Fue una aventura de altísimo riesgo, una autentica epopeya; debieron que hacer frente a los peligros de los piratas, los naufragios y los temporales,la humedad y las fiebres. Pero también a la incomprensión de los políticos y a los prejuicios de los religiosos, que se oponían firmemente. En 1803 partió de Galicia la expedición del doctor Javier Balmis, con niños huérfanos a bordo, para llevar a América y Asia la vacuna de la viruela. Rescatamos a tan fascinante y desconocido personaje. El médico alicantino Francisco Javier Balmis y el catalán José Salvany recibieron el encargo de llevar la vacuna de la viruela a los territorios de ultramar a principios del siglo XIX; los viales fueron 22 huérfanos que llevaron la salvación de la mortal Viruela. Como médico personal de la familia real española, Balmis recibió el encargo del Rey Carlos IV de extender la vacuna por todos los territorios españoles de Ultramar. En aquella época, la viruela causaba estragos entre la población, con una tasa de mortalidad del 30 por ciento. Aquella era una enfermedad tan atroz que al que solía vencerla le quedaba tatuada en forma de profundas cicatrices por toda su piel para recordárselo de por vida. España puso en marcha entonces la que sería la primera misión humanitaria de la historia, bautizada oficialmente como «Real Expedición Filantrópica de la Vacuna», que en un principio, llegaría hasta Filipinas y acabaría dando la vuelta al mundo. Desde el puerto de la Coruña, inmunizó a las poblaciones de Canarias, América, Filipinas, Macao, Cantón y la Isla Santa Elena. Con medios tan precarios como un barco de vela, cuatro médicos y seis enfermeros, la expedición se convirtió en la primera acción humanitaria de ámbito universal. La labor realizada constituyó así una de las actuaciones de salud pública y educación sanitaria más importantes de todos los tiempos en general y de la Ilustración en particular. La historia de su expedición está llena de éxitos y tragedias, de dificultades y enfermedades, de incomprensión y de peligros, y de pérdidas irremediables y es una de las más importantes aportaciones españolas a la historia de la salud pública.
Según la Real Orden de 29 de junio de 1803, «el Rey, celoso de la felicidad de sus vasallos, se ha servido resolver, oído el dictamen del Consejo y de algunos sabios, que se propague a ambas Américas y, si fuese dable, a las Islas Philipinas, a costa del Real Erario, la inoculación de la vacuna, acreditada en España y en casi toda Europa como un preservativo de las viruelas naturales”. El 30 de noviembre de 1803 partía de La Coruña la corbeta de la Armada Española María Pita con rumbo a las colonias americanas y asiáticas. En aquellos primeros años del siglo XIX se había desatado una cruel epidemia de viruela en las regiones de Lima y Bogotá. Fueron tres las circunstancias que favorecieron el desarrollo de la expedición: existía una vacuna para combatirla, la Corona estaba sensibilizada por haberla padecido varios miembros de la familia real y las colonias reclamaban una acción del Gobierno para mitigar las epidemias que las asolaban. El virus se cebaba fundamentalmente en niños menores de diez años, aunque atacaba a cualquier edad. Muchos de los que sobrevivían ( su mortalidad como hemos dicho era de entorno al 30%) quedaban ciegos y con rostros marcados de por vida. Incluso una forma más rara producía hemorragias y era tan letal como el Ébola, matando al 90% de los infectados. Cuando los conquistadores españoles dirigidos por Hernán Cortés, llevaron inadvertidamente el mal al imperio azteca en 1519, el virus produjo una carnicería acabando quizá con la mitad de la población azteca (estimada en treinta millones) en apenas unos meses. Incluso en la era moderna, en pleno siglo XX, las viruelas mataron a 300 millones de personas. Poco más de siete años antes de la partida de la expedición, en julio de 1796, el médico inglés Edward Jenner había observado que las vaqueras quedaban protegidas del mal al desarrollar en sus manos unas pústulas benignas cuando ordeñaban a las vacas infectadas por las viruelas vacunas, y comprobó el hecho en un muchacho.La «vacuna» se extendió como un arma preventiva por Francia, España e Italia pero centenares de miles de personas sucumbían en las colonias españolas del Nuevo Mundo y otros muchos lugares donde el remedio no llegaba con la necesaria urgencia, o lo hacía en malas condiciones, atrapado entre cristales.
Los muertos se contaban por miles y todos los intentos por hacer llegar la vacuna habían sido infructuosos: el virus se deterioraba en la larga travesía. Al conocer las noticias sobre las epidemias, Carlos IV reunió a su gabinete científico para estudiar la forma de enviar las vacunas al Nuevo Mundo. Poco a poco la idea se fue gestando: llevaría a los virreinatos la salvación en una cadena de cuerpos que según los tiempos de desarrollo de la enfermedad irían utilizando en orden. El transporte de un fluido tan delicado como la vacuna de un continente a otro, en penosas travesías marinas que duraban meses, sin electricidad para mantener la cadena del frío, se antojaba insuperable. Y sin embargo, Balmis lo logró. Al no encontrar voluntarios dispuestos a prestarse para semejante experimento tuvo que recurrir a huérfanos que a nadie le importaban, excepto a la rectora del hospicio de la Coruña de donde los sacó, Isabel López Sendala, que acompañaba a las criaturas y velaba por su salud (6 venidos de la Casa de Desamparados de Madrid, otros 11 del Hospital de la Caridad de La Coruña y 5 de Santiago). La labor de esta mujer fue encomiable durante toda la expedición. Se saben sus nombres. También los que en México embarcaron para las islas Filipinas. Y poco más. Niños entre los que se encontraba el hijo de Isabel, Benito Vélez, de nueve años, Andrés Naya (8 años), Antonio Veredia (7 años), Cándido (7 años), Clemente (6 años), Domingo Naya (6 años), Francisco Antonio (9 años), Francisco Florencio (5 años), Gerónimo María (7 años), Jacinto (6 años), José (3 años), Juan Antonio (5 años), Juan Francisco (9 años), José Jorge Nicolás de los Dolores (3 años), José Manuel María (6 años), Manuel María (3 años), Martín (3 años), Pascual Aniceto (3 años), Tomás Melitón (3 años), Vicente Ferrer (7 años), Vicente María Sale y Bellido (3 años) y un niño más que falleció durante el viaje. Ninguno de ellos regresó a Galicia. Y Balmis se preocupó por los niños de manera especial. En México hizo todas las gestiones para que fueran alojados en una residencia adecuada, y no en la casa de expósitos de la ciudad como pretendían las autoridades locales. También se preocupó de que fueran educados correctamente. Muchos de ellos fueron adoptados por familias de México.
Sus cuerpos funcionaron como correas de transmisión y llevaron la ansiada vacuna alrededor del mundo hasta alcanzar el misterioso continente chino. Con una lanceta impregnada del fluido se les realizaba una incisión superficial en el hombro, y unos diez días después surgían un puñado de granos -los granos vacuníferos- que exhalaban el valioso fluido antes de secarse definitivamente. Era el momento de traspasar la vacuna a otro niño. Balmis vacunaba dos niños cada vez para asegurarse de que esta cadena humana no se rompiera. Pero los niños, una vez vacunados, ya no podían emplearse de nuevo en la cadena de transmisión, por lo que, en cada nueva etapa, Balmis se veía obligado a reclutar a más de ellos. El único recurso era buscar expósitos en las casas de huérfanos, y aun así las dificultades eran grandes. Para alcanzar el puerto de Sisal (Yucatán) desde Cuba, Balmis tuvo que comprar tres esclavas negras y un niño tamborilero, a razón de cincuenta pesos cada uno. Y en el viaje rumbo a Filipinas, con 26 niños vacuníferos y la rectora Isabel de Sendales (que le acompañó hasta esta etapa), los pequeños, como el resto de la tripulación, tuvieron que soportar durísimas condiciones, tirados en el suelo, «con grandes ratas que les atemorizaban, y golpeándose unos a otros con los vaivenes», según los registros.
En el viaje de partida será desde la Coruña hasta Puerto Rico, llegando la expedición a Santa Cruz de Tenerife como escala intermedia; allí pasan un mes vacunando a la población, retomando su curso el 6 de enero de 1804, fecha en la que deja las Islas Canarias para llegar a Puerto Rico el 9 de febrero. Aunque no se necesitó vacunar a la población de Puerto Rico ya que la vacuna había sido llevada a la isla desde la colonia danesa de Saint Thomas, una vez llegados a América, Balmis y sus hombres se pusieron manos a la obra inmediatamente. Venezuela, Cuba, México y más tarde Filipinas, fueron testigos del esfuerzo ímprobo de estos hombres, algunos de los cuales dejaron su vida en la empresa, como el médico José Salvanys. A las largas jornadas de vacunación se sumaba la instrucción de los médicos locales y a ésta el maratoniano itinerario, la humedad y las fiebres. Más de un millón de personas fueron vacunadas. Muchos millones podrían hacerlo después gracias al material que Balmis y su expedición dejaban, ya que creará las Juntas Sanitarias y Casas de Vacunaciones Públicas en los lugares por los que pasó. Balmis se trasladó a Caracas donde instaló la Junta Central de la Vacuna con el apoyo de José Domingo Díaz y Vicente Salias antes de marchar a Puerto Cabello y La Habana. El poeta venezolano Andrés Bello incluso escribió en 1804 una Oda a la Vacuna. El 26 de mayo de 1804 llegó al puerto de La Habana, quedando sorprendido al observar que la vacunación contra la viruela ya había ocurrido gracias a la actividad de Tomás Romay.
La expedición se dividirá en dos al alcanzar Nueva España. El subdirector de la expedición, el segundo cirujano José Salvany y Lleopart, prosiguió las labores de vacunación en el continente suramericano, recorriendo toda la cornisa occidental de Suramérica; se adentró en la Nueva Granada (actual Colombia) y el Virreinato del Perú (actualmente Ecuador, Perú, Chile y Bolivia). Les tomo siete años recorrer el territorio y los esfuerzos del viaje se llevaron la vida del propio Salvany, que murió en Cochabamba en 1810 después de perder un ojo. El grupo dirigido por Balmis, siguió la ruta hacia el norte y llegó hasta Filipinas, introduciendo la vacuna en Asia. En el territorio del actual México, Balmis recogió 25 huérfanos para que mantuvieran la vacuna viva durante la travesía del océano Pacífico, a bordo del navío Magallanes. Partieron el 8 de febrero de 1805 del puerto de Acapulco rumbo a Manila, llegando a dicha ciudad el 15 de abril de 1805. En las Filipinas la expedición recibió una importante ayuda de la Iglesia para organizar las vacunaciones de indígenas. El 14 de agosto de 1809 la expedición regresa a Acapulco, aunque Balmis descartó volver a tierras novohispanas con el grueso de la expedición y siguió avanzando hacia la China. Isabel permanece en Puebla con su hijo; ya no volverían a España.
En tiempos de guerra con Inglaterra, Balmis y sus hombres tuvieron que hacer frente a los peligros de los piratas, los naufragios y temporales, a soportar que sus niños fueran en ocasiones abandonados en hospicios, orfanatos y hospitales por culpa de la incomprensión de los políticos, así como de los prejuicios de los religiosos, que se oponían a la vacunación.
El periplo asiático de Balmis resulta el más intrigante y misterioso. Conociendo que la vacuna no había alcanzado China, Balmis solicitó y le fue concedido el permiso para marchar hacia Macao, partiendo de Manila el 3 de septiembre de 1805. Llegó a la colonia portuguesa de Macao a duras penas; el 16 de septiembre de 1805 Balmis logró llegar a las costas de Macao en un frágil junco chino con tres niños huérfanos en sus brazos, que contenían en sus cuerpos una valiosa vacuna contra las viruelas. Balmis, que ya superaba los cincuenta, se había salvado de milagro. El barco portugués de alquiler que le condujo hasta aquella penúltima etapa de su largo viaje había sido destruido por un tifón, llevándose la vida de 20 hombres. Pero la voluntad de hierro de Balmis le permitió seguir adelante hasta el final. «En el momento, arrostrando los eminentes riesgos de piratas y ladrones chinos que inundan estos mares, verifiqué mi desembarco en una pequeña canoa, llevando en mis brazos a los niños, con lo que aseguramos nuestras vidas y la preciosa vacuna», escribiría después en una carta. Habían transcurrido casi dos años desde aquel 30 de noviembre de 1803, cuando partió del puerto de A Coruña. Vacunó a la población de varias ciudades hasta llegar a la provincia de Cantón y en su camino de vuelta a España, Balmis consiguió convencer a las autoridades británicas de la isla Santa Elena (1806) para que tomasen la vacuna.
Los resultados fueron un autentico éxito. Se inmunizó a miles de personas, niños y adultos, y en los lugares donde se mantuvo la vacunación, las epidemias decrecieron. Obtuvo el reconocimiento tanto de las clases dirigentes (fue cirujano de Cámara), como de los ‘vacunólogos’ de la época. Es más, el propio Jenner, inventor de la vacuna, alabó su trabajo: “No puedo imaginar que en los anales de la historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este”, diría. Alexander von Humboldt escribiría en 1825: «Este viaje permanecerá como el más memorable en los anales de la historia». Tras su muerte en 1819, el reconocimiento de su labor se diluiría con el paso de los años y persiste hasta hoy día. La explicación hay que encontrarla en la mentalidad de los historiadores de la medicina desde principios del siglo XIX, interesados en divulgar los logros de las ciencias médicas sin ir más allá. Craso error que convierte a Balmis en un héroe en la penumbra de una historia gloriosa y apenas conocida y reconocida. En reconocimiento de su encomiable labor, vaya este modesto articulo.
En 1977, el mundo quedó oficialmente libre de viruelas, aunque hubo una víctima más en el Reino Unido al año siguiente. En la actualidad, el más espantoso matador de seres humanos de la historia reposa en las neveras de dos laboratorios en todo el mundo, en Atlanta (EE UU) y Rusia.
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