Mucho era el despilfarro de los faraones en su empeño por viajar bien holgados y estupendos a la otra vida. Tesoros enteros y objetos cotidianos de enorme valor se tragaba el desierto y ni los comían los gusanos ni los disfrutaban los humanos. Así que el negocio de asaltar el más allá para aprovechar tales riquezas en el más acá surgió ya en los albores de la antigua vida egipcia. Los ladrones de tumbas operaban a menudo en colaboración con sacerdotes y militares que habían sido sobornados o que estaban más en el ajo que los propios delincuentes.
El destino de tanta riqueza sustraída, naturalmente, no está documentado, pero es seguro que hubo un comercio ilegal que haría las delicias de coleccionistas y codiciosos y que, de cara al exterior, fue muy aprovechado por los fenicios. Sabedores del éxito que por todo el Mediterráneo tenía el diseño egipcio, estos comerciantes de pro cargaban, legal o ilegalmente, sus barcos de todo tipo de ornamentos para venderlos en todos los puertos de sus rutas.
La costumbre de enterrar a los difuntos con un valioso ajuar funerario apareció en época predinástica. Este es el origen de la inveterada costumbre egipcia de enterrar a sus muertos con gran cantidad de objetos y también la de robárselos en cuanto hubiera posibilidad de ello, porque ya en época predinástica los propios vecinos del difunto o habitantes del poblado vecino se encargaban de saquear las tumbas recién cerradas en los cementerios del desierto.Una práctica que no desapareció nunca, pues los egipcios conocían los muchos recursos enterrados existentes en las tumbas y, como es normal, recurrían a ellos cuando podían para redondear sus ingresos, sobre todo en época de crisis.
Los enterramientos reales no se libraron de esta práctica, y ya en la época tinita las tumbas reales de la I dinastía en Abydos.De ese mismo periodo data la primera prueba de que en ocasiones el crimen no se paga, porque en la necrópolis tinita de Helwan —a unos kilómetros al sur de El Cairo— sus excavadores se toparon con un inesperado hallazgo: un ladrón muerto mientras ponía en práctica sus mañas. El túnel que había excavado para alcanzar una tumba de la sección 9.H del cementerio no pudo soportar el peso del muro que tenía encima y el terreno se hundió sobre él, sepultándolo en vida.Este tipo de accidentes no menguó en absoluto los ánimos de los ladrones, que siguieron a lo suyo cada vez que tenían oportunidad. Sobre todo cuando las tumbas pasaron a ser mastabas de múltiples habitaciones visitables y sin puertas, a las cuales los viandantes eran invitados a pasar para leer las fórmulas de ofrendas en honor del difunto. Este no se encontraba a la vista, reposaba en su ataúd dentro de una pequeña cámara funeraria al fondo de un pozo relleno de arena.Por más que durante este periodo el ajuar funerario fuera magro, incluso para los más altos funcionarios, los dueños de las tumbas sentían lógico recelo ante la posibilidad de que pudiera desaparecer y su momia sufriera daño durante el proceso. Algunos consideraron insuficiente el pozo obturado, de modo que se decidieron por una defensa mágica en forma de maldición:
«Respecto a cualquier persona que haga cualquier cosa mala contra esta tumba o entre en ella con la intención de hacer mal: el cocodrilo estará contra ella en el agua, la serpiente estará contra ella sobre la tierra, el hipopótamo estará contra ella en el agua y el escorpión estará contra ella sobre la tierra»
Los faraones no fueron ajenos a este miedo. Los accesos a las criptas de sus pirámides estaban obturados con rastrillos de granito y a veces también con bloques de ese material, pero no por ello dejaron de recurrir a la magia protectora. De modo que cuando incorporaron los Textos de las pirámides a sus habitaciones interiores no se olvidaron de incluir una maldición semejante.No cabe decir que los ladrones quedaran muy impresionados, ni por la magia, ni por los demás sistemas de protección de la pirámide. Buenos conocedores de los materiales que trabajaban, los saqueadores se limitaron a excavar en la blanda caliza por encima o el lado del duro granito, sin llegar siquiera al punto del pasillo donde estaba escrita la maldición.
Son precisamente estos saqueos los responsables de que no se haya encontrado intacto ningún enterramiento regio del Reino Antiguo, aunque al contrario de la creencia general esto no significa que no se hayan encontrado momias dentro de las pirámides, como la localizada en 1997 por un equipo checo en la cámara funeraria de la pirámide de Neferefra, o la momia de Djedkara, encontrada dentro de su pirámide en 1946 y solo identificada a finales del siglo XX, gracias a estudios comparativos con las momias de dos de sus hijas, enterradas en Abusir.
Durante el Reino Medio como había ocurrido en el Reino Antiguo, por mucho que la propaganda real narrara las bondades de la monarquía unificada, el instaurado hábito del saqueo de tumbas siguió practicándose como siempre. De hecho, alguno de sus practicantes fue sorprendido in situ por la mala suerte con desdichados resultados para él. Así, en la tumba 124 de la necrópolis de Riqqeh, situada a unos 80 kilómetros al sur de El Cairo un ladrón penetró en la cámara funeraria excavada en la roca apartando las cuatro hileras de ladrillo que obturaban el acceso y se arrodilló junto al ataúd para poder trabajar con comodidad. Apenas había levantado la tapa y comenzado a maravillarse ante su buena fortuna, pues contenía algunas joyas muy elaboradas de oro y piedras semipreciosas, cuando el techo de la cámara-pozo se le vino encima aplastándolo sobre su botín. Así lo encontraron los arqueólogos a principios del siglo XX.
Por lo general, este riesgo de que se te cayera encima la tumba que estabas robando no se corría con las pirámides de este periodo, que han demostrado ser muy sólidas, pese a ser de ladrillo. Todas menos la de Amenemhat III, que estuvo a punto de venírsele encima al propio faraón, porque fallaron los cálculos, el terreno no resultó lo bastante resistente y las losas de piedra que cubren varios de sus pasillos interiores comenzaron a quebrarse.
Sin duda, robar una tumba requería habilidad y sangre fría. No solo por el hecho de tener que actuar a escondidas en lugares estrechos y con el riesgo de acabar aplastados por varias decenas de toneladas de piedra; sino también porque al parecer por entonces la profanación de lugares sagrados, incluidas las tumbas, había alcanzado tales niveles que estaba castigada con la pena capital.
Cabría esperar que durante el Reino Nuevo, la época de mayor proyección internacional del antiguo Egipto el control del Estado en pleno auge, el problema de los robos de tumbas hubiera quedado solucionado, o al menos se hubiera convertido en un acontecimiento raro. No fue así, como demuestra el sorprendente doble robo de la tumba de Tutankhamón. Sin duda tuvo que ver en ello que Egipto estuviera inmerso en el paso entre el interludio amárnico y la vuelta a la heterodoxia amoniana, lo que demuestra una de las principales características de los robos de grandes tumbas: tienen lugar en cuanto el control general del Estado ha disminuido, cuando hay crisis. Al notarlo, quienes han participado de algún modo en la creación de la tumba y conocen sus riquezas se sienten libres para actuar. No importa que los ladrones conozcan los castigos que implica su actividad.Está claro que el efecto disuasorio de la pena de muerte no era muy grande, ni siquiera entonces, cuando el robo de tumbas se había convertido en un pluriempleo para muchos de quienes trabajaban en la necrópolis tebana. Hemos de suponer que en el resto del país estaría sucediendo algo similar.
Durante la crísis de la XX dinastía, con un clima de inseguridad, decadencia, crisis económica y hambruna general no es de extrañar que los tebanos recurrieran a las fuentes de riqueza más próximas y accesibles para ellos: las miles de tumbas repartidas por toda la orilla occidental. No solo eso, también los templos sufrieron sus depredaciones y las puertas de estos, forradas de valioso metal, fueron perdiéndolo poco a poco.
La existencia de varios grupos organizados de saqueadores nos habla de lo extendido de una práctica que beneficiaba a todos, porque quien no participaba directamente en los robos conseguía ganancia haciendo la vista gorda o soltando al ladrón apresado a cambio de un soborno.
Los intentos oficiales por acabar con los robos no lo consiguieron del todo y la práctica reapareció de nuevo cuando las circunstancias fueron propicias para ello, si bien quizá no tan bien organizada; pues con el abandono del poblado de Deir al-Medina al final del reinado de Ramsés XI el conocimiento del emplazamiento de las grandes tumbas se fue perdiendo, aunque aún tardaría alguna generación en desaparecer del todo. En la XXI dinastía los robos en el Valle de los Reyes alcanzaron tales dimensiones que los sacerdotes de Amón tuvieron que abrir todas las tumbas que allí había para recoger las momias de los faraones y guardarlas en lugar seguro, que durante bastante tiempo fue el templo funerario de Ramsés III, Medinet Habu. Finalmente, durante la XXII dinastía las momias acabaron divididas en dos grupos y ocultas en dos cachettes: la tumba del gran sacerdote de Amón Pinedjem I (la DB 320, junto al templo de Deir al-Bahari) y el hipogeo de Amenhotep II (la KV 35 del Valle de los Reyes). El sistema funcionó, porque la DB 320 no fue encontrada hasta 1871 y la KV 34 hasta 1898.
Finalmente, el tiempo hizo su efecto y la localización de las tumbas se perdió del todo, pero no el recuerdo de su existencia y de su contenido. En época árabe se sabía que los enterramientos de los egipcios estaban repletos de todo tipo de tesoros… invisibles excepto para aquellos que conocieran los adecuados encantamientos. Por otra parte, los misteriosos dibujos que había en sus paredes y mostraban a los muertos resucitando —lo que hoy sabemos es la ceremonia de la apertura de la boca— dejaban claro que los espíritus que moraban en esas sepulturas estaban por completo dispuestos a defender sus tumbas hasta las últimas consecuencias. ¡Pobre del que osara profanarlas! .No es de extrañar que leyendas de tesoros y fantasmas corrieran por el valle del Nilo, hasta hoy, cuando la inexistente maldición de Tutankhamón sigue dando que hablar a crédulos y periodistas en busca de un titular fácil para el verano.
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