Carras, el desastre de Craso.

jueves, 1 de noviembre de 2018

La batalla de Carras constituyó, junto con las batallas de Alia, Cannas, Teutoburgo y Adrianópolis, uno de los mayores desastres militares de toda la historia de Roma. Para el Imperio parto, sin embargo, el enfrentamiento supuso una de sus victorias más importantes, la constatación más clara del inmenso poder que había alcanzado esta antigua población de estirpe escita. 

El 9 de junio del año 53 a.C., el grueso de un ejército romano formado por siete legiones, cuatro mil soldados de infantería ligera auxiliar y cuatro mil soldados de caballería, se encontró con un contingente militar parto compuesto por mil jinetes de caballería pesada y nueve mil arqueros a caballo. Al frente de este potente ejército, se encontraba nada menos que Marco Licinio Craso, dispuesto a la conquista del Imperio Parto. Craso tenía más de sesenta años y llevaba las tres últimas décadas casi enteras sin entrar en servicio activo. Como jefe militar era apático y como estratega, torpe. En el año 56 a. C., su alianza con Pompeyo y César ya era tensa, lo que había llevado a la renegociación de su acuerdo: Pompeyo y Craso llegaron al consulado por segunda vez en el 55 a. C. y a César le ampliaron el mando en la Galia por otros cinco años. Pompeyo, que no quería librar otra guerra, recibió un mando especial sobre el conjunto de las provincias españolas que le iba a permitir gobernar a través de delegados; y se quedó a las afueras de Roma para estar al tanto de cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pero Craso ambicionaba la gloria militar y los dividendos de la conquista: después de combatir en el bando de Sila durante la guerra civil, fue él quien sojuzgó al ejército de esclavos de Espartaco en una campaña que fue muy dura, tras las sucesivas victorias del gladiador prófugo sobre todos los ejércitos que Roma enviara contra él; pero derrotar a esclavos procuraba poca gloria, y su victoria sólo le había valido el honor menor de una ovación, y no un triunfo pleno. 

Roma ya dominaba gran parte de Asia, y era profundamente odiada por su corrupción y rapacidad. Craso escogió la provincia de Siria: desde el principio, su plan era invadir Partia. Opinaba que vencer a un enemigo tan formidable como los partos, emparentado además con los persas, equivalía en verdad a la sumisión de la Galia. Craso había zarpado hacia Oriente sólo después de superar una considerable oposición ya que el Senado no quería que el tercero de los triunviros se convirtiese también en un héroe militar. Además, muchos de los romanos más supersticiosos pensaban que sería infausto entrar en guerra sin una provocación. A lo largo de toda su historia, los romanos siempre esperaron tener alguna excusa, por trivial que fuese, antes de entrar en guerra, y Craso no iba a esperar tal excusa. Hasta hubo intentos de impedir la partida de Craso por la fuerza, pero fracasaron.

Con la caída de los seléucidas, Partia se convirtió en una potencia mundial. Vecinos de los territorios romanos de Oriente desde las conquistas asiáticas de Pompeyo, los partos habían ensanchado sus territorios hasta tres ríos: el Éufrates al oeste, el Indo al este, y el Oxo al norte. El monarca parto adoptó entonces el título persa de «Rey de Reyes», con aproximadamente una docena de monarcas menores bajo su égida. La parte del antiguo Imperio Persa que no estaba bajo control parto estaba dominada por Roma. El primer contacto formal entre las dos potencias tuvo lugar en el año 96 a. C, cuando Sila se encontró con el embajador del rey parto (condenado a muerte por permitir que Sila presidiera el encuentro, lo que nos da una idea de la percepción de que los partos tenían de sí mismos…). En muchos aspectos, el Imperio Parto estaba organizado de la misma manera que lo había estado el Persa y, en consecuencia, era un enorme desorden. Su diversidad étnica, cultural y religiosa descartaba cualquier gobierno unidireccional, y todos los gobernadores semiautónomos, reyes vasallos, y grandes familias del imperio tenían sus propias ideas sobre cómo manejar la situación. Las grandes familias, los Suren, Karin y Gev sobre todo, gobernaban enormes feudos donde su mandato era ley. Esto provocó la extravagante crueldad y las demandas de obediencia por parte de los reyes partos, que, al sentirse más débiles, necesitaban realizar grandes demostraciones de poder que unos monarcas más seguros de sí mismos nunca harían.

Pero los partos eran adversarios mucho más temibles que los ejércitos del Ponto y de Armenia a los que con tanta facilidad Sila, Lúculo y Pompeyo habían aplastado. El pueblo de los parnos, que las fuentes griegas y romanas denominaron partos, formaba parte de los dahes, una confederación de pueblos seminómadas que ocupaban desde antiguo las estepas al este del mar Caspio. Esta tribu atacó a mediados del siglo III a.C. a los reyes griegos de la dinastía seléucida, que se habían hecho con el poder de los territorios orientales conquistados por Alejandro Magno. Siguiendo a su rey Arsaces I, los parnos conquistaron la antigua satrapía de Partia, con cuyo nombre serán conocidos desde ese momento. Nació así una nueva dinastía, la arsácida. Desde este núcleo territorial, que se encontraba en el noroeste del actual Irán, los partos consiguieron subyugar a lo largo de todo el siglo II a.C. tanto Mesopotamia como Persia, llegando a gobernar un inmenso imperio que se extendía desde el Éufrates hasta el río Indo. 

Orodes II, rey de los partos, tenía su base de poder en el este, en la meseta irania, donde había vivido en un semiexilio mientras su padre estaba con vida. Su principal respaldo lo constituía el surenas, que era el título del jefe de la casa de Suren. Los surenas poseían el derecho hereditario de coronar al rey con sus propias manos y de dirigir las fuerzas partas en la guerra. Pero los romanos no se impresionaron ante un general que tenía (en palabras de Plutarco) «aspecto delicado y vestimentas afeminadas […] su cara estaba pintada, y su pelo arreglado según la moda persa», y lo consideraron una muestra de la decadencia parta. Los romanos interpretaron la rastrera servidumbre parta hacia sus reyes y nobles como la prueba de que era una nación de esclavos, por lo que debieron quedarse desagradablemente sorprendidos al comprobar la lealtad de los súbditos del rey y la valentía personal tanto de los aristócratas como de los soldados rasos. Los partos eran diferentes a cualquier otro ejército con el que hubieran combatido hasta entonces.

Craso usó de inmediato sus enormes riquezas para levantar un gran ejército y de esta manera, en el otoño del año 54 AC estaba listo para partir de Roma junto con 5 legiones (25.000 hombres) a las que se unirían 4.000 auxiliares reclutados en Judea y 4.000 jinetes (3.000 jinetes reclutados en Asia Menor) y las 2 legiones de Gabinio estacionadas en Siria. Allí llegó en abril o mayo​ del 54 a. C.​ Contaba con unos 40.000 legionarios además de unos 8.000 auxiliares. Pero a pesar de todos los preparativos que hizo para movilizar una poderosa fuerza de invasión, el primer error de Craso fue su incapacidad para familiarizarse con las tácticas del ejército parto. Este fue un error significativo, porque los partos libraban la guerra como ninguna otra nación a la que Roma se hubiese enfrentado alguna vez. 

El primer año lo dedicó a operaciones menores, quizás para aclimatar y adiestrar sus tropas, y establecer una base de operaciones. Cruzó el Eúfrates y se internó las tierras entre los dos ríos. Silaces, el sátrapa parto de la zona, no pudo oponer una resistencia seria al ejército romano y tras ser derrotado y herido cerca de Ichnas, logró escapar y se dirigió a dar la noticia personalmente a su rey. Tras capturar varias ciudades partas ( Carras o Carrhae, Zenodotio, Niceforio, Ichnas y probablemente Batnas) Craso dejó 2 cohortes de cada legión, unos 7.000 legionarios y 1.000 jinetes, repartidos como guarnición entre ellas y se dirigió con el resto de su ejército hacia Siria para pasar el invierno allí. En ese momento se unirá a la expedición su hijo Publio procedente de la Galia donde había servido a las órdenes de Cesar y que traía consigo 1.000 jinetes veteranos de la tribu de los héduos, regalo de César para reforzar su caballería. 

Osroes II envió un embajador para pedir explicaciones por el ataque sin provocación del que había sido objeto. Craso respondió que la respuesta la tendría en Seleucia. Pero pasar el invierno en Siria trajo consecuencias muy negativas para Craso ya que al no avanzar hacia el este tras haber cruzado el Eúfrates había regalado un tiempo precioso a los partos para reorganizarse y prepararse. La estrategia militar de Craso consistía en marchar directamente sobre Mesopotamia y tomar Seleucia del Tigris y Babilonia. Artavasdes II, rey de armenia, había ofrecido a Craso su guardia personal compuesta por 6.000 jinetes, aconsejandole que atacara Partia desde Armenia donde contarían con un terreno más seguro frente a la caballería enemiga y además podría contar con 10.000 jinetes catafractas y 30.000 infantes armenios. Pero Craso rechazó la oferta, quizás para no tener que compartir la gloria (y sobre todo el botín) de la campaña, que preveía fácil, marchando directamente sobre Mesopotamia. Orodes II de Partia dividió su ejército y envió la mayoría de sus tropas a castigar a Artavasdes II de Armenia, mientras dejaba solo a 10.000 hombres guarneciendo Mesopotamia con la misión de retardar su avance pues estimaba que una fuerza tan inferior sería incapaz de detener a Craso. Al frente a estas tropas se encontraba un hábil general parto cuyo nombre no es conocido, pero al que las fuentes grecorromanas denominaron Surena, en referencia al título hereditario que ostentaba el general –Suren– y que lo destacaba como el noble más importante del Imperio parto. 

Dado el carácter parto, no debe sorprender que sus soldados no recibiesen paga alguna y que la logística se considerase magia negra. El grueso del ejército estaba formado por medio de unas levas feudales llamadas hamspah, generalmente completadas con mercenarios. Los soldados de infantería no eran un componente importante del ejército, y la mayoría de éstos eran arqueros, como también ocurría con la mayoría de tropas de caballería. El temible ejército parto, formado principalmente por hábiles jinetes arqueros y por la poderosa caballería pesada catafracta, se convirtió en el garante de la continuidad de un régimen que perduró hasta el siglo III d.C. y que se enfrentó con éxito en numerosas ocasiones a las legiones romanas, el ejército más poderoso y disciplinado de la época. Sus jinetes ligeros eran enormemente móviles, y así debía de ser, pues en el otro extremo del imperio mantenían permanentes escaramuzas con los antepasados nómadas de los hunos.

El ejército parto no tenía una clara estructura organizativa. Por lo que se sabe, era liderado por un comandante supremo, que era o bien el rey, el príncipe; si estos no estaban disponibles, un spahbod recibía el mando,un noble escogidos de entre una de las grandes casas del imperio. Este sería el caso de “Surena”. 

Catafractos partos

El ejército se dividía en gunds (divisiones), divididos a su vez en drafsh (unidades grandes), y estos en washt (unidades pequeñas). Todas estas unidades eran dirigidas por la nobleza regional, los azats. La estructura de mando de los partos era feudal por lo que el rey dependía de que estos azats se presentarsen a su llamada sin demasiada confianza en que esto sucediese siempre. El ejército parto estaba formado principalmente de caballería, y su columna vertebral eran los catafractos iranios y los arqueros a caballo. Se complementaban con levas territoriales (llamada hamspah) y mercenarios extranjeros. ​ Los catafractos partos, la caballería acorazada, estaban muy bien equipados: un casco de bronce o hierro, armadura de escamas o de láminas de hierro cosidas sobre prendas de cuero que permitían una total movilidad de brazos y piernas, guanteletes acorazados, protector para el cuello, botas de cuero con refuerzos metálicos laminares y barda para el caballo, desde la cabeza hasta casi los cascos, de armadura de escamas o laminar. Estaban armados principalmente con un arco compuesto y una lanza. El arco era un arma secundaría ya que el tiro con arco se dejaba para los arqueros de caballería ligera. La lanza era el arma principal del catafracto; si el jinete tenía la suficiente capacitación y el impulso del caballo durante la carga era lo bastante grande, no era raro ver pasar una lanza de catafracto a través de dos soldados a la vez. Los arqueros a caballo no llevaban armadura, sólo un arco y son universalmente conocidos por una maniobra que efectuaban: eran capaces de darse la vuelta en la silla de montar y seguir disparando mientras el caballo seguía adelante a todo galope, maniobra mortal por el impacto y la sorpresa que causaba en sus enemigos. Los arqueros partos fallaban rara vez sus blancos. 

En la primavera de 53 a. C. el ejército romano empezó a avanzar a lo largo del Éufrates mientras sus exploradores informaban que no encontraban enemigos en las cercanías. Las legiones estaban incompletas por las guarniciones dejadas en Mesopotamia el año anterior; se estima entre 28.000 y 35.000 el número de legionarios con los que contaba Craso en este momento. A estas tropas se les sumaban 4000 jinetes y un número similar de auxiliares de infantería,​ principalmente arqueros sirios. Durante la marcha probablemente se les sumaron mercenarios y auxiliares, así que debieron alcanzar los 40 000 a 50 000 efectivos según estimaciones actuales. Su intención era seguir el curso del río hasta Ctesifonte, la capital parta. 

Los errores de Craso continuaron. Avanzó hasta la ciudad de Zeugma en el Éufrates y cruzó a la orilla oriental. El cuestor de Craso, Cayo Casio Longino (uno de los asesinos de Cesar en los idus de marzo, nueve años más tarde) le aconsejó avanzar por el Éufrates hacia Seleucia, protegiendo su flanco y garantizando al mismo tiempo su suministro de agua por la proximidad al río, aduciendo los detallados informes que las guarniciones romanas de la ribera izquierda del río habían dado acerca de los preparativos que el enemigo hacía a la sazón. Seguir el Éufrates exigía debilitar a su ejército dejando guarniciones por un camino mucho más largo. Tampoco era mejor la opción armenia, era fácil sospechar que Artavasdes exageraba el poderío de su ejército y que buscaba que los romanos lucharan por él contra la invasión arsácida, o podía intentar traicionarlo (como le sucedió a Marco Antonio años después). Craso no prestó atención a sus consejos y en su lugar, fue llevado junto a un jefe árabe local llamado Ariamnes o Abgar, señor del desierto de Edesa y Carras, y del camino que de ordinario se seguía desde el Éufrates hasta el Tigris, quien convenció a Craso de que solo una fuerza simbólica de los partos, mandada no por el rey Orodes, sino por un general Surena, estaba cerca para oponerse a él. Abgar estaba secretamente al servicio de los partos y había sido enviado para llevar a Craso hacia una trampa y Craso decidió utilizar a Abgar como guía a través del desierto de Mesopotamia. Guió a los romanos por un camino que al principio fue agradable y fácil pero muy pronto se tornó problemático debido a la profundidad de la arena y a la carencia absoluta de árboles y de agua, agotando a los sedientos soldados; los romanos pronto se encontraron en un mar de arena sin agua a la vista. Mientras Craso estaba en marcha llegaron los emisarios del rey Atavasdes, que había sido atacado por una fuerza parta bajo el mando del mismo rey Orodes, por lo que no podía enviar los refuerzos prometidos. Una vez más, el armenio instaba a Craso a retirarse del desierto y renovar el ataque desde Armenia, donde sus fuerzas podrían unirse en un terreno amigo. Craso, que se sentía traicionado, no respondió pero prometió vengarse de Armenia cuando terminase con Partia. 

Pero aunque parezca increíble en este punto, las cosas fueron aun de mal en peor. El procónsul y su cuestor ya no se hablaban, pero en privado Casio encaró a Abgar por llevarlos a aquel lugar.​ El árabe simplemente se mostraba servicial, alentando y aconsejando a los romanos.​ El ejército romano se encontró varado en medio del desierto de Mesopotamia, no muy lejos de una pequeña ciudad llamada Carrhae o Carras. Algunos de los exploradores del ejército informaron que el ejército de los partos estaba cerca dispuesto para atacar. Esta información dejó a Craso sorprendido e inicialmente, paralizado. Repuesto del shock, ordenó a sus legiones que formasen en cuadro; cada lado estaba formado por 12 cohortes (aproximadamente 6.000 hombres); cada cohorte tendría un escuadrón de caballería de apoyo. El tren de equipajes ocupaba el interior del cuadro. Algunos oficiales habían propuesto que se marchase hacia el enemigo desplegando las filas cuanto fuera posible; pero, en vez de esto, el ejército, que se formó en un completo cuadro. 

Así formado, el ejército marchó hacia adelante, tropezando en su camino, por suerte para los romanos, con el río Balissus. Las tropas agotadas y muertas de sed, pudieron al menos refrescarse antes de la batalla. Craso ordenó a los hombres comer y beber sin deshacer las filas. La mayoría sus oficiales eran partidarios de quedarse junto al río y esperar el ataque de los partos. Pero su hijo, el joven Publio Craso y sus oficiales de caballería, persuadieron a Craso de avanzar hacia el enemigo y los romanos continuaron con su avance encontrándose finalmente con el ejército parto. Con la velocidad del rayo, Abgar se dirigió contra ellos al frente de sus árabes, y los escuadrones partos desaparecieron al otro lado del río y se internaron mucho, perseguidos por el caudillo árabe y por los suyos. Los romanos se sorprendieron gratamente al descubrir que el enemigo no parecía tan numeroso como temían. Sin embargo, el surenas había ocultado el cuerpo principal de su ejército detrás de su guardia, ordenándoles ocultar el brillo de su armadura. De repente resuenan alrededor de los romanos los timbales de los partos; por todas partes se veían ondear sus estandartes de seda bordados de oro y brillar al reflejo de los rayos del sol del mediodía las armaduras y cascos de hierro. Abgar con sus beduinos estaba al lado del visir. Llegados a este punto, Craso carecía de la habilidad necesaria para ajustar su estrategia a las exigencias de la situación. Pompeyo quizá la tuviera; César ciertamente la tenía, pero Craso no. Todo contribuía a asegurar la ventaja del jinete asiático sobre el legionario romano. En tanto la pesada infantería de Roma avanzaba trabajosamente en aquellos arenales y estepas, sufriendo el hambre y la sed por un camino que no estaba trazado y en el que apenas había a largos trechos algunas fuentes, que además era difícil encontrar; el jinete parto, acostumbrado desde niño a estar montado sobre la silla de su rápido corcel o de su camello, y a pasar su vida, por decirlo así, familiarizado con el país y sus dificultades, a las que por necesidad sabía vencer, volaba por aquellas inmensas llanuras. 

El surenas ordenó inmediatamente cargar a sus catafractos, pero esta resultó incapaz de romper las líneas romanas por lo que hizo que se retiraran y ordenó rodear al enemigo. Craso mando a sus auxiliares cargar pero no lograron avanzar mucho, pues una lluvia de flechas los hizo retroceder. En este momento de la batalla, todo el ejército Parto disparaba sus flechas sobre la densa formación romana, lo que les impedía fallar. Cubiertos por una nube de dardos, que hacían blanco seguro aunque fueran arrojados sin puntería, los legionarios sucumbían sin poder defenderse. Sencillamente empleaban sus grandes arcos para arrojar sus flechas, que impactaban con gran fuerza en los romanos. Desde el principio los romanos estuvieron en una situación muy mala. Si mantenían firmes sus filas, eran alcanzados por las flechas, y si intentaban cargar contra el enemigo, el enemigo no sufría más y ellos no sufrían menos, porque los partos podían disparar incluso mientras huían. Los romanos acababan de recibir su bautismo de fuego bajo el «disparo parto», que desde entonces hasta nuestros días se ha convertido en una metáfora de la lengua inglesa para describir el daño que se le inflige a un oponente incluso cuando abandonas el combate.

Dada la ineficacia de las cadenas de suministros de los partos, Craso esperaba razonablemente que los partos se quedaran sin flechas, pero le informaron que los partos disponían de camellos cargados de flechas,​ algo no previsto por los romanos. El surenas lo había previsto todo para esta ocasión disponiendo hábilmente un tren de camellos para abastecer a sus arqueros a caballo de un suministro casi inagotable de flechas. En medio de un auténtico diluvio de flechas, Craso se ve obligado a enviar a su hijo Publio a un contraataque desesperado con el que romper el cerco enemigo. El joven tomó 300 jinetes ligeros, 1000 celtas montados, 500 arqueros y ocho cohortes (unos 4000 legionarios) para apoyar la carga​.​ Los partos retrocedieron fingiendo desorden y confusión​ y Publio salió en su persecución al frente de la caballería, seguido de cerca por la infantería de apoyo. Entendieron demasiado tarde que era otro ardid, pues los partos dejaron de huir y les encararon mientras aparecían otros por todas partes. Cabalgaban alrededor de la cercada fuerza de Publio, levantando una nube de polvo para dificultar al enemigo la organización de su infantería y a sus arqueros sirios responder apuntando a blancos fáciles, desperdiciando sus flechas.​ Quedaron tan amontonados que las flechas partas los fueron alcanzando uno por uno sin poder fallar, dándoles muerte. Publio instó a los sobrevivientes, principalmente caballería, cargar contra el enemigo.​ Pero la caballería romana iba ligeramente armado en comparación con los acorazados catafractos. El combate fue salvaje;​ los feroces celtas pudieron tomar las lanzas de los catafractos y tirarlos al suelo, donde la pesada armadura de los partos los dejó indefensos.

Otros galos se bajaron de sus caballos y arrastrándose debajo de los del enemigo los apuñalaron en el vientre.​ Finalmente, Publio fue herido y los celtas, agotados por la sed y el calor, con la mayoría de sus caballos muertos por las lanzas, se retiraron con la infantería que había formado un muro de escudos. No obstante, al encontrarse en una ladera, aquellos que estaban detrás de los escudos estaban expuestos a las flechas.​ Dos griegos mesopotamios, que conocían el país le ofrecieron intentar escabullirse, pero éste se negó a abandonar a los que morían por sus órdenes. Les deseo suerte y los despidió. Herido en el brazo con que sostenía la espada, ordenó a un soldado que lo apuñalara.​ El resto de los oficiales siguió su ejemplo, mientras que los soldados resistieron hasta que los partos asaltaron su posición. De seis mil hombres aproximadamente que componían la división, apenas quinientos cayeron con vida en poder de los partos: ninguno se salvó de aquel combate y el cadáver de Publio decapitado. ​ 

caballería ligera parta

Dado que una parte importante del ejército parto estaba ocupada con las fuerzas del joven Craso, el grueso del ejército romano experimento una mejora temporal de su situación. Comenzaron a llegar sus mensajeros, solicitando ayuda urgente. Aún no se habían recibido noticias del cuerpo de Publio, y la inquietud siguió a aquella aparente calma. Queriendo saber a qué atenerse, el ejército se dirigió hacia el campo de batalla; allí Craso vio acercarse al enemigo, que traía clavada en una pica la cabeza de su hijo. Los legionarios comienzan entonces un combate parecido a la reciente lucha, combate furioso y sangriento como ella, y como ella también sin esperanza. Imposible romper la línea de los lanceros acorazados; imposible llegar a los flecheros. Solo la noche puso fin a la matanza. Si los partos hubieran vivaqueado sobre el terreno, habría perecido hasta el último soldado romano; pero el enemigo no sabía combatir sino a caballo, y por temor de una sorpresa no acampaba jamás frente a su adversario. 

Como Craso había perdido la razón, sus lugartenientes Casio y Octavio levantaron el campamento lo más rápido y sigilosamente posible; dejaron sobre el terreno a los heridos y dispersos y, con las restantes tropas que podían emprender la marcha, se dirigieron hacia Carras, donde contaban con poder refugiarse al abrigo de sus murallas. Cuando al día siguiente volvieron los partos, se entretuvieron en perseguir a los soldados dispersos del combate de la víspera; todos fueron matados o capturados. Por otra parte, como la guarnición y los habitantes de Carras habían tenido a tiempo conocimiento de la catástrofe por los fugitivos, salieron al encuentro de Craso. Sin ese recurso y sin el tiempo perdido por los partos, los restos del ejército habrían sido quizá completamente destruidos. 

Los partos no podían pensar en dar el asalto a la plaza pero muy pronto los romanos salieron de ella, ya fuera por hambre o nuevamente por la precipitación del triunviro, a quien sus soldados habían querido, aunque en vano, separar del mando para confiárselo a Casio. Así fue que emprendieron el camino de las montañas de Armenia; marchando de noche y acampando de día, Octavio logró al fin ocupar con cinco mil hombres la fuerte posición de Sinnaca, puerto de salvación para el ejército, ubicada a una jornada de las primeras alturas. Allí libró a su general, que había sido extraviado por los guías y que estaba a punto de caer en poder del enemigo. Entre tanto, el surena se acercó al campamento ofreciendo paz y amistad a los romanos en nombre del rey, y proponiendo una entrevista con Craso. El ejército, desmoralizado, pidió a su general que aceptase el ofrecimiento de Surena, y hasta lo obligó a ello. Este recibió al consular y a su Estado Mayor con todos los honores de costumbre, e hizo de nuevo la proposición de un pacto de alianza. Pero al propio tiempo les recordó, como amarga reconvención, la mala suerte de los tratados que habían celebrado otras veces con Lúculo y con Pompeyo sobre la frontera del Éufrates, y les exigió que firmasen al punto un documento. Entonces los partos arreglaron una tienda de campaña ricamente adornada, presente que su rey quería hacer al general romano, y los criados del surena rodearon a Craso para ayudarlo a colocarse en la silla. Pero los oficiales del general romano  se dieron cuenta rápidamente de cuales eran las intenciones de Surena; Octavio,desarmado,desenvainó la espada de uno de los partos y mató a uno de los esclavos. En el consiguiente tumulto y confusión todos los oficiales romanos fueron asesinados. Craso no quiso caer vivo en poder del enemigo ni servirle de trofeo, así que buscó y encontró la muerte en aquel tumulto. Por último, los legionarios que habían quedado en el campo fueron capturados o dispersos. De esta suerte terminó el 9 de julio del año 701, en Sinnaca, el desastre comenzado en la jornada de Carras. el recuento final de bajas romanas sería de 20,000 muertos y 10,000 capturados. 

Ya no existía el ejército del Éufrates. Solo pudieron escapar Cayo Casio, separado del grueso del ejército durante la retirada de Carras, y varios pelotones dispersos. Algunos fugitivos aislados pudieron también sustraerse a la persecución de los partos y de los beduinos, retirándose a Siria. De los cuarenta mil legionarios, o más, que habían atravesado el Éufrates, no se salvaron más que la cuarta parte: la mitad pereció y cerca de diez mil prisioneros fueron conducidos por los vencedores a las extremidades del Oriente, al oasis de Merw, donde vivieron como esclavos, sujetos a servir en el ejército según la ley de los partos. Por primera vez desde que las legiones seguían a las águilas romanas, estas habían caído, casi al mismo tiempo y en el mismo año, en poder del «bárbaro» vencedor. 

Orodes debía mucho al heroico surenas que le había colocado la corona en la cabeza y arrojado del suelo de la patria al extranjero invasor, pero el pago que le dio fue entregarlo al verdugo. Suele ser un problema habitual de los generales de los tiranos que se vean obligados a ganar, pero sin demasiado lucimiento. Gracias a su magnífica victoria, el surenas se había colocado en una situación de igualdad con el propio Orodes, y eso resultaba intolerable. En los meses siguientes, el general murió ejecutado por orden del rey, un acto de gran ingratitud que provocó una considerable indignación en la región oriental de donde era originario el surenas, y contribuyó a la intranquilidad mencionada anteriormente. En su lugar, nombró para el mando del ejército de invasión de Siria a su hijo Pacoro, joven inexperto, a quien otro jefe, Osaces, asistía con sus consejos y sus conocimientos militares. 

Los romanos no lo sabían a la sazón, desde luego, pero la derrota de Carras marcó un viraje decisivo en su historia. Hasta entonces, las derrotas romanas, aun las derrotas sufridas ante hombres como Pirro, Aníbal y Mitrídates, siempre habían sido vengadas. Los enemigos de Roma luego fueron derrotados y, en definitiva, sus patrias (Epiro, Cartago y el Ponto) cayeron bajo la dominación romana. No ocurrió así en el caso de Partía. Los romanos derrotarían a los partos en varias ocasiones, pero nunca conquistarían su país. Partia siguió siendo el límite oriental permanente en el que tuvo que detenerse la expansión romana. 

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