El 25 de diciembre

martes, 25 de diciembre de 2018

Para comprender algunos de los aspectos que determinaron la fecha de celebración de la Navidad y que con posterioridad serán característicos de la fiesta, hemos primero de prestar atención a esta cuestión, la de la implantación en el Imperio romano del culto al Sol Invicto, pese a tratarse de una divinidad pagana. Su coincidencia temporal con el momento en el que la Iglesia estaba estableciendo, de manera universal, la festividad del nacimiento de Jesús, y el arraigo de esta devoción, le confirió según algunos investigadores una importancia grande que el propio cristianismo supo aprovechar.

El culto al Sol fomentado por la autoridad imperial dentro del Estado romano pasó por diferentes momentos antes de su definitivo establecimiento, y su aceptación no fue sencilla ni inmediata. Su origen estaba en la profunda crisis espiritual que a finales del siglo II, y a lo largo del III, sacudió a la sociedad romana, como consecuencia de las inestabilidades económicas y sociales, y del propio desgaste del, caduco ya, credo imperial creado siglos atrás por Augusto (27 a. C.-14 d. C.).El culto al Sol Invictus, como deidad, tenía su origen en Siria, y el primer emperador en impulsarlo fue Caracalla (211-217), aunque sin éxito. Pocos años después, Heliogábalo (218-222) lo introdujo en Roma por la fuerza de los hechos y con una notable falta de tacto. El propio emperador era sacerdote de la citada divinidad solar y había adoptado su nuevo nombre en honor de la misma. Una vez asegurado el trono, y abandonado el poder en manos de su abuela, Julia Mesa, y de su madre, Julia Soemias, Heliogábalo se dedicó a lo único que realmente le interesaba, la exaltación de su dios. Tras una solemne y prolongada procesión, a la que acompañó desde su punto de partida en Siria, depositó en Roma la piedra negra (en realidad un meteorito que recibía culto), símbolo del dios solar de Emesa (Homs, Siria). La población romana hubo de contemplar espantada la entrada en la ciudad del séquito religioso encabezado por un emperador obeso, vestido con ropajes chillones, maquillado hasta la exageración y adornado con llamativas joyas; en definitiva, lo más opuesto a su austera tradición.En realidad Heliogábalo era un muchacho demasiado joven como para gobernar, además de ser presa de un permanente arrebato místico, y con una manifiesta incapacidad para los asuntos de gobierno.

Pero Roma no concedió demasiado tiempo al nuevo Augusto, ya que el excéntrico emperador murió asesinado en el año 222, junto con su madre, a manos de los pretorianos, guardia personal de los gobernantes romanos. Su sucesor, y primo, Alejandro Severo (222-235), terminó con los excesos orientales pretéritos, devolviendo a Siria la piedra negra, manteniéndose fiel al culto tradicional y siguiendo una política de tolerancia religiosa que dio un respiro a los hostigados cristianos. Pocas décadas después el experimento fallido de Heliogábalo tuvo éxito, aunque con notables matices. El emperador Lucio Domicio Aureliano (270-275), consciente de la inutilidad de seguir glorificando la religiosidad romana, casi extinguida y abandonada por los fieles, insertó aquella honorable tradición en una nueva teología de tipo monoteísta, otra vez el culto al Sol Invictus, única religión con posibilidades de arraigar en todo el Imperio, así como de salvar su unidad. El carácter universalista del nuevo credo empezó a manifestarse tiempo atrás, a través de diferentes grupos, como los seguidores del dios Apolo-Helios, los fieles de algunas religiones orientales y algunos grupos de filósofos. Antes de convertirse en emperador, y en cristiano, Constantino (306-337) fue devoto del culto solar y veía en el Sol Invictus el fundamento de su Imperio. El sol aparece frecuentemente representado sobre las monedas, inscripciones y los monumentos figurativos de este período, y es que la tendencia a adoptar una religión monoteísta y global estaba muy presente en la sociedad del Imperio a fines del siglo III.

Por tanto, no resultó difícil a Aureliano instaurar el culto al dios solar de Emesa, aunque transformando radicalmente su estructura y formas de devoción. Y así, eliminó los elementos sirios que más chocaban con la concepción romana de la religión, confiando a los senadores romanos el cuidado del Dios. Los resultados alcanzados fueron positivos, pues la nueva divinidad gozó de la aceptación de la población, el soberano logró el restablecimiento de la unidad del Imperio y el refuerzo del carácter divino de su cargo, ya que, al único dios, el Sol, debía corresponder un único emperador representante de esa divinidad, Aureliano, que se proclamó Dominus et Deus, «Señor y Dios». Tales títulos pronto se materializaron, al ser el primero de los gobernantes en ceñir sobre su cabeza la diadema, símbolo del soberano ungido por la gracia divina. El aniversario del Deus Sol Invictus se instauró el 25 de diciembre, «día natalicio» por excelencia de todas las divinidades solares orientales, además de ser, según el calendario romano, el día del solsticio de invierno, cuando las horas de luz comienzan a alargarse y las noches se acortan, un hecho cargado de significado para las religiones antiguas.

Hacia los años finales del siglo II los cristianos ya habían incorporado a su tradición la Natividad de Jesús, aunque seguían sin celebrar la Navidad. De hecho, para estas fechas, se había fijado el canon del Nuevo Testamento donde se narran los sucesos del nacimiento de Jesús, aunque aún en este siglo no tenemos ni una sola mención a algún tipo de fiesta o conmemoración de los acontecimientos de Belén.Además, las celebraciones de los aniversarios de nacimientos tenían mala fama para algunos cristianos. Uno de ellos, el destacado teólogo alejandrino Orígenes (185-254), advertía que los cumpleaños en la Biblia eran festejos propios de paganos o de malos judíos, y citaba como ejemplo a Faraón (Gen 40, 20), al que sirvió José, y al tetrarca Herodes Antipas, aquel que, en el transcurso de uno de sus aniversarios, mandó cortar el cuello a Juan el Bautista (Mt 14, 6-11).Por todo ello, concluía, los cristianos no debían celebrar el cumpleaños de Cristo, o de cualquier otro personaje bíblico. Pero la mayor parte de los seguidores del Nazareno eran gentiles, por tanto no judíos, y ciudadanos leales del Imperio romano, por lo que la celebración de aniversarios para ellos no tenía carácter negativo, sino que formaba parte de su vida cotidiana y de su propia cultura. Por todo esto, y por el propio interés que despertaban la fecha, los hechos y el lugar del nacimiento de Jesús entre los cristianos, no es de extrañar que en el siglo III comiencen a aparecer testimonios vinculados a distintas comunidades que situaban el nacimiento de Jesús en diferentes días del año.

El teólogo norteafricano, Clemente de Alejandría (150-215), nos informa de que en Oriente algunos fijaban el nacimiento de Cristo el 20 de mayo, otros el 20 de abril y aun otros el 17 de noviembre. Incluso habla de aquellos que «no se contentan con saber en qué año ha nacido el Señor, sino que con curiosidad demasiado atrevida van a buscar también el día» (Clemente de Alejandría, Tapices I, 145, 5/6).

En realidad no sólo no se sabía el día del nacimiento de Jesús, sino que tampoco se recordaba el año, pues se había olvidado. Los primeros cristianos utilizaban el calendario que mejor conocían, el judío, pero a medida que el nuevo credo fue ganando adeptos dentro del mundo romano, y sus comunidades extendiéndose por el Imperio, el calendario juliano, o romano, sustituyó al hebreo. Además, ambos sistemas de contabilizar el tiempo tenían desajustes y carencias. El calendario judío era de carácter lunar y cada cierto tiempo era necesario añadirle unos días, con el fin de armonizarlo con los calendarios solares, pero no siempre lo lograban a pesar de estos reajustes. Los romanos, por su parte, al igual que los egipcios, seguían un calendario solar, aunque tampoco lograban ajustarlo con precisión en todas las ocasiones. Si tenemos en cuenta que estos fueron los tipos de almanaque por los que se guiaron los antiguos cristianos para deducir la fecha exacta del nacimiento de Jesús, podemos concluir que calcular el año concreto no era un problema pequeño.

La nueva divinidad oficial del Sol Invicto y su festividad fueron aceptadas en la sociedad romana, y para las fechas en las que el cristianismo estaba ocupado en fijar definitivamente el día del nacimiento de Jesús, esta ya gozaba de gran aceptación.La Iglesia, al situar la celebración de la Navidad el propio 25 de diciembre, día del solsticio de invierno para los romanos y del nacimiento de este nuevo dios solar, aprovechaba el carácter sagrado de la fecha señalada para la mayor parte de la población del Imperio, reconduciendo su simbolismo y sentido religioso hacia el propio credo cristiano a la par que procuraba de este modo desarraigar la solemnidad pagana de las vidas de los fieles. También pudo tener como fin erradicar de entre los fieles las fiestas saturnales, celebradas por los romanos en honor al dios Saturno y caracterizadas por los regalos, los juegos, las comidas excesivas, el consumo exagerado de vino, las costumbres licenciosas y la inversión de roles sociales, en las que incluso los esclavos se comportaban como señores, y viceversa. Estas fiestas se celebraban del 17 al 23 de diciembre, y sus prácticas siguieron apareciendo en la misma época del año a lo largo de la Edad Media y del Renacimiento. La proximidad de la Navidad, y quizás de aquí la elección de su fecha, invitaba a los fieles a llevar una vida más ordenada y moral, preocupación constante de los prelados cristianos. 

A partir del año 313, y por medio del Edicto de Milán o de Tolerancia, la fe en Cristo fue legalizada, por lo que la Iglesia pudo salir de la proscripción y mostrarse abiertamente en la sociedad romana. Constantino apoyó el cristianismo en vida y se hizo bautizar en su lecho de muerte. A partir de este momento el número de emperadores cristianos aumentó y, salvo el período de Juliano el Apóstata (360-363), esta circunstancia tuvo su reflejo en un abierto apoyo institucional y legal del Estado romano a la nueva religión, en detrimento de los anteriores cultos clásicos de la vieja Roma. Fue entonces cuando las basílicas sustituyeron a las catacumbas, los ritos se celebraron en público y la Iglesia, en auge y muy asentada y extendida en la sociedad, se sintió fuerte y respaldada como para competir abiertamente con el paganismo. Todo el apoyo imperial al culto cristiano trajo como consecuencia una legislación diferente muy beneficiosa para el cristianismo. Ahora la iglesia elaboró y reforzó su ceremonial y concretó aspectos visibles importantes para la vida de sus asambleas, pese a las nuevas rersecuciones que esporádicamente se dieron. Y así, se precisó la fecha de la fiesta de la Navidad, con el fin de unificar su celebración para todos los cristianos. Se comenzó a implantar un tiempo de preparación para esta, el Adviento; se desarrolló la liturgia propia de la noche del Nacimiento, precedente de la Misa del Gallo, y se erigió un templo, la basílica de la Natividad, en el mismo lugar en el que Jesús había venido al mundo. La Iglesia señalaba sus caminos, destacaba sus hitos y erigía sus santuarios.

Debido a la antigüedad que poseían, y a su pertenencia a la capital del Imperio romano, ahora ya constituido como Estado cristiano, tanto la Iglesia de Roma como su obispo tenían una fuerte influencia sobre las comunidades de la parte occidental del Imperio, de lengua latina en su mayor parte. De aquí el que la citada fecha del 25 de diciembre, una vez fijada de manera oficial como la celebración del natalicio de Jesús, pasase rápidamente a otros lugares tales como Milán, donde seguramente fue introducida por san Ambrosio en el siglo IV, Turín, Rávena y el resto de diócesis de Italia.

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