El 3 de septiembre del año 401 a.C., los griegos obtuvieron una de las más grandes victorias de toda su Historia. En Cunaxa, Mesopotamia, a escasa distancia de Babilonia, unos diez mil soldados hoplitas combatieron, aliados con las fuerzas del príncipe persa Ciro el Joven, contra la enorme masa del ejército de Artajerjes II, el Gran Rey de Persia. ¿Griegos combatiendo junto a los persas?. Tras la muerte de Darío II rey del Persia, en el año 404 a. C., su hijo Artajerjes II heredó el trono legítimamente. Su hermano menor, Ciro el Joven, conspiró para conseguir la corona. Protegido por su madre Parisatis será restablecido en su mando de Sardes, situada en la zona de Jonia (hoy Turquía) plagada de ciudades griegas (bajo dominio Persa), muy lejos de la sede central del imperio aqueménida. Allí reclutó un ejército de mercenarios griegos. No fue muy difícil, ya que numerosos hoplitas se encontraban inactivos a finales de la Guerra del Peloponeso. Ante la durísima crisis económica en la que se hallaba sumida Grecia, los griegos buscaban un medio para ganarse la vida; tentados por las promesas que les había hecho el príncipe, que aspiraba a desbancar del trono a su hermano Artajerjes, se enrolaron en sus filas.
Así, cuando en Cunaxa el Gran Rey lanzó su ataque definitivo contra ellos, entonaron el peán, el cántico de guerra en honor a Apolo, y respondieron con fiereza. Los persas emprendieron la huida y los griegos quedaron dueños del campo. Pero al día siguiente los griegos descubrieron que, antes de aquel ataque final Ciro ya había sido abatido cuando se arrojó temerariamente contra el Gran Rey y su guardia. Así pues, la victoria final de los griegos no sólo no había servido para nada, sino que ahora su situación era mucho peor, ya que se encontraban abandonados en medio de tierra hostil, a miles de kilómetros de sus hogares, sin víveres y a expensas del ánimo vengativo de Artajerjes.
Pragmáticos, como buenos mercenarios, acordaron una tregua con el rey persa, que pese a todo les seguía temiendo; este les prometió provisiones y seguridad en su camino de regreso. Sólo era una artimaña; Tisafernes, Visir del Gran Rey, tendió una trampa a los jefes griegos y tras invitarlos a un gran banquete hizo detener a cinco de sus generales y a un buen número de capitanes y los ejecutó.Los griegos quedaron, así, descabezados; perdida toda disciplina, los hombres vagaban, desconcertados. Un joven ateniense, Jenofonte, trató primero de animar a aquellos que más autoridad tenían entre los soldados a fin de convencerles de que debían tomar una decisión. Luego se reunieron todos los soldados en una asamblea y Jenofonte les expuso la situación con claridad. No podían entregar las armas al Gran Rey, como éste les exigía, pues eran ellos quienes habían vencido en la batalla; de hecho, Artajerjes no les atacaba porque sabía que eran militarmente superiores. Por tanto, sólo les quedaba la opción de buscar por cualquier medio un camino de vuelta a casa. También les recordó el crimen cometido por los persas contra la hospitalidad y los juramentos al asesinar a sus generales; por ello, los dioses estarían con ellos y defenderían su causa. Todos aprobaron su propuesta. De esta forma, un simple ejército se convirtió en una auténtica comunidad en movimiento, en la que cada miembro participaba en la toma de decisiones; los soldados no servían a Jenofonte ni a otro, sino a sí mismos, teniendo como objetivo la salvación común. Las dificultades a las que se enfrentaban eran enormes.
Los griegos organizaron sus fuerzas en formaciones cuadradas, de modo que la impedimenta, los bagajes y los carros quedasen resguardados en el centro de la formación. Jenofonte, por su parte, se hizo cargo de la retaguardia, hostigada continuamente por la caballería persa: Los griegos formarán una fuerza de asalto de rodios y cretenses, célebres por su dominio del arco y la honda, con la que natuvieron a raya a los persas. Se ensañaban con los cadáveres de los persas a los que lograban abatir, desfigurando sus rostros terriblemente para provocar el pánico y disuadir a los demás de atacarles.
Ante la imposibilidad de cruzar el rio Tigris, los griegos optaron por seguir la peligrosa ruta de las montañas hacia Armenia, siendo hostigados sin descanso por las belicosas tribus carducas de las montañas. Las bajas fueron muy altas por lo que debieron avanzar a marchas forzadas, abandonando la mayor parte de los esclavos y bestias de carga y sirviéndose como guías de prisioneros capturados.Jenofonte y los generales reorganizaron el ejército, dividiéndolo en compañías independientes; así ganaban movilidad para tomar las cimas que abrían los pasos de montaña.
Y así llegaron por fín al río Centrites, en la frontera con Armeniar, donde fueron acosados por un gran ejército carduco. Para evitar un ataque mientras cruzaban el río,que podría resultar fatal, Jenofonte ideó una curiosa estratagema: mientras parte del ejército pasaba a la otra orilla, la retaguardia, comandada por él mismo, hizo amagos de ataque en medio de un gran griterío, con lo que logró ahuyentar a los carducos y facilitar a las tropas la travesía del río. Ya en Armenia, los griegos acordaron una tregua con el gobernador persa Tiribazo, aunque la intención de éste era, en realidad, atacarlos en las montañas. Los griegos, desconfiados, advirtieron la treta y atacaron preventivamente, logrando una nueva victoria.
Aumentaban los enfermos a causa de la mala alimentación; algunos heridos pedían que los degollaran, al no poder continuar, pero Jenofonte enviaba con ellos a los más jóvenes para que, por medio de palabras de ánimo o incluso golpes de bastón, les hiciesen seguir la marcha. Habrían de salvarse todos o ninguno.Continuaron avanzando sin descanso, haciendo frente a cada pueblo que quería expulsarlos de sus tierras hasta que finalmente llegaron al pie de una montaña conocida como Teques. Al coronar su cima, la avanzadilla empezó a proferir gritos; Jenofonte pensó que se trataba de un ataque inesperado y cuando todo el contingente corría para auxiliar a los compañeros advirtieron que los gritos decían: «¡El mar! ¡el mar!». Tenían ante sus ojos el mar Negro, y con él una ruta segura por la costa hasta la ansiada patria. Los griegos se abrazaron, lloraron y erigieron un monumento, un gran túmulo sobre el que colocaron pieles de buey, bastones y escudos de mimbre capturados en la guerra. Conmemoraban, así, su fabulosa huida, pero, sobre todo, a los caídos en el camino.
Atravesaron el desierto de Siria, Babilonia, después la Armenia nevada, para regresar a su patria. Al final, después de varios meses de marcha y de numerosos enfrentamientos con los pueblos de los territorios que cruzaban, llegaron al Mar Negro en Trapezunte. Les quedaban aún 1000 km por recorrer, con escasez de alimento y agua. Los Diez mil, que 2 años después no eran más de 6.000 marcharon a Lámpsaco y después a Pérgamo, donde Jenofonte cedió el mando a Tibrón, y así planear su retorno a Grecia. Fue recibido con honores en Esparta.
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