En 1348, una enfermedad terrible y desconocida se propagó por Europa y en pocos años sembró la muerte y la destrucción por todo el continente. A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347, estalló la mayor epidemia de peste de la historia de Europa, tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano (siglos VI-VII). Desde entonces la peste negra se convirtió en una inseparable compañera de viaje de la población europea, hasta su último brote a principios del siglo XVIII. Pero el mal jamás se volvió a manifestar con la virulencia de 1346-1353, cuando impregnó la conciencia y la conducta de las gentes. Tuvo un impacto pavoroso: por un lado, era un huésped inesperado, desconocido y fatal, del cual se ignoraba tanto su origen como su terapia; por otro lado, afectaba a todos, sin distinguir apenas entre pobres y ricos. Quizá por esto último, porque afectaba a los mendigos, pero no se detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las fuentes escritas, en las que encontramos descripciones tan exageradas como apocalípticas.
El punto de partida se situó en la ciudad comercial de Caffa (actual Feodosia), en la península de Crimea, a orillas del mar Negro. En 1346, Caffa, una ciudad portuaria del mar Negro, estaba siendo asediada por el ejército mongol, entre cuyas filas se manifestó la enfermedad. La variante de la bacteria Yersinia pestis que causó la pandemia y que apareció hacia 1320 en el desierto mongol de Gobi dejó los primeros estragos en aquel país: entre 50 y 70 millones de personas murieron en Mongolia; fueron los primeros casos hacia 1328. La peste llegó a China desde Mongolia entre 1331 y 1334, un año después que grandes inundaciones que devastaron extensas regiones del país. Avanzó hacia Birmania en 1330 alcanzando a India en 1342. Se dijo que fueron los mongoles quienes extendieron el contagio a los sitiados arrojando sus muertos mediante catapultas al interior de los muros, pero es más probable que la bacteria penetrara a través de ratas infectadas con las pulgas a cuestas. En todo caso, cuando tuvieron conocimiento de la epidemia, los mercaderes genoveses que mantenían allí una colonia comercial huyeron despavoridos, llevando consigo los bacilos hacia los puntos de destino, en Italia, desde donde se difundió por el resto del continente extendiéndose rápidamente por las regiones de la cuenca mediterránea y el resto de Europa en pocos años.
La peste es una enfermedad de los roedores que solo secundariamente puede alcanzar al hombre mediante la intervención de la pulga de la rata (xenopsylla cheopis), eslabón fundamental en la cadena de transmisión: la pulga pica a la rata contagiada de peste ingiriendo sangre con bacilos, que se multiplican en el interior del cuerpo del insecto obstruyendo una minúscula bolsa situada sobre su esófago. Esto impide al parásito alimentarse, por lo que hambriento, pica una y otra vez. Incapacitada para ingerir sangre, regurgita e inocula los gérmenes. Pero además se requieren circunstancias climáticas especiales para que la cadena rata-pulga-hombre pueda articularse, ya que la pulga solo puede vivir en una temperatura de entre 15 y 20° con una humedad del 90-100%. Esto explica su aparición en la estación cálida y tras grandes lluvias,como los antiguos tratadistas medievales dejaron reflejado. Por el contrario, la forma pulmonar, transmitida de hombre a hombre, aparece habitualmente en los meses fríos.
Los indicios sugieren que la plaga fue, ante todo, de peste bubónica primaria. La transmisión se produjo a través de barcos y personas que transportaban los fatídicos agentes, las ratas y con ellas las pulgas infectadas, entre las mercancías o en sus propios cuerpos, y de este modo propagaban la peste, sin darse cuenta, allí donde llegaban. Las grandes ciudades comerciales eran los principales focos de recepción. Desde ellas, la plaga se transmitía a los burgos y las villas cercanas, que, a su vez, irradiaban el mal hacia otros núcleos de población próximos y hacia el campo circundante. Al mismo tiempo, desde las grandes ciudades la epidemia se proyectaba hacia otros centros mercantiles y manufactureros situados a gran distancia en lo que se conoce como «saltos metastásicos», por los que la peste se propagaba a través de las rutas marítimas, fluviales y terrestres del comercio internacional, así como por los caminos de peregrinación. Estas ciudades, a su vez, se convertían en nuevos epicentros de propagación a escala regional e internacional. La propagación por vía marítima podía alcanzar unos 40 kilómetros diarios, mientras que por vía terrestre oscilaba entre 0,5 y 2 kilómetros, con tendencia a aminorar la marcha en estaciones más frías o latitudes con temperaturas e índices de humedad más bajos. Ello explica que muy pocas regiones se libraran de la plaga; tal vez, sólo Islandia y Finlandia. La península Ibérica, por ejemplo, pudo haber pasado de seis millones de habitantes a dos o bien dos y medio, con lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento de la población. La Toscana, una región italiana caracterizada por su dinamismo económico, perdió entre el 50 y el 60 por ciento de la población. En términos absolutos, los 80 millones de europeos quedaron reducidos a tan sólo 30 entre 1347 y 1353. Afectó devastadoramente a Europa, China, India, Medio Oriente y el Norte de África. Según crónicas de 1353 un tercio de la población china murió por peste negra desde 1331.
Desde Caffa alcanzó la costa de Anatolia, Constantinopla, Sicilia, Cerdeña, Corcega y Marsella en 1347; se extendió por Italia, Francia y los territorios de la Corona de Aragón en 1348 y a finales de ese año y durante 1349 alcanzó Inglarerra y Galez, llegando a Escocia a finales de ese año. En 1350 la plaga alcanzó con fuerza los reinos ibéricos occidentales. En 1352, el valle del Danubio y la Hansa teutónica extendieron la peste hacia el norte y el este. Toda Europa y Oriente Próximo se vieron afectadas por ella. Y como un ciclo infernal, la epidemia se repitió desde 1352 en años sucesivos, sin que las castigadas poblaciones de Europa pudiesen recuperarse. Se ha estimado que en el momento de desatarse la gran epidemia, la población europea oscilaría entre los 73 millones (Bannet) y los 85 millones (Russell). Hacia 1350, en numero habría descendido hasta los 51 millones, decreciendo hasta alcanzar en 1400 los 45 millones. Esto tendrá un efecto devastador en las relaciones sociales y económicas, con villas completamente desiertas caracterizando el paisaje geográfico europeo. El paisaje cultivado también sufrió una drástica reducción. consiguientemente, los vínculos tradicionales del sistema de producción feudal quedaron seriamente deteriorados, favoreciendo claramente a los campesinos.
La respuesta de los poderes públicos ante la aterradora falta de mano de obra y las crecientes exigencias de esta, fueron las consabidas medidas coercitivas. Eduardo III de Inglaterra promulgo en 1349 una Ordenanza de los trabajadores al «constatar las necesidades de los señores y la falta de servidores, solo dispuestos a trabajar por salarios excesivos o de lo contrario, proclives a la ociosidad y a la mendicidad..». Esta Ordenanza, enviada a los sheriffs del reino,capacitaba a los señores a exigir las prestaciones en trabajo necesarias, a la par que bloqueaba los precios y salarios en la situación de 1347. Medidas similares se adoptaron en Paris o en la Corona de Castilla.
Únicamente en el siglo XIX se superó la idea de un origen sobrenatural de la peste; el contagio era fácil porque ratas y humanos estaban presentes en graneros, molinos y casas,circulaban por los mismos caminos y se trasladaban con los mismos medios, como los barcos. Desde nuestra perspectiva del siglo XIX, el término «peste» nos trae a la mente inmediatamente una afectación relacionada con muertes abundantes y un ancestral horror. A pesar de la enorme difusión del término, hay un gran desconocimiento sobre la índole de la enfermedad, con esporádicas y confusas noticias de casos de contagio en el sudeste asiático y no conviene olvidar que hasta bien entrado el siglo XVIII, la peste fue un asiduo visitante del continente europeo. Se trata de una enfermedad infecto-contagiosa producida por el bacilo yersinia pestis, aislado en 1894 en Hong Kong durante una epidemia por el microbiólogo suizo Yersin. Comienza tras un periodo de incubación silenciosa, con fiebre elevada, nauseas, sed y sensación de agotamiento y tras este inicio brusco, la enfermedad no sigue un cuadro clínico idéntico, sino que se presenta bajo tres formas. La primera, la más clásica y frecuente, es la bubónica; en la ingle, axila o cuello aparece el bubón (abultamiento doloroso de un ganglio, de donde proviene el término «peste bubónica» ). La forma de la enfermedad más corriente era la peste bubónica primaria, pero había otras variantes: la peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, lo que se manifestaba en forma de visibles manchas oscuras en la piel , de ahí el nombre de «muerte negra» que recibió la epidemia, y la peste neumónica, que afectaba el aparato respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al contagio a través del aire. La peste septicémica y la neumónica no dejaban supervivientes. La bacteria rondaba los hogares durante un período de entre 16 y 23 días antes de que se manifestaran los primeros síntomas de la enfermedad. Transcurrían entre tres y cinco días más hasta que se produjeran las primeras muertes, y tal vez una semana más hasta que la población no adquiría conciencia plena del problema en toda su dimensión. La mayoría de las fuentes citan que la mortalidad alcanzó incluso las tres cuartas partes de la población y que murieron unos veinticinco millones de personas sólo en Europa. Algunas zonas acabaron totalmente despobladas y los escasos supervivientes huyeron a otras, expandiendo aún más la enfermedad.
Ciudades como Florencia, Venecia o París perdieron alrededor de la mitad de sus habitantes. Boccaccio, el autor florentino del Decamerón, nos explica en las primeras páginas de su libro por qué los protagonistas huyen de sus casas: «Esta peste cobró una gran fuerza; los enfermos la transmitían a los sanos al relacionarse con ellos, como ocurre con el fuego a las ramas secas cuando se les acerca mucho […] Casi todos tendían a un único fin: apartarse y huir de los enfermos y de sus cosas; obrando de esta manera creían mantener la vida. Algunos pensaban que vivir moderadamente y guardarse todo lo superfluo ayudaba a resistir tan grave calamidad y así, reuniéndose en grupos, vivían alejados de los demás, recogiéndose en sus casas […] A la vista de la cantidad de cadáveres que día a día y casi hora a hora eran trasladados, no bastando la tierra santa para enterrarlos, ni menos para darles lugares propios, según la antigua costumbre…».
La plaga fue interpretada como un castigo divino, al igual que sucedió con la peste de Justiniano, por la corrupción de las costumbres, los pecados y el apartamiento de la vida recta. Entre las medidas que se llevaron a cabo en toda Europa para calmar el castigo divino destacaron las «procesiones flagelantes», que duraban 33 días y un tercio. La primera de estas procesiones tuvo lugar en 1260, a petición del ermitaño Raniero Fasani, coincidiendo con una época de hambruna. Ese año estaba cargado de connotaciones apocalípticas ya que según las profecías pseudojoaquinistas (similares a la herejía que surgió en el siglo XIII en el norte de Italia) la tercera edad de la humanidad había llegado a su fin. Con las procesiones se intentaba generar el remordimiento social e incrementar el número de adeptos para la causa cristiana. Masas de hombres y mujeres caminaban de noche y día, con velas encendidas, iban descalzos, cargados de cruces, cubiertos de ceniza y sometidos a las más duras disciplinas, debían cruzar regiones y países en actitud penitencial. En la primavera de 1348 el papa Clemente VI convocó en Aviñon una nueva procesión flagelante, grandes masas de ambos sexos se lanzaron a las calles y recorrieron ciudades. Sin embargo, aquello no tardó en degenerar, el movimiento religioso se convirtió en un cortejo de saqueadores y sus integrantes se alejaban de las buenas costumbres sociales. Por este motivo, tan sólo un año después, en 1349, el papa los declaró herejes e hizo todos los esfuerzos que estuvieron en su mano para eliminarlos.
También se buscaron chivos expiatorios, y dado que la comunidad judía fue tachada de haber provocado la ira divina se retomaron encarnizadas persecuciones contra los hebreos. Los datos sobre las masacres contra los judíos son escalofriantes: en Estrasburgo (Francia), en un solo día de 1349 quemaron vivos a unos dos mil judíos; en Maguncia (Alemania), donde residía la mayor comunidad judía de la Europa medieval, fueron quemados vivos unos seis mil y en el cantón suizo de Basilea sabemos que consiguieron llevar a unos cuatro mil quinientos a una de las islas sobre el Rin para luego quemarles. En definitiva, la Europa cristiana se convirtió en una verdadera hoguera en la que masas histéricas demostraban su xenofobia quemando a miles de judíos. Pero no fueron el único objetivo de estas turbas enloquecidas que también atacaban a los leprosos.
Los médicos adoptaron una serie de medidas higiénicas (bañarse en orina humana, colocar vapores hediondos (animales muertos) en el hogar, beber el líquido que emanaba de los bubones…), además del aislamiento, destinadas a evitar el contagio. Creían que había «algo» (pero no tenían ni idea de que era) con la capacidad de pasar desde el enfermo hasta al sano. Intuyeron que los objetos inanimados que habían estado en contacto con los afectados también eran fuente de contagio; por este motivo, cuando un apestado moría se ordenaba quemar todos los objetos que hubieran estado en contacto con él y se hacían enjalbegar las paredes de los edificios en los que había estado albergado. Estas medidas motivaron que se perdiesen muchas obras de arte que tenían por soporte los muros de los edificios. Además se prohibió abandonar la región, para evitar el contagio a otras zonas, se recomendaba la purga con aloes y purificar el aire con fuego. También recomendaban que los bubones de los enfermos se madurasen con cebollas e higos cocidos, y que a continuación se abriesen y se curasen. Aunque el remedio por excelencia, como no, eran las sangrías.
Como colectivo de alto riesgo en contraer la enfermedad, adoptaron un vestuario peculiar como forma de prevenir el contagio: una amplia capa de tela gruesa encerada con mangas hasta las manos, guantes, altas botas, un sombrero de ala ancha y una «careta» que cubría todo el rostro y que se prolongaba en una especie de largo pico de ave en cuyo interior se depositaban hierbas aromáticas y medicinales, para combatir los malos olores.
Las ciudades también tomaron medidas preventivas de aislamiento. El 17 de enero de 1374 el vizconde italiano Bernabé de Reggio promulgó un decreto contra la propagación de la peste, dictaminando un período de diez días de observación ante toda persona sospechosa de estar enferma que, durante ese tiempo, debía abandonar la ciudad y permanecer en el campo. Así mismo, todas las personas que le hubiesen atendido debían permanecer incomunicadas también diez días. Tres años más tarde las autoridades de la ciudad siciliana de Ragusa elevaron el aislamiento a treinta días. En 1383 en la ciudad francesa de Marsella se estableció por primera vez el aislamiento de cuarenta días, dando origen al término cuarentena, vocablo que se sigue empleando para referirnos al período de observación al que se somete a una persona para detectar signos o síntomas de una enfermedad infecciosa. Sin embargo, actualmente sabemos que pocas enfermedades tienen un período de incubación (desde que el paciente tiene el germen dentro de su organismo hasta que aparecen los primeros síntomas) de cuarenta días. Estas medidas de aislamiento se tomaran contra el parecer de los médicos para quienes el aire y solo este era el responsable de la enfermedad. Pero sobre todas, una medida se alzó como la de mayor eficacia: la huida. Una expresión latina condensa esta prescripción segura: cito, longe,tarde. hay que huir pronto,lejos y regresar tarde. El reconocimiento mayúsculo del fracaso de cualquier otra medida.
El temor a un posible contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces se había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte impulso a la investigación científica, y fue así como los bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma independiente pero casi al unísono, descubrieron que el origen de la peste era la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos que vivían en esos animales, en especial las pulgas (chenopsylla cheopis), las cuales inoculaban el bacilo a los humanos con su picadura.
Escalofriantes datos!!