La mañana del 1 de noviembre de 1755 transcurría tranquila en Lisboa, mientras se celebraban misas por toda la ciudad con motivo de la celebración del Día de Todos los Santos. Las familias pudientes se habían ido a pasar la fiesta a Sintra y los menos ricos tenían encendidas velas en memoria de sus muertos o estaban en los cementerios rezando. A las 9.30 hrs de la mañana,a unos 250 kilómetros de la costa portuguesa, dos placas tectónicas atlánticas chocaron furiosamente, provocando el mayor terremoto desde que hay registros en la historia de Europa (Los geólogos estiman que la magnitud del terremoto sería de aproximadamente un 9 puntos en la escala de Richter). Es el primer terremoto cuyos efectos sobre un gran área fue estudiado científicamente, marcando las bases de la sismología moderna. Lisboa ya había sido devastada anteriormente por otro terremoto (26 de enero de 1531) de una magnitud en torno a 8 en la escala de Richter.
Pero volvamos a la mañana del 1 de noviembre de 1755, sobre las 9 y media de la mañana. Junto a las infraviviendas de la parte baja, cercana al río, y sus calles estrechas de diseño medieval, había docenas de palacios, la gran Catedral Vieja, iglesias grandes, medianas y menores, hospitales, conventos fastuosos, elegantes casas del Chiado recubiertas de azulejos. También un Teatro de la Ópera, orgullo de la ciudad. A esa hora, la mayor parte de sus habitantes se dirigían a las iglesias y lugares de culto para honrar a sus muertos. Los informes contemporáneos indican que el terremoto comenzó a las 9.30 de la mañana y duró entre tres minutos y medio y seis minutos, produciendo grietas gigantescas de cinco metros de ancho en el centro de ciudad. El suelo tembló durante seis minutos y volvió a temblar dos veces más hasta un total de 17. El Teatro Real do Paço da Ribeira, situado junto al actual Terreiro do Paço, quedó completamente destruido. Igual que el 85% de los edificios de Lisboa. En apenas dos minutos, la calma, la belleza y la riqueza de una de las ciudades más viejas y ricas de Occidente se convirtió en muerte, pánico y desolación.
Los aturdidos supervivientes, huidos en pos de seguridad al espacio abierto que constituían los muelles pudieron observar como el agua empezó a retroceder, revelando el lecho del mar cubierto de restos de carga caída y los viejos naufragios y dejando a los barcos anclados en la arena. Cuarenta minutos después del terremoto, tres tsunamis, una pared de agua de entre 6 y 20 metros de altura, engullían el puerto y la zona del centro de la ciudad avalanzandose sobre los atónitos lisboetas, que no tuvieron tiempo de refugiarse ni de huir, subiendo aguas arriba por el río Tajo. La ola gigante barrió la zona litoral de la ciudad y penetró unos 8 kilómetros en su interior asolando todo a su paso, incluyendo el palacio real. El rey José I y la corte habían salido de la ciudad, después de asistir a misa al amanecer, satisfaciendo el deseo de una de las hijas del rey de pasar el día de la fiesta de Todos los Santos lejos de Lisboa. Después de la catástrofe, José desarrolló un gran miedo a vivir bajo techo, y la corte fue acomodada en un enorme complejo de tiendas y pabellones en las colinas de Ajuda, entonces en las cercanías de Lisboa. La claustrofobia del rey no disminuyó nunca y, por eso, hasta después de su muerte, su hija María I no comenzó a construir el Palacio de Ajuda, que se encuentra en el sitio del viejo campo de tiendas. Se produjeron varias réplicas más pequeñas a lo largo del día hasta bien entrada la tarde.
En las áreas no afectadas por el maremoto, los incendios surgieron rápidamente, iniciados en su mayor parte por las velas encendidas en las iglesias con motivo de la festividad de Todos los Santos. Así, cientos de incendios que se habían desatado en la ciudad tras el terremoto se extendieron cuando se levantó el viento por la noche uniéndose hasta formar una gigantesca columna de llamas que, en opinión del historiador estadounidense Mark Molesky, autor del libro This Gulf Of Fire, alcanzó sobre la medianoche la categoría de tormenta de fuego y superó los 1.000 grados centígrados.
Por si todo esto fuera poco, los criminales que habían escapado de las cárceles por las brechas abiertas en los muros debido al terremoto hicieron de las suyas en la ciudad, aprovechando el caos y la anarquía; centenares de ellos saquearon casas, palacios e iglesias, violaron a las mujeres y asesinaron a todo aquel que se les antojó, en medio de una ciudad sumida en el caos mas absoluto. Paradógicamante, el buen montón de prostíbulos situado en una parte de la ciudad no sufrió daño alguno. La gente pensaba que era una extraña demostración de la intervención divina; los burdeles resistieron y las iglesias se derrumbaron. Y por ello, no sólo se derrumbaron las iglesias, con decenas de miles de fieles en su interior, sino también una forma de pensar sobre el dios al que le rezaban en ese preciso instante; el terremoto de Lisboa fue un acontecimiento decisivo en la historia europea porque fue la primera vez que la gente comenzó a cuestionar las causas y la naturaleza de ese tipo de desastres, hizo a un lado a Dios y contempló la posibilidad de las causas naturales para los mismos. Una chispa de racionalidad que fue, quizá, lo único positivo de esta catástrofe perfecta.
En medio de los movimientos de la Ilustración y de la Modernidad, el terremoto de Lisboa -y el posterior tsunami – provocaron fuertes debates intelectuales y políticos. Y el hecho de que el desastre ocurrió en medio de una popular fiesta religiosa, y que gran parte de los edificios más dañados fueran justamente las iglesias de la ciudad, pareció ser una confirmación de la decadencia de la iglesia e, incluso, de la inexistencia de Dios. Lisboa era uno de los centros de negocios más importantes del mundo y el terremoto fue, de algún modo, el equivalente a los atentados a las Torres Gemelas.
Al igual que el rey, el primer ministro Carvalho e Melo, marqués de Pombal, sobrevivió al terremoto. Se cuenta que respondió a quien le preguntó qué hacer: «Cuidar de los vivos y enterrar a los muertos». Con el pragmatismo que caracterizó todas sus acciones, el primer ministro comenzó inmediatamente a organizar las labores de reconstrucción: ordenó al ejército que rodease la ciudad para impedir a los hombres sanos que huyesen ya que estaban obligados a participar en las tareas de desescombro e hizo extinguir los fuegos que aún quedaban en la ciudad y recuperar los cuerpos de los fallecidos y enterrarlos rápidamente para evitar la propagación de enfermedades. También se levantaron patíbulos a lo largo de toda la ciudad para ajusticiar a los saqueadores. En menos de un año, Lisboa estaba ya libre de escombros y comenzando la reconstrucción. El rey estaba ansioso de tener una ciudad nueva y perfectamente ordenada. Manzanas grandes y calles rectilíneas, amplias avenidas fueron los lemas de la nueva Lisboa. Los edificios pombalinos están entre las primeras construcciones resistentes a los terremotos en el mundo. Se construyeron pequeños modelos de madera para hacer pruebas, y los terremotos fueron simulados por las tropas que marchaban alrededor de ellos. La nueva zona céntrica de Lisboa, conocida hoy como Baixa Pombalina, es una de las atracciones turísticas más conocidas de la ciudad. Secciones de otras ciudades portuguesas, como Vila Real de Santo António en el Algarve, se reconstruyeron también siguiendo los principios pombalinos.
Se estima que de una población lisboeta de 275.000 habitantes, unas 90.000 personas murieron. Otras 10.000 murieron en Marruecos, mientras que en Ayamonte (Huelva, España) murieron más de 1000 personas; en Cádiz el mar rompió las murallas, invadió la población tres veces y ocasionó numerosas víctimas. Se registraron víctimas y daños de consideración en más puntos del sur de España y de toda la península ibérica. Los registros de la época hablan de testimonios que relatan cómo se rizaban las aguas de los canales de Amsterdam. Un maremoto de 3 m golpeó también la costa meridional inglesa. Sus efectos se extendieron por la mayor parte de Europa, África y América. Se sintió en Groelandia, las Antillas, Madeira, Noruega, Suecia, Gran Bretaña e Irlanda. La conmoción fue casi tan violenta en África como en Europa. Gran parte de Argel fue destruida; y a corta distancia de Marruecos, un pueblo de ocho a diez mil habitantes desapareció. Una ola formidable barrió las costas de España y África, sumergiendo ciudades y causando inmensa desolación.
Otras de las consecuencias fue la enorme pérdida de obras de arte de artistas mundialmente reconocidos como Tiziano o Rubens, la pérdida de los miles de ejemplares que se encontraban en la Biblioteca Real (unos 70.000 volúmenes), la destrucción de la Real Casa de la Ópera, el Archivo Real, la catedral de Santa María e innumerables iglesias.
Los hechos de Lisboa obligaron a los grandes pensadores europeos de esa época a adoptar puntos de vista más científicos, tanto naturales como sociales, para explicar el fenómeno y sus consecuencias. A partir de él se empezó a desarrollar la moderna sismología, que intentaba explicar de modo no teológico los movimientos telúricos, teniendo al filósofo alemán Immanuel Kant como uno de sus principales promotores. Del mismo modo, el seísmo fue una de las instancias que obligó a pensar en las sociedades y las urbes bajo la perspectiva de la relación del ser humano con su entorno, de manera más sociológica. Hasta tal punto llegó el significado y las implicancias del desastre natural de Lisboa, que el académico Gene Ray, autor del libro “Terror and the Sublime in Art and Critical Theory” (2005), lo compara con hechos contemporáneos y trascendentales de la humanidad como el Holocausto, la bomba de Hiroshima o el 11 de septiembre de 2001. Después de cada uno de estos eventos, se despertó un espíritu pesimista que, Adorno, denominó el efecto “después-de-Auschwitz”.
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