Los últimos siglos anteriores a éste han sido duros para los jóvenes, presas de un clima económico y social grave en el que primaba lo útil y lo utilizable. No obstante, durante los siglos medievales aunque no fuera el rey de la casa, como hoy en día, porque vivía en un mundo en el que era preciso armarse rápido para sobrevivir, el niño era objeto de un cariño intenso, de cuidados atentos o de una preocupación por su educación perfectamente equiparables a los nuestros.
Pero, mientras que nuestra época trata a los niños como consumidores inmediatos o futuros, el papel que predominaba entonces era el de productores: productores de poder y de riqueza. Porque el niño no era sólo un «don de Dios», como repetía la Iglesia, sino también un elemento del mundo del trabajo, un instrumento de autoridad y un bien familiar. Eran estos futuros papeles los que justificaban la atención y el cariño. En principio, el hijo que se esperaba era fruto de uniones legales; sin embargo, la posición absolutamente honorable que alcanzaron los bastardos, sobre todo en los siglos XIV y XV, muestra que, si bien no habían sido deseados, sí eran aceptados, en el caso de la madre ni que decir tiene, pero también en el caso de su progenitor, que podría haberlos ignorado u ocultado, y que les garantizaba gustoso un lugar cómodo en la familia que los acogía. El aborto provocado de manera voluntaria, en la ciudad, y más aún en el campo, era desde luego algo muy corriente, pero no dejaba de ser clandestino y, por lo tanto, peligroso; en efecto, la Iglesia velaba por la simiente. En la práctica, se conocen bastante bien las recetas que enseñaban las matronas: en general, infusiones de manzanilla, jengibre, helecho, manipulaciones seguramente de lo más peligrosas.
En el caso de que el embarazo fuera mal, o con mayor motivo si se interrumpía, la culpa incumbía sólo a la mujer, como en lo referente a la esterilidad, que siempre se atribuía al sexo femenino. La parturienta estaba acostada, incluso acuclillada, o sólo sostenida por almohadones. Las matronas preparaban ropa blanca y el baño; la «ventrera» animaba y ayudaba a la madre; también era ella la que se ocupaba de colocar correctamente al niño si se presentaba mal, por medio de masajes emolientes en el vientre o la vagina, o de manipulaciones con las manos desnudas. Estas mujeres eran expertas en partos y, según parece, actuaban gratuitamente.En aquellas condiciones de higiene rudimentaria, el alumbramiento, probablemente ya de por sí doloroso, conllevaba un riesgo mortal; la cesárea para salvar al niño no se practicaba, al menos no mientras la madre estuviese viva; y se ha podido estimar que una de cada diez mujeres, quizá más, no conseguía sobrevivir a un parto difícil, y que casi siempre se trataba de primerizas. Entre un 25 y un 30 por ciento de los niños morían al nacer:tétanos, meningitis, asfixia provocada por manipulaciones incorrectas, disentería o insuficiencia vascular debida a un embarazo mal llevado o al nacimiento prematuro. Aunque muriese sólo después de unos instantes de vida, el niño había tenido un soplo de humanidad; por supuesto, si no estaba bautizado, iría al infierno, según aseguraba san Agustín. Un hijo cada dieciocho meses, madres jóvenes de dieciséis o dieciocho años, y una esperanza de vida de entre cuarenta y sesenta años: estas estimaciones suponen de diez a quince embarazos en la vida de una esposa. Teniendo en cuenta la mortalidad infantil, la media de hijos que sobrevivían en una pareja era, si nos atrevemos a decirlo, de entre 4 y 6.
A veces las matronas con experiencia preveían su sexo, pero en general éste resultaba una sorpresa. Se daba preferencia a los varones; en una sociedad dedicada a la producción y a la rapiña, era mejor tener guerreros y labriegos que hilanderas y cocineras. En realidad, la verdadera riqueza de la familia eran las hijas, cuyo matrimonio era un asunto fundamental y cuya fecundidad mantendría la especie. Es algo que se ve y se conoce en el caso de la aristocracia, pero sin duda también entre el resto de la gente. Por lo tanto, el descrédito que sufría el sexo femenino tenía un carácter mucho más psicológico que económico.
La miseria podía conducir al infanticidio o al abandono. El primero, dramático y criminal en la Edad Media, se ocultaba; pero aparece en las alegaciones de las cartas de perdón referentes al «encis», la muerte por asfixia del bebé, al que se acostaba en la cama con los padres y «fortuitamente» resultaba muerto. El abandono era algo menos oculto, y menos grave, que incluso contaba con una reglamentación y publicidad: religiosos y cristianos caritativos recogían a los recién nacidos en los atrios de las iglesias, donde eran depositados para confiarlos a su piedad, y para quienes se construyeron hospicios. Aunque los niños pequeños escaparan a esta funesta suerte, hasta los cuatro o cinco años se veían expuestos, y quizá más las niñas, a las enfermedades típicas de la primera infancia, casi siempre contagiosas y a veces mortales: viruela, sarampión, escarlatina, tos ferina o fruto de desarreglos funcionales como las fiebres intestinales.
A partir de un año, le ayudaba a andar valiéndose de un tacatá; pero el parque o el hecho de andar a gatas se evitaban de manera sistemática: no cabe duda de que creían ver en el primero una imagen del encerramiento fetal y, en el segundo, una vuelta a la vida animal que condenaba Dios. La arqueología ha justificado perfectamente el papel que la imagen otorgaba a los juguetes: sonajeros, canicas, muñecas de cera, cocinitas, pequeñas armas de madera, caballos y soldados. Como en todos los siglos, estos juguetes reflejaban lo que el niño veía a su alrededor.El niño tenía su alimentación, ropa, mobiliario y juegos propios. No era aquel enano sin edad que durante tanto tiempo han querido ver los historiadores.
Aquel niño de los primeros años va había superado los peligros de la enfermedad; se dedicaba a las labores domésticas, a las tareas del campo si era necesario e incluso a las militares. Había aprendido las letras y, en algunos casos, los números. En algún momento en que el obispo pasara por la parroquia, habría confirmado los votos del bautismo. Ya no era un infans, sino un puer o una puella; tenía ocho años o doce como mucho. Su vida empezaba de verdad.
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