuencia más decisiva: el título en cuyo nombre cada moral se atribuía el derecho de dar preceptos y, al mismo tiempo, la forma bajo la cual consideraba a los hombres: como soldados del deber cívico o como personas morales responsables. Y tales formas arrastraban consigo el contenido. Los bajorrelieves muestran al marido y a la mujer dándose la mano, y no se trataba de un símbolo del matrimonio, por más que así se haya dicho, sino de una deseable concordia suplementaria.¿Había hecho ya la pareja su aparición en Occidente? No; un mérito no es un deber.Se encomia el buen entendimiento allí donde se constata su presencia, pero no se lo considera como una norma cuya realización haya de presuponer la institución, mientras que el desacuerdo pasa por enojoso más que por demasiado previsible. Esto va a ser en adelante lo usual en la nueva moral, emparentada con el estoicismo, en la que el ideal de la pareja se convierte en un deber. Se coloca a la mujer en pie de igualdad con los amigos, que tanta importancia tienen en la vida social greco-romana; en opinión de Séneca, el vinculo conyugal resulta perfectamente equiparable al pacto de amistad.
En resumen, la nueva moral aspiraba a ofrecer prescripciones justificadas a personas racionales.De acuerdo con la vieja moral cívica, la esposa no era más que un utensilio al servicio del oficio de ciudadano y de jefe de familia; hacía hijos y redondeaba el patrimonio. En la segunda moral, en cambio, la mujer es una amiga; se convierte en «la compañera de toda una vida». En suma, la pareja hizo su aparición en Occidente el día en que una moral dio en preguntarse por las buenas razones en cuyo nombre un hombre y una mujer tenían que pasar juntos su vida, y se negó a seguir aceptando la institución como una suerte de fenómeno natural.
Se divorciaban y se volvían a casar con mucha frecuencia; de manera que en casi todas las familias coexistían bajo el mismo techo niños nacidos de diferentes matrimonios, y además, niños adoptados. Partiendo del matrimonio como situación de hecho y no como contrato jurídico, la esencia de este era el «afectio maritalis«, en otras palabras la intención o voluntad reciproca de tenerse por marido y mujer, por ser esta la esencia del matrimonio, la intención generaba eficacia jurídica y por tanto al cesar el consentimiento cesaba también la existencia del matrimonio. El divorcio en Roma estaba tanto a disposición de la mujer (aunque perdía cierta consideración social) como del marido y era tan informal como el mismo matrimonio: basta con que el marido o la mujer se separen con la intención de divorciarse. Había muchas ocasiones en que los propios juristas romanos vacilaban: ¿era una simple desavenencia o una verdadera separación?.Ni siquiera era estrictamente necesario prevenir al ex cónyuge, y en Roma se vio a maridos divorciados por simple iniciativa de su esposa, sin que ellos se hubiesen enterado. Por lo que hace a la esposa, lo mismo si la iniciativa ha sido suya que si se ha visto repudiada, se marcha del domicilio conyugal con su dote, si es que la tiene. En cambio, si hay hijos, parece que se quedan siempre con el padre. Exceptuando el divorcio, el cese de este enlace se producía por diversas razones: por el fallecimiento de uno de los cónyuges (en este caso los viudos podían volver a casarse inmediatamente, no así las viudas que debían guardar un luto de al menos un año), por la pérdida de la ciudadanía, la cautividad, la desaparición o la deportación.
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