La noche del 19 de septiembre de 1788, 100.000 soldados del ejército austriaco pernoctaban en un campo cercano a Karánsebes, en la actual Rumanía, donde habían acampado esperando a los turcos. Hacía un año que había estallado la enésima guerra entre los imperios austríaco y otomano y un ejército austríaco se había dirigido hacia la ciudad fronteriza de Karansebes donde acampó en espera de la invasión. Húngaros, serbios, croatas, italianos, rumanos, lombardos y eslovacos, componían este ejercito liderado por el propio emperador José II. Antes de que despuntase el alba, su ejército sufriría una gran derrota pero no a causa del ataque enemigo, pues no había ningún adversario. El ejército austriaco acabó consigo mismo. Y es que la batalla de Karánsebes,como ha pasado a la historia, probablemente sea la más absurda de todos los tiempos y desde luego, muy pocos enfrentamientos terminaron con un único derrotado: el único participante. José II pasaría a la posteridad por ser el único comandante en perder ante su propio ejército.
A pesar de los esfuerzos austriacos por encubrir el escarnio, conocemos lo sucedido allí gracias al historiador Anton Johann Gross-Hoffinger, que publicó su biografía del emperador austriaco en 1847, es decir, 59 años después de lo ocurrido. Y lo que sucedió aquella noche en lo que hoy es Rumanía fue una mezcla entre malísima suerte y los problemas consustanciales a la composición multinacional del ejército austriaco, formado por soldados de pueblos sometidos que no hablaban alemán, el idioma de los oficiales. La moral del ejército austriaco no era la mejor: las arcas estaban vacías, la comida no llegaba, la malaria y la disentería había acabado con decenas de miles de hombres y la indecisión del emperador había hecho aflorar la inactividad. Los soldados pasaban la mayor parte del día jugando a las cartas, peleándose unos con otros al estar compuesto por etnias con rencores ancestrales, y bebiendo.
Desde 1568, rusos y turcos se han enfrentado en trece guerras distintas; Los austríacos eran aliados de Rusia durante la octava de estas guerras, que se extendió entre 1787 y 1792; José II de Habsburgo-Lorena, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, ayudó a la zarina Catalina II la Grande, a detener la ofensiva de Imperio Otomano. El sultán Abdulhamid I quería recuperar Crimea y Yedisán, territorios perdidos en beneficio de Rusia durante la guerra anterior. Y una tarde del segundo año de la contienda, un contingente procedente de Belgrado decidió acampar en Karánsebes, una localidad de frontera con el territorio de los turcos. Como el enemigo se dirigía a la fortaleza de Vidin, el Emperador había dispuesto que sus tropas combatiesen con las turcas en los alrededores de Timisoara, bloqueando el paso en el río Timis.
Era una noche sin estrellas; una vanguardia de húsares, la caballería ligera húngara, cruzó el puente del Timis en misión de reconocimiento para explorar y limpiar el territorio de posibles enemigos; pero al otro lado del rió no se encontraron a la temida horda de sangrientos turcos a la que, según señalaban los rumores que circulaban entre la tropa, se les había ofrecido 10 ducados de oro por cada cabeza cortada. No encontraron un solo soldado turco. En su lugar apareció un grupo de gitanos titiriteros de Valaquia que vendían aguardiente, así que los soldados les compraron unos cuantos barriles y empezaron a beber sin mas complicaciones. Mientras, en el campamento, los oficiales se preguntaban por qué tardaban tanto sus hombres. Temiendo que hubieran sido capturados, o algo peor, enviaron a otra columna de húsares a averiguar qué estaba pasando.
Cuando el segundo destacamento divisó al primer contingente de exploradores y se dispuso en formación de combate para afrontar la posible amenaza, se encontró a sus compatriotas de fiesta con los gitanos, entre los barriles de licor. Por supuesto, esta segunda columna desmontó y se unió a la fiesta, sin mayores contratiempos. Al no tener noticias de esta vanguardia y ante el temor de que pudiesen haber caído presa de una emboscada turca, se envió a una unidad de infantería en su apoyo. La unidad cruzó a la otra orilla del Timis con inquietud y se encontró con que los húngaros se habían hecho con todo el alijo de aguardiente y estaban en plena celebración; y lo que era peor, para su indignación ¡ no pensaban compartirlo¡. Los gitanos ya no tenían más licor en sus carros, y los barriles comprados por los húsares se estaban agotando. La cosa empezó a subirse de tono entre caballería e infantería. Los húsares, ya completamente borrachos, se negaron categóricamente a darles ni una gota y construyeron barricadas en torno a los barriles de licor con las carretas de los gitanos y cualquier otra cosa útil para impedir que los austríacos llegaran hasta sus preciados barriles, dispuestos a defenderlos con su vida. Fue en mitad de esa agria discusión por echarse un trago al gaznate cuando alguien disparó al cielo para asustar a sus adversarios.
Fue como echar una cerilla a un bidón de aguardiente, pues en cuestión de segundos la caballería había desenfundado sus armas para comenzar a atacar a los soldados de infantería, mientras estos respondían con disparos. Ante el avance de los húsares, optaron por lo que alguien debió pensar que sería una útil estratagema: comenzar a gritar “¡turci, turci!” para que sus borrachos adversarios pensasen que el enemigo se acercaba. Y de esta forma, consiguieron su objetivo ….. y mucho más: no solo los beodos húsares intentaron escapar dando mandobles a diestro y siniestro, apenas sujetos como podían a sus monturas, sino también los propios soldados de infantería, que no tenían ni idea de tan maquiavélica estrategia.
En medio de la aterrada estampida hacia el campamento, los gritos de ‘halt! halt!’ (“¡alto! ¡alto!”) de un oficial austriaco no solo no sirvieron de nada, sobre todo porque nadie le había enseñado el significado de la palabra a los soldados, sino que a muchos de ellos les sonaba a algo parecido a “¡Alá, Alá!”, lo que aumentó el caos al provocar que abriesen fuego a ese inexistente enemigo turco, que en realidad era sus propios compañeros de armas. Con todo este alboroto, el resto del ejército ya se había despertado, alertado por los disparos al otro lado del río: los turcos por fin habían llegado, pensaron. El ruido de la batalla, los gemidos de los heridos y los gritos de agonía ayudaron a intensificar su terror. El miedo invadió también a una manada de caballos de tiro, que tiraron la valla y salieron corriendo. A un comandante le pareció que sus pisadas sonaban a una carga de caballería turca, así que sin más ordenó a sus tropas abrir fuego… contra su propio ejército.
Desde la distancia, un oficial de caballería vio a los húsares dando vueltas alrededor del campamento revuelto. No le cupo la menor duda, debía ser un ataque de la caballería turca. Así que ordenó una carga, sable en mano, contra lo que creía era el enemigo. Al mismo tiempo, esa carga de caballería fue vista desde otro punto por un cuerpo de artillería que creyendo que sin duda que eran los turcos, abrieron fuego con sus cañones contra los jinetes austriacos. “¡Los turcos, los turcos! ¡A cubierto!” eran los gritos que podían oírse en la noche cerrada, iluminada tan solo por los disparos de los cañones y los revólveres. En poco tiempo, un caos políglota se había desatado en la zona, convertida en una loca Torre de Babel. El absoluto desconocimiento por parte de los miembros del ejército austriaco de los idiomas hablados por el resto de las facciones de su ejercito les hacía pensar que debía tratarse de infieles turcos y, por lo tanto, había que reaccionar pronto y matar o morir.
Ya completamente enloquecidos, los soldados se dispersaron en pequeñas bandas que disparaban a todo lo que se movía, creyendo que los turcos estaban por todas partes. Así se sucedieron las horas de batalla hasta que en un momento dado todos decidieron que había llegado el momento de emprender la huida. José II se despertó anonadado por el caos de destrucción y muerte que se desarrollaba a su alrededor. A duras penas a causa de sus enfermedades, consiguió subir a su caballo, del que fue descabalgado por la turba y arrojado al río. Así su imperial persona dio de cabeza en un riachuelo. Consiguió escapar a duras penas en otro podenco, ayudado por su guardia personal, pero la vergüenza nunca le abandonaría. “No sé cómo continuar”, explicaba en una carta enviada a su hermano, el archiduque Fernando, después de la batalla. “He perdido el sueño y paso la noche envuelto en oscuros pensamientos”. El emperador describió el episodio someramente en su correspondencia privada al canciller Wenzel Kaunitz en estos términos: “Este desastre sufrido por nuestro ejército a causa de la cobardía de alguna de nuestras unidades aún es incalculable. El pánico reinaba por doquier, en nuestro ejército, en el pueblo de Karánsebes y en todo el camino hasta Timisoara, a diez leguas largas de allí. No puedo describir con palabras los terribles asesinatos y violaciones que se produjeron”. Fallecería apenas año y medio después. Mandó poner en su epitafio: “Aquí yace José II, que fracasó en todo lo que emprendió.”
No hubo ni un sólo soldado del ejército otomano que pisase el campo de batalla aquella noche. Dos días después, el Gran Visir llegó por fin al lugar donde debía enfrentarse al ejército austriaco, y donde había estado su campamento, encontrádose la sorprendente escena de 10.000 hombres muertos. Poco después, los turcos tomaban la ciudad de Karansebes. Aunque hay quien pone en duda que todo este episodio, autores reputados lo dan por cierto, como el historiador alemán Friedrich Christoph Schlosser y los expertos en historia militar Geoffrey Regan y Erik Durschmied, inglés y austríaco respectivamente.
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