La palabra geisha significa literalmente «artista».De una geisha se esperaba que entretuviera a su cliente con gracia y armonía, que cantara, bailara, sirviera el té o el sake, tocara instrumentos o recitara poesía. Su aprendizaje era largo y difícil y su trabajo no incluía necesariamente servicios de tipo sexual, para los que había prostitutas de diversa índole. Pero el oficio de geisha fue, inicialmente, un oficio masculino.
Hacia 1603 se formó la primera compañía de teatro kabuki de la que se tiene noticia, reclutando a sus coristas entre mujeres de dudosa reputación de los bajos fondos de Kioto. Aunque inspiradas en el folclore religioso tradicional, sus danzas resultaban intensamente provocativas, tanto que, a menudo, los espectadores terminaban peleándose a golpes por las actrices, por lo que en 1628 el shogún prohibió el kabuki femenino, y las bailarinas fueron remplazadas por atractivos quinceañeros. El resultado fue el mismo: reyertas, amoríos y redes de prostitución por lo que finalmente se decretó que el kabuki fuera interpretado en exclusiva por hombres adultos, una norma que se mantiene hasta la actualidad. Las numerosas imitadoras de Okuni,la creadora del teatro kabuki, buscaron nuevas formas de ganarse la vida, bien como instructoras de música y danza en casa de los nobles samuráis, bien como prostitutas con o sin licencia, necesaria para todo en la rígida organización social del período Edo, incluso para abrir un burdel. Durante el siglo XVII, en las afueras de las principales ciudades niponas se erigieron barrios amurallados dedicados por entero al placer. Al placer de los clientes, por supuesto.Para los hombres que los frecuentaban (lugares como Yoshiwara, en Edo,actual Tokio, Shimabara, en Kioto, o Shinmachi, en Osaka) eran auténticos paraísos. Allí podían relajarse, beber, flirtear e incluso enamorarse, todo un lujo en un país donde los matrimonios eran concertados y nadie esperaba una chispa de pasión entre esposos.
Pero para sus habitantes femeninas, la vida en ese mundo no era ningún cuento de hadas. Tenían terminantemente prohibido pisar el exterior y estaban sujetas a contratos draconianos y deudas inagotables, que las obligaban a prostituirse hasta el final de su juventud.Generalmente eran hijas de campesinos que las cedían a cambio de dinero, convencidos de que allí, al menos, tendrían asegurado un techo, comida y ropa. Llegaban siendo niñas y pasaban sus primeros años trabajando como criadas. La mayoría acababan como prostitutas del montón, sentadas tras las celosías de los burdeles comunes, esperando a ser escogidas por los transeúntes. Pero si eran especialmente bonitas y demostraban talento podían empezar como aprendizas acompañando a las grandes cortesanas a modo de séquito, y convertirse, a su vez, en cortesanas de alto rango. Las grandes cortesanas únicamente estaban al alcance de los más poderosos y, aunque vivían confinadas y endeudadas como las demás, eran verdaderas estrellas mediáticas de su época que aparecían retratadas en los ukiyo-e, estampas románticas o picantes, populares incluso entre las amas de casa. Envueltas en capas y capas de vistosas telas, ceñidas con gigantescos fajines anudados por delante, causaban sensación. Las grandes damas respetables copiaban sus peinados, un empeño nada fácil: con sus geometrías imposibles y su profusión de peinetas, pasadores, pompones, campanillas y abalorios.
Una cortesana debía poseer ingenio y talento, ademas de sex appeal. Antes de que existieran las geishas, las cortesanas aprendían danza, música y poesía para agasajar a sus clientes. Por supuesto, también se las adiestraba con habilidades de alcoba, y a menudo eran ávidas coleccionistas de ilustraciones eróticas explícitas. No era fácil llegar a ser una de ellas, y tampoco lo era convertirse en su amante y se pagaban fortunas por la mera compañía de una cortesana. Por otro lado, para ganarse sus favores era preciso cortejarlas. Estas podían permitirse el lujo de rechazar a un cliente y jamás se acostaban con ninguno antes de la tercera noche; una auténtica profesional sabía enamorar a los hombres y azuzar su deseo mostrándose relativamente inalcanzable. Las cortesanas no vivían únicamente del sexo mercenario, sino de ofrecer romance. Con el tiempo, las cortesanas de lujo se concentraron en la seducción y dejaron las artes musicales en manos de los geishas, hombres que entretenían a los clientes bailando, tocando el shamisen, un instrumento esencial en la música tradicional japonesa, o haciendo chistes subidos de tono, por lo que el de geisha fue, inicialmente, un oficio masculino.
Fuera de los barrios oficiales la prostitución era ilegal auqnue eso no implica que no existiera. Había empleadas de conducta equívoca en casas de té y baños públicos. También proliferaban bailarinas adolescentes cuyos favores a veces se podían comprar. En 1750, una mujer se autodenominó geisha;su nombre, Kikuya, una prostituta ilegal del barrio de Fukagawa, en Edo, decidida a dignificar su profesión promocionando su talento para el canto y la danza. Alentadas por su éxito, muchas mujeres siguieron su ejemplo. Pronto las geishas (o geiko, como aún se las conoce en Kioto) hicieron furor. Eran chic, más independientes que las cortesanas oficiales, estaban sujetas a menos formalidades y entretenían mejor a su clientela. A regañadientes, los distritos oficiales decidieron conjurar esta amenazadora competencia contratando a sus propias geishas femeninas. Les impusieron estrictas normas: solo podían lucir tres adornos en el cabello, mientras que sus quimonos debían anudarse a la espalda y ser mucho menos vistosos que los de las cortesanas. Y, lo más importante, debían limitarse a cantar y bailar. Bajo ningún concepto podían tocar a un cliente. Todas estas medidas, que pretendían proteger el negocio de las cortesanas, sirvieron únicamente para hacer de las geishas criaturas más sobrias, más elegantes y más respetables que las prostitutas, pero no por ello menos deseadas.
Hacia 1800 había tres geishas femeninas por cada artista masculino, y la palabra geisha pasó a designar exclusivamente a mujeres. Las redadas que combatían la prostitución en los barrios ilegales pasaban de largo ante las geishas. Había nacido una nueva profesión y ya a mediados del siglo XIX, una velada elegante en un distrito legal discurría siguiendo un ritual preciso. El cliente, solo o con invitados, pasaba la primera parte de la noche en una casa de té bebiendo sake y tal vez cenando. Dos o tres geishas llenaban su taza y lo mantenían entretenido con música, baile y conversación amena. También podía contratar los servicios de un bufón. Hacia medianoche, las geishas y el bufón acompañaban al cliente entre risas y flirteos al burdel, donde este tenía ya una cita previamente concertada. Cada cortesana disponía de un pequeño apartamento espléndidamente decorado. Si el cliente era de confianza, la cortesana le recibía en su sala de estar y se unía brevemente a la fiesta. Si era su primera vez, no había preliminares. Las geishas se retiraban en cuanto la pareja entraba en el dormitorio.
Las geisha, como los actores de kabuki, estaban a la última. Sus peinados y vestidos marcaban tendencia; todos sabían lo que comían, lo que leían y lo que decían. Siempre había geisha en el centro de todas las novedades. Eran el paradigma del sui, un elemento muy apreciado por los elegantes del momento, que, siguiendo los clásicos trabajos de Sansom, podemos traducir con la palabra francesa chic. Sería un error deducir de todo ello que las geishas eran criaturas virginales. Podían y pueden tener amantes. Hasta mediados del siglo XX, dos grandes fuentes de ingresos complementaban su tarifa habitual: el mizuage y el vínculo con un danna, el mecenas, protector y amante oficial de una geisha. Ambas implicaban ir más allá de la simple compañía. El mizuage consistía en ofrecer a un cliente selecto la oportunidad de desflorar a una aprendiz, o maiko, de catorce o quince años de edad. La virginidad se vendía discretamente al mejor postor; si ningún candidato ofrecía lo suficiente, se recurría en secreto a un desflorador profesional para no bajar el caché de la muchacha. Era una ocasión excepcional: generalmente, el cliente y la maiko no volvían a tener ningún encuentro íntimo. Para señalar su paso a la madurez, la muchacha cambiaba de peinado y era felicitada por sus compañeras de gremio. Más adelante, las geishas adultas aspiraban a despertar el interés de un danna, una mezcla de mecenas y amante. Un danna costeaba el vestuario y las lecciones de su protegida y, si era lo bastante rico, adquiría una vivienda para ella, a menudo con la aquiescencia de su esposa. Mantener a una geisha era un símbolo de estatus en la alta sociedad nipona. A medida que las antiguas cortesanas pasaban de moda y se extinguían, las geishas ocupaban lugares cada vez más cercanos al poder. Su papel en el fin del sogunato y la Restauración Meiji fue crucial. Se iniciaba una edad de oro para estas profesionales del entretenimiento masculino, convertidas en confidentes de los hombres más poderosos de la nación. Un papel no muy distinto al de una Diana de Poitiers o una madame de Pompadour, solo que infinitamente más discreto.
En 1929 había 80.000 geishas trabajando en Japón, pero sus costumbres empezaron a fosilizarse. Ya no encarnaban la modernidad, sino la tradición.Obligadas a trabajar en fábricas por el bien de la patria durante la Segunda Guerra Mundial, se dispersaron y mimetizaron con las mujeres corrientes; muchas huyeron al campo. Durante la ocupación estadounidense, su reputación se desplomó; los soldados americanos, que no estaban para sutilezas, llamaban geisha a cualquier infeliz que ofreciera su cuerpo a cambio de una onza de chocolate.Se abrieron burdeles para los militares extranjeros y el mítico Yoshiwara de Tokio no desapareció, pero pasó a manos de la mafia japonesa, y las condiciones de vida de sus inquilinas se hicieron aún más sórdidas. En 1958 se ilegalizó definitivamente la prostitución. Los barrios de geishas volvieron a florecer poco a poco, pero nada sería igual.
Paradójicamente, las pocas geisha que aún trabajan en la actualidad en Japón hace tiempo que tomaron el camino contrario: lejos de innovar, hoy se consideran a sí mismas guardianas de la tradición nipona y todos los detalles de sus quehaceres y atuendos están increíblemente estandarizados. Una fiesta de dos horas en Ichiriki Ochaya, la casa de té más exclusiva de Kioto, cuesta más de 5.000 euros, pero el atuendo de una sola geiko supera fácilmente los 30.000. Las okiya, casas donde residen y se entrenan las geishas, invierten sumas astronómicas en formar a sus pupilas. Hoy el mizuage está prohibido y las geishas aseguran que ya no se practica. Conseguir un danna que mantenga a una geisha es casi tarea imposible. Los hombres de negocios prefieren los bares y los karaokes, salvo cuando se trata de agasajar a un cliente muy importante, y aunque una selecta minoría sigue frecuentando las casas de té más exclusivas, los clientes cada vez son de edad más avanzada.Todavía hay maikos y geikos jóvenes, pero su número, que ya no supera el millar, decrece sin parar.
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