Léopold de Saxe-Cobourg et Gothase, Leopoldo II, Rey de los belgas a finales del siglo XIX, auspició durante su reinado que el Congo pasara de una población de 20 millones de habitantes a 10 millones. Leopoldo no heredó o conquistó el Congo (de hecho solo a su muerte se integró en Bélgica), le bastó con convencer a la comunidad internacional de que si le daban su soberanía protegería a sus habitantes de las redes de traficantes de esclavos árabes. Nada más lejos de la realidad, el verdadero objetivo del belga.
Supo disimular su afán económico generando una imagen de monarca humanitario y altruista, que financiaba asociaciones benéficas para combatir la esclavitud en el África Occidental y costeaba el viaje de misioneros a esas regiones. En 1876 convenció con su elegancia y buenos modales a un selecto grupo de geógrafos, exploradores y activistas humanitarios en una Conferencia Geográfica, celebrada en Bruselas, de que su interés era «absolutamente humanitario». Fue, además, elegido aquí presidente de la recién creada Asociación Africana Internacional, transformada con el tiempo en la Asociación Internacional del Congo. En febrero de 1885, catorce naciones reunidas en Berlín, y encabezadas por Gran Bretaña, Francia, Alemania y los Estados Unidos, le regalaron a Leopoldo II todo el Congo a través de la asociación que él presidía. El monarca belga no tuvo participación en la conferencia, pero convenció a cada una de las potencias con intereses en África para que dieran luz verde al nuevo estado mediante conversaciones bilaterales. Un territorio que era 20 veces el tamaño de Bélgica, donde se comprometió a «abolir la esclavitud y cristianizar a los salvajes» a cambio de su cesión. Las grandes potencias concedieron al rey de los belgas el Congo, sin saber qué clase de persona era pero, sobre todo, porque desconocían el gran tesoro que se escondía entre sus árboles. Así, el 1 de julio de 1885, el Estado Libre del Congo quedaba oficialmente reconocido, no como colonia belga, sino como territorio del rey a título personal. Era desde su constitución un espacio de libre comercio internacional y también libre de esclavismo.
Además del marfil de sus elefantes, Leopoldo se sintió atraído por el Congo debido a sus grandes reservas de caucho. Durante su reinado se disparó la demanda internacional de goma, que se extraía de los árboles del caucho que se contaba muy numerosos en el Congo. El problema de la recolección de esta materia resultaba la ingente cantidad de mano de obra que se necesitaba y las duras condiciones para estos empleados. Para solventar el asunto, el rey de los belgas diseñó un sistema de concesiones que, en esencia, condenó a la esclavitud a la totalidad de los congoleños. Los enviados del Rey se encargaron, entre 1884 y 1885, de que los jefes indígenas de la geografía congoleña firmaran, sin saberlo, contratos por los que cedían la propiedad de sus tierras a la Asociación Internacional del Congo. En estos «tratados», los caudillos se comprometieron a trabajar en las obras públicas de aquella institución que, creyeron, iban a servir para expulsar a los esclavistas y modernizar el país. Los congoleños podían entender la idea de un tratado de amistad entre dos clanes, pero no la cesión del territorio. Un escrito en lengua desconocida, que solo tenían que refrendar con una cruz, les proponía pactos inauditos. En 1884, los jefes de Ngombi y Mafela firmaron textos completamente absurdos. Acordaban “entregar a la mencionada asociación la soberanía y todos los derechos soberanos y de gobierno sobre todos sus territorios, y ayudar con su trabajo o de otra manera a cualquier obra, mejora o expediciones que la asociación haga emprender […]”. El trato implicaba una completa desposesión: “Todas las carreteras y vía fluviales que corren a través de este país, el derecho a recaudar peajes en el mismo, y toda la caza, pesca, productos mineros y derechos forestales han de ser propiedad absoluta de la citada asociación”. Esto se firmaba a cambio de compromisos risibles, como “una tela por mes a cada uno de los jefes abajo firmantes”.
El nuevo estado fue administrado de modo privado por el monarca hasta 1908. Con préstamos concedidos por el Estado, desarrolló las infraestructuras necesarias para la explotación de las riquezas de la colonia. La Force Publique, un ejército privado formado por más de quince mil hombres, era la mano ejecutora de la ley y el orden. Los oficiales de este ejército eran blancos, de diferentes países europeos, y sus soldados eran negros, primero mercenarios hausas y de Zanzíbar y progresivamente pobladores locales. Los dirigentes de las bases comerciales cobraban por incentivos de productividad y, para conseguir mayores beneficios, exigían a los indígenas hasta donde fuera necesario, muchas veces hasta la muerte.
Leopoldo II se valió del trabajo local para la recolección del caucho y para que sirvieran a los funcionarios, soldados y policías belgas que vinieron a instalarse en el país. Una esclavitud que ocupaba las 24 horas del día de los congoleños; y que deparaba sádicos castigos para los recolectores que no entregaban el mínimo exigido. El catálogo de violaciones de los derechos humanos podría ocupar libros enteros: desde latigazos, agresiones sexuales al robo de sus poblados. Las mutilaciones de manos y pies dejaron a tribus enteras mancas y cojas, cuando no eran directamente exterminadas aldeas enteras. A los congoleños se les asignaban objetivos concretos de producción, y los métodos de coerción que se les aplicaban incluían los secuestros de mujeres y niños para que los hombres trabajaran. Estos rehenes morían con frecuencia por malos tratos y desnutrición, y solo eran liberados a partir de la entrega de cierto volumen de mercancía. Otro método punitivo consistía en los incendios y ataques directos contra poblados que no satisfacían los planes de explotación. Leopoldo II de Bélgica estaba perfectamente al corriente de los crímenes e incluso llegó a sugerir que se implementaran equipos de niños para que apoyaran el trabajo, de tal modo que miles de menores fueron arrancados de sus familias. El historiador Adam Hochschild calculó que murieron diez millones de personas basándose en investigaciones llevadas a cabo por el antropólogo Jan Vansina.
A partir de 1896, la demanda del caucho en los mercados internacionales se disparó. De esta manera, las inversiones de Leopoldo se transformaron en unos beneficios millonarios que ya no cesarían hasta su muerte. Pero el aumento de la demanda no hizo más que agudizar la crueldad de los administradores coloniales. Los castigos hacia los indígenas por no cumplir las expectativas de producción derivaban en asesinatos masivos “ejemplarizantes” de la mano de la Force Publique.
Leopoldo II nunca enfrentó a las críticas de la comunidad internacional ni a las de Bélgica, que todavía hoy recuerdan a Leopoldo II como un entrañable estadista. Cuando pastores bautistas norteamericanos lanzaron la primera voz de alarma, la misma propaganda belga que había elevado a Leopoldo II a benefactor de la humanidad salió al paso para llevar las acusaciones ante los tribunales por calumnias. Todavía, en 1889, Leopoldo se atrevería, en un gran ejercicio de hipocresía, a hacer de anfitrión de la Conferencia Antiesclavista. La máscara filantrópica que cubría el rostro de Leopoldo se sostuvo durante un tiempo, pero el debate sobre lo que sucedía realmente en el Congo terminó despertando el interés de la prensa. El primero en denunciar la situación fue el jurista afroamericano George W. Williams, que esperaba encontrarse un enclave experimental parecido a Libreville o Freetown y se topó con un auténtico infierno. Más adelante fueron Roger Casement, cónsul británico en el Congo, y Edmund Morel, empleado de una naviera inglesa que cubría una ruta hasta el país africano, los encargados de hacer llegar al gran público la realidad.
El rey belga había invertido a lo largo de su vida importantes sumas para comprar la voluntad de políticos, periodistas, funcionarios, militares y religiosos, y no iba a dejar de hacerlo ahora. Publicó sus propias informaciones e incluso impulsó su propia “comisión de investigación».A partir de 1900 la prensa europea y estadounidense situó en el ojo del huracán lo que ocurría en el Congo. El movimiento contra los abusos practicados generó a ambos lados del Atlántico lo que algunos consideran el primer gran movimiento social en defensa de los derechos humanos del siglo XX. La presión internacional sobre Leopoldo fue de tal calibre que en 1908 se vio obligado a renunciar a la colonia a favor del estado belga. Los malos tratos no desaparecieron de la noche a la mañana, pero se alivió en parte la situación. A partir de 1910 se dieron mejoras en ámbitos como el sanitario y el educativo, sin que dejaran de producirse muertes gratuitas.
Pese a todo, la figura de Leopoldo quedó en segundo plano en la historia respecto a otros representantes de la muerte a gran escala. Bajo un delicado velo de filantropía, el rey Leopoldo II de Bélgica hizo del Congo una colonia privada. Él acabó convertido en un exportador de caucho multimillonario y el Congo, en un campo de trabajos forzados. Con millones de muertos, el 50% de la población del Congo.
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