Peinado y afeitado en la Historia

jueves, 18 de abril de 2019

En la Antigüedad, el peinado tenía que ver con la clase social a la que se pertenecía y en el arte del peinado un pueblo sobresalió por encima de todos los demás, los asirios. Sus peluqueros se hicieron famosos por ser capaces de esculpir el cabello: inventaron el rizado, el moldeado, el teñido, y se dieron cuenta, antes que nadie, de la importancia de su cuidado.Fueron los grandes peluqueros de la Historia. Sus nobles, tanto damas como caballeros, lucieron cabelleras deslumbrantes en forma de pirámide, o en abundantes cabelleras que caían en cascadas ordenadas y relucientes, en bucles y rizos que llegaban a la espalda. Su cabello, cuidado y limpio, se perfumaba y teñía. Las barbas se recortaban de forma simétrica, comenzando en las mandíbulas y descendiendo en rizos adornados hasta el pecho. Cuando la naturaleza no lo permitía, se recurría a los postizos, ya que la barba era indicativa de una situación social de poder y preeminencia. Tan importante era lucir una barba dignificada y esculpida que incluso las mujeres de la corte, en el mundo egipcio antiguo, lucían hermosas barbas postizas de cabello natural en las ceremonias importantes. ¿De qué medios se valieron aquellos peluqueros de la antigüedad para conseguir tales efectos?. De un artilugio revolucionario en su tiempo, que ellos mismos inventaron: la barra de hierro caliente, antecesor de la tenacilla.

Junto a este instrumento, contaron con una colección de peines de todo tamaño y formato, de navajas, de cepillos y de espejos. El peine fue uno de los primeros inventos del hombre; se peinaba el «homo sapiens» en el Neolítico y han llegado hasta nosotros gran variedad de peines de aquella lejana edad y de la edad de los metales siguiente. En excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en Escandinavia, entre otros objetos del ajuar del hombre prehistórico apareció el peine. El ejemplar hallado, hecho de hueso, tiene diez mil años de antigüedad. Su forma, la de la mano, recuerda que ésta fue seguramente el primer peine del que se valío el hombre primitivo para poner orden en su poblada cabeza. Y no era una cuestión de coquetería ya que el hombre del Neolítico necesitaba el peine como un objeto funcional. Los primeros peines eran de madera, de hueso o de cuerno; y en la Edad de los Metales, también de cobre, de bronce y de hierro. Eran más altos que anchos, con una distribución uniforme de las púas a lo largo de la media luna que formaba su base. En tumbas egipcias anteriores al año 1500 antes de Cristo, así como en enterramientos babilonios y asirios, el peine es uno de los útiles presentes en el ajuar del difunto. También la Grecia clásica los utilizó. Cuenta Herodoto, historiador griego del siglo V a.C. que el espía enviado por el rey persa en vísperas de la batalla de las Termópilas, sorprendió a los griegos preparándose para el combate mediante un elaborado peinado, para lo cual utilizaban peines de marfil. Y en Roma, una cabeza despeinada era signo de miseria o de duelo. El peine simbolizaba distinción y buen gusto. No sorprende que fueran los romanos quienes inventaran el peine de bolsillo, labrado en las cachas de hueso de una navaja plegable, también invento suyo. Los peines baratos eran de madera de boj, o de hueso, cortos, con doble hilera de púas para desalojar a los huéspedes no deseados. Su precio, como el del pan o el del circo, lo regulaba el Estado. Un buen peine de señora no sobrepasaba los catorce denarios, aunque los de marfil podían costar mucho más. Los peines solían ir grabados, bellamente adornados con motivos que hacían alusión a la circunstancia vital de su propietario. Por esas costumbres se ha llegado a saber qué simbología usaron los primeros cristianos: palomas, barquichuelas, palmas, peces, ramitas de olivo. También se esculpían en ellos nombres de personas, o pequeñas leyendas como una grabada sobre un peine de marfil, que decía. «Seme fiel; nunca me olvides». Hubo peines de plata y de oro, dedicados a las divinidades paganas, cuyos templos tenían peluquero para el cuidado de sus imágenes, que al tener pelucas requerían de sus servicios. En el templo de Argos, en el Peloponeso
la diosa Palas tenía un juego de peines de oro; y Venus, una extensa colección, ofrendada a ella por un devoto en pago a favores recibidos en las difíciles lides de amor.

Tras el peine se inventó la peluca, porque hay pocos terrores tan antiguos como el que provocaba la calvicie.La norma era el cabello largo y rizado y como tal fue la moda que adoptaron los griegos clásicos, para distinguirse de los bárbaros, que llevaban el pelo corto. El ideal de belleza griego muestra al hombre con el cabello rizado «a lo divino». Quienes no gozaban de una cabellera rubia podían permitirse el reflejo dorado. El pelo se mostraba siempre brillante y perfumado y así describen los autores clásicos a los dioses y a los héroes. El tono dorado se conseguía mediante el teñido con una variedad de jabones y lejías alcalinas traidas de Fenicia, centro jabonero y cosmético del mundo antiguo. Y en cuanto al teñido temporal, se conseguía espolvoreando polen amarillo sobre una mezcla de harina y polvillo de oro. El dramaturgo Menandro, del siglo IV antes de Cristo, decía que lo mejor para conservar un cabello rutilante era lavarlo, y para teñirlo él aconsejaba aplicar al cabello limpio una untura especial y secarlo al sol durante horas. Como hemos dicho, el peinado tenía que ver con la circunstancia social. Entre los celtas el pelo largo indicaba distinción, y el pelo corto servidumbre o castigo. En Esparta se obligaba a los jóvenes a llevarlo corto, mientras que sólo los adultos podían llevarlo largo, como un símbolo de la ciudadanía espartana en si mismo. Los musulmanes pusieron de moda afeitarse la cabeza como muestra de sometimiento a Dios, aunque se dejaban crecer un mechón, a modo de larga y estrecha trenza, por el que según decían y creían ellos el ángel del Señor pudiera asirles para llevarles al Paraiso de Alá. De ahí parece que proviene la expresión de «salvarse por los pelos». En el año 303 antes de Cristo los griegos monopolizaron el arte y negocio de la peluquería en Roma. Su gremio fue de los primeros que se formaron en la Historia, y el más poderoso de su tiempo. Impusieron el cabello oscuro, en contra del tradicional «pelo dorado a lo divino».Lo latino empezó a tomar auge. Cónsules y senadores, matronas y damas de la vida social romana, recurrían a todo tipo de tinturas para ennegrecer su cabellera. Hubo numerosas recetas, entre las que destacaron las siguientes:»Cáscara de castaño hervida, mezclada con un cocimiento de puerros, con cuyo preparado se embadurnaba la cabeza». El naturalista e historiador del mundo antiguo, Plinio, recomendaba disimular las canas con una pasta hecha de lombrices de tierra trituradas, y cierta planta napolitana. Pero a veces, a consecuencia de extraños potingues, se caía el cabello, y era necesario disimular la calvicie con un ungüento de arándanos y grasa de oso. Y si esto fallaba siempre quedaba la posibilidad de la peluca.

Se sabe que hace cuatro mil años egipcios y babilonios usaban lociones y tónicos capilares. Sin embargo, los ingredientes que entraban a formar parte de ciertos procedimientos para el teñido, terminaban dejando calvo a más de uno. Entonces el único remedio era la peluca, pieza importante en todas las épocas. En las cabezas de algunas momias de Egipto se ha encontrado pelucas ceremoniales: no convenía que el difunto hiciera su viaje final con la cabeza monda. Los griegos fueron partidarios de la peluca, y los romanos mucho más al considerar la calvicie una deformidad física. Resulta curiosa la anécdota que cuenta Tito Livio acerca de Aníbal, el general cartaginés, que utilizaba peluca cuando quería pasar desapercibido entre sus tropas. Y emperadores romanos calvos prematuros como Domiciano, llevaron siempre en su equipaje una colección de pelucas de uso personal. Y en la Roma del siglo II, la libertina Mesalina recorría los tugurios romanos medio oculta en una enorme peluca. Las mujeres de vida alegre recurrían a los peinados exóticos como reclamo sexual, y las pelucas tenían relación con el erotismo. Faustina, mujer del emperador Marco Aurelio, tenía gran número de ellas. Incluso las estatuas de divinidades y héroes se adornaban con estos tocados capilares. Cuando triunfó el Cristianismo, San Jerónimo escribió: «¡Lástima de mujeres cristianas, que con ayuda de cabellos ajenos construyen sobre sus cabezas edificios postizos!”. Pero el postizo triunfaría también en la Edad Media: las trenzas largas de las doncellas eran fabricadas por expertos peluqueros con el pelo de la propia destinataria. Y también lo llevaron los hombres.

Y si la peluquería es uno de los inventos más antiguos de la humanidad, el afeitado no se queda atrás.El hombre primitivo se rasuraba la barba con conchas marinas hace más de veinte mil años. La civilización egipcia prefaraónica, hace más de seis mil años, utilizaba ya navajas de afeitar, primero de oro macizo, y luego de cobre. Con ellas la nobleza se rapaba la cabeza, para colocar sobre sus calvas abrillantadas elaboradas pelucas. Los sacerdotes se afeitaban todo el cuerpo cada tres días. En la Edad del Hierro europea, los guerreros eran enterrados con su espada y con su navaja de afeitar. Y los romanos preclásicos de tiempos de Tarquinio el Soberbio ya contaban con barberías públicas donde eran cuidadosamente afeitados hace más de dos mil quinientos años. El historiador Diodoro, del siglo II antes de Cristo, en la descripción que hace del pueblo galo dice que se rasuraban los carrillos y se arreglaban sus enormes bigotes. Y Tito Livio asegura, poco después, que en Roma el afeitado era cosa corriente, a pesar de que entre algunos sectores de la sociedad se consideraba tal práctica como cosa propia de los griegos o de hombres afeminados. Pero el afeitado se asentó de forma definitiva, e incluso se prestigió, cuando el general Escipión el Africano decidió hacerlo todos los días. Y el acto de afeitarse por vez primera llegó a revestir importancia social, como si de una ceremonia de iniciación se tratase. De hecho, la depositio barbae, como se denominaba a aquella ceremonia, se celebraba con un gran banquete al que asistían amigos y allegados, y que era precedido por el acto de cortar, el tonsor (barbero) una porción de la primera barba del joven, vello que era ofrecido en primicia a la divinidad, y que más tarde se guardaba en cajitas de oro, plata o cristal, según la riqueza de la familia en cuestión.

Asimismo, fue en la Roma del siglo I donde se impuso la costumbre de cortarse el pelo. Para ello era necesario la ayuda del tonsor o peluquero, quien armado de tijeras, de navaja y de peine satisfacía a su numerosa clientela. Ir a la peluquería era ya costumbre popular y arraigada.Entre los romanos, la barba nunca gozó de gran predicamento, hasta que el emperador hispanoromano Adriano, la puso de moda. Adriano se dejó una abundante barba para ocultar tras ella ciertas cicatrices de nacimiento que le afeaban el rostro.

El peinado también en el culto cristiano adquirió un significado litúrgico que duró hasta el siglo XVII: el sacerdote, antes de subir las gradas del altar era peinado por el diácono con un peine adornado reservado para aquel fin y los clérigos dejaron crecer sus barbas como símbolo de sabiduría. Pero tras el Cisma de Oriente, la iglesia de Roma decidió recomendar el afeitado, para distinguirse de los griegos. El papa León III se afeitó públicamente para mostrar sus diferencias con el patriarca de Constantinopla,comportamiento que hizo oficial el papa Gregorio VI, quien llegó a amenazar con la confiscación de bienes a aquellos clérigos que no se mostraran ante sus fieles bien afeitados. Durante la Edad Media se perfeccionó una navaja de afeitar de hierro. En la Edad Media, el Papa Bonifacio V regalaba peines en muestra de gratitud y afecto. Y los peines proliferaron por doquier. Peines rústicos, de madera o hueso sin desbastar; pero también de marfil, o peines elaborados artísticamente con incrustaciones de oro y de vidrio, que corrían entre manos cortesanas; peines renacentistas, con figurillas de cupidos en quehaceres de amor. Peines de plomo, para el cabello rubio. Peines hasta de pan, como el que le regaló a su barbero un pastelero burgalés en tiempos de Cervantes.

Cuando los españoles llegaron a América pudieron constatar que también los amerindios se afeitaban, utilizando para ello unas conchas de molusco que a modo de pinza servía para quitarse los pelos uno a uno, y los unos a los otros, mientras charlaban. Durante el Renacimiento volvió a llevarse el cabello suelto: surgió la moda del «pelo visto», que asomaba por debajo de las tocas de las damas en forma de copetes ondulados. El tocado empezó a formar parte del peinado. Se usó y abusó de postizos y pelucas, y comenzó lo que los críticos de las costumbres de los siglos XVI al XVIII llamaron «las aberraciones capilares». La navaja de afeitar de acero apareció tardíamente, en el siglo XVIII, en la ciudad inglesa de Sheffield. Con la Revolución Francesa, Europa empezó a peinarse a lo «Brutus», a semejanza del personaje histórico que acabó con César: Pelo corto. Y hacia 1830 se volvió al llamado «look espartano» (que nada tendrá que ver con la realidad, como ya hemos visto): pelo corto y barba rasurada con patillas a los lados, para los hombres. Las mujeres adoptaron una estética rural: pelo largo recogido. A principios del siglo XX reapareció el pelo corto con ondas lisas de bordes claros, preparando la famosa moda «a lo Pompadour», y preconizando los famosos estilos que luego se conocieron con los nombres de «peinado a lo paje», y «a lo chico». Todo estaba presidido por melenas lisas con volumen, que hicieron necesario volver al uso del moño o del postizo para elaborar los peinados de esponja. El peine moderno sigue utilizando los mismos materiales, a los que se ha unido la extensa gama de otros, que a lo largo de los años han ido siendo descubiertos y aprovechados por esta incansable industria. Los peines de carey, elaborados en los Estados Unidos en 1870, de plástico, de goma india, o concha de tortuga. Por lo demás, como decía un humorista del pasado siglo: «Un peine siempre será un peine, algo para gente con cabeza». Y cabría añadir: siempre que en ella tenga presencia el pelo.

Con todo esto acabó un peluquero londinense en la década de los 1950: Charles Nessler, que se hizo millonario con el invento de la permanente, que tanto furor causó en América y en Europa. Pero no obstante estos avances, quien verdaderamente revolucionará el afeitado, fue el norteamericano King Camp Gillette. Su jefe, que había inventado un tapón para botella de un solo uso, le pidió que inventara algo que pudiera utilizarse una sola vez y luego se desechara. Gillette le dio vueltas al asunto, y un día en que se afeitaba ante el espejo se dió cuenta de que lo único que necesitaba para rasurarse era el filo de la navaja. En aquel momento se le ocurrió la idea. Gillette patentó su invento en 1901 y un año después se asoció con el ingenioso mecánico William Nickerson, que resolvió las dificultades técnicas. En 1903 lograron vender 151 maquinillas y 168 hojas de afeitar. Era poca cosa, pero al año siguiente se produjo el milagro en las ventas: noventa mil maquinillas y más de doce millones de hojas de afeitar. A pesar de éxito tan fulminante, Gillette estaba contrariado porque algunos utilizaban dos veces las hojas de afeitar que él recomendaba para un solo uso… Cuando en 1928 se inventó la máquina de afeitar eléctrica por el coronel Jacob Schick. La máquina de afeitar eléctrica se puso a la venta en 1931, y al año siguiente, de inesperada forma, moría Gillette. Era su final, y el final de una época para el afeitado.

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