El Árbol de Navidad es un símbolo de estas fechas que ha perdurado a través del tiempo y las generaciones. Es complicado determinar dónde arranca y cuándo la tradición del uso del árbol de Navidad. Las noticias directas son pocas y las costumbres precristianas relacionadas con los árboles y los bosques tantas que los estudiosos no se ponen de acuerdo. Sin embargo, en lo que todos parecen coincidir es en su origen pagano, muy ligado a las celebraciones del solsticio de invierno y al «combate» contra la muerte que este suponía para la naturaleza.
Las culturas precristianas concedían una gran importancia a la madera como símbolo de vida, pues en su interior se hallaba luz y calor. Prácticamente todos los pueblos de Europa, pero especialmente los del Norte, creían, aún en la Edad Media, que dentro de cada árbol habitaba un espíritu y que llegado el otoño, cuando el árbol, habitualmente un roble, perdía sus hojas era porque el espíritu había abandonado su seno. Era común el que tales seres fuesen considerados benéficos, por lo que una vez al año los campesinos se dirigían al bosque con obsequios que depositaban al pie de los árboles, pidiendo a sus moradores protección para ellos, sus familias, ganados y cosechas. Llegado el solsticio de invierno, cuando los días comenzaban a alargarse, aquellos hombres adornaban con cintas, piedras de colores u hojas verdes las desnudas ramas del roble, en un intento de animar así el retorno del espíritu arbóreo, el rebrote de la planta y, en general, una nueva floración de la naturaleza.
Además, las plantas y árboles de hoja perenne eran estimados como auténticos amuletos contra la mala suerte, las brujas o los demonios. Las acículas del boj, el enebro, la pícea, el alerce, el acebo, el pino o el abeto servían de auténticos escudos contra estos seres maléficos. Y no era solamente su capacidad para herir o pinchar, sino su color. El verde es el signo de la vida en la naturaleza, tono propio de la primavera y el verano frente a los colores apagados del invierno. Los árboles y arbustos perennifolios simbolizaban el triunfo de la existencia.
La integración de estos signos favorecedores dentro del mundo cristiano debió de ser sencilla. Cuenta una historia que san Bonifacio (680-754), el evangelizador de Alemania, al observar la devoción que por un árbol determinado tenían los habitantes del norte de Europa, tomó un hacha y lo cortó. Este representaba al Yggdrasil, el gran árbol del universo de la mitología nórdica, en cuya copa moraban los dioses, en el Asgard, al contrario que en sus raíces, donde se encontraba el Helheim o reino de los muertos. San Bonifacio plantó en su lugar un pino, árbol de hoja perenne dotado de los significados que ya hemos comentado, adornándolo con manzanas y velas, que representaban el pecado original y la redención de Cristo, respectivamente.
Sabemos que en pleno Medievo el 24 de diciembre era el día de Adán y Eva, y que las gentes del pueblo, o quizás un grupo de actores o clérigos, representaban la historia del Jardín del Edén que se narra en el Génesis (2, 17-23). Antes de la función, los actores recorrían la ciudad, junto con «Adán», llevando consigo un árbol adornado con manzanas, el Árbol de la Vida. El alzamiento del Árbol del Paraíso en la jornada previa a la Navidad se generalizó rápidamente. Las manzanas que colgaban recordaban el fruto que Eva ofreció a su compañero, según el relato bíblico. Llegada la noche, y tras la celebración de la Misa del Gallo, el árbol del pecado se convertía en árbol de la salvación pues, una vez había comenzado la Navidad, las ramas se iluminaban con velas. Cristo, como nuevo Adán, había inaugurado una nueva humanidad, transformando la muerte en vida y la oscuridad en luz. El árbol se remataba con la estrella de Belén, un signo más de la luz que brilló y condujo en la oscuridad a pastores y Magos hasta el portal de Belén.
A mediados del siglo VIII se cortó en Alemania el primer abeto al que se denominó «Árbol del niño Jesús» como un elemento más de las celebraciones navideñas. De él se colgaban dulces y manzanas principalmente, siendo la primera noticia escrita del «Árbol de Navidad» del año 1184, en Alsacia. Algunos otros estudiosos dicen que, plenamente definido, con sus frutas y luces de adorno, apareció en esta misma región europea en el siglo XIV y se difundió paulatinamente por Alemania. Las bolas de colores y la colocación del belén a sus pies llegarán siglos después.
Tradicionalmente la estrella que se coloca en los abetos de Navidad, y en los belenes, se representa como un cometa, esto es, como astro con cabeza y cola y no como una sencilla luminaria con cierto número de puntas. El fenómeno celeste constatado que tuvo lugar entre los años 8 y 4 a. C., y que pudo dar lugar a la famosa estrella de Belén, se cree que fue una supernova o una conjunción planetaria pero no un cometa. El que desde la Edad Media se representase de este modo se debió a la acción del gran pintor italiano Giotto di Bondone (1267-1337), que observó el paso del cometa Halley en el año 1301 y lo representó como la estrella de Belén en su obra la Adoración de los Magos de la capilla de la Arena de Padua, realizada entre 1305 y 1306. El poderoso influjo de este autor sobre los pintores posteriores hizo el resto del trabajo.
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