Los londinenses ni se inmutaron cuando una densa niebla envolvió Londres el 5 de diciembre de 1952. No le dieron la menor importancia porque no parecía ser diferente de las que habitualmente se formaban sobre la ciudad. Pero si lo era y la niebla que cubrió Londres durante cinco días mató a 12.000 personas pasando a los anales como el peor fenómeno de contaminación atmosférica en la historia europea. La visibilidad se redujo a sólo a un metro en muchas partes de la ciudad, el transporte se suspendió y decenas de miles de personas tuvieron problemas para respirar.
Ya la reina Isabel I se sentía “muy apenada y molesta con el sabor y el humo” del carbón. En 1661, el escritor John Evelyn (1620-1706), famoso por sus Diarios, escribió un panfleto titulado Fumifugium. En él se quejaba de que el carbón había convertido Londres en “el infierno sobre la tierra; hablaba de las “nubes de humo y azufre” y sugería una medida, sacar las fábricas de la ciudad, de la que por supuesto hicieron caso omiso. A principios del XIX, algunas nieblas duraban una semana y eran tan densas que era imposible leer de día en un interior, ni siquiera al lado de una ventana. En un cementerio de Londres, una lápida recuerda a un hombre “que murió de asfixia en la gran niebla de Londres de 1814”. Con dos millones de habitantes en una ciudad en expansión y una intensa actividad industrial, los gases nocivos empeoraban cada vez más la calidad del aire. Las clásicas nieblas de Londres, espesas y amarillentas, comenzaron en la década de 1840. En la década de 1880, eran un fenómeno que se repetía unas 60 veces al año.Durante siglos, las casas y los palacios se calentaron con leña, que olía bien y era más limpia que el carbón. La madera se encareció a medida que se deforestó el país debido a la edificación, la construcción de barcos y la rápida expansión de la agricultura. A mediados del siglo XVII, el carbón era el principal combustible en Londres. Su uso se intensificó con el desarrollo de la máquina de vapor, que permitió la extracción a grandes profundidades e impulsó la demanda de combustible para alimentar todo tipo de industrias. Cuando a la ecuación se sumaron las fábricas, las hilaturas de algodón, los barcos de vapor y las locomotoras, el consumo de carbón se disparó; pasó de unos 15 millones de toneladas anuales en 1814 a 183 millones 100 años después, al comenzar la I Guerra Mundial. Parecía el combustible perfecto, salvo por su humo contaminante y letal. En la década de 1830, un escritor dijo que los londinenses vivían en “un turbio vapor y un denso manto de humo”. A finales del siglo XIX, el carbón contaminaba todo y la suciedad y el polvo llegaban hasta aldeas remotas. Cada vez llegaba menos luz solar y los árboles morían por culpa de una sustancia nueva y horrible: la lluvia ácida, descubierta a mitad de siglo.
El historiador del arte Hans Neuberger analizó 6.500 cuadros pintados entre 1400 y 1967, en 42 museos. Su estudio revela que los pintores del siglo XVIII y principios del XIX solían incluir nubes, que ocupaban entre un 50% y un 75% del lienzo. Dos famosos artistas ingleses, John Constable y J. M. W. Turner, cubrían de nubes hasta el 75% de la imagen. Los cielos habían dejado de ser tan azules como antes, y Neuberger lo atribuyó al tremendo aumento de la contaminación por el carbón. En esa época, los londinenses se asfixiaban con las nubes que sobrevolaban las calles y las viviendas abarrotadas. Algunos artistas pintaban barcos de vapor que remontaban el Támesis bajo una luz amarillenta o grisácea, y la contaminación era un elemento tan esencial en los cuadros como los árboles y los edificios. Muchos pintores ingleses huían al extranjero durante la estación de nieblas, pero el impresionista Claude Monet no se fue, sino que pintó cientos de lienzos de un Londres brumoso. Decía que la ciudad no sería tan hermosa sin su niebla. El novelista Charles Dickens decía que las partículas de hollín negro eran “la hiedra de Londres”, y Arthur Conan Doyle encerró en 1895 a su gran detective Sherlock Holmes en sus habitaciones por la densa niebla que cubría la ciudad con “unos remolinos pardos y grasientos que se condensaban como gotas de aceite en las ventanas”.
La quema indiscriminada de carbón no solo ahogaba y hacía toser a los peatones, sino que liberaba enormes concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera. Muchos londinenses padecían problemas respiratorios, sobre todo los pobres que se apiñaban en sucios edificios de pisos. La introducción gradual de estufas y cocinas de gas, la sustitución del vapor por motores eléctricos, y el traslado de muchas fábricas fuera de la ciudad contribuyeron a mejorar en parte la situación. Siguió habiendo nieblas espesas, pero el Parlamento, presa de los intereses empresariales, se negaba a aprobar leyes contra los humos
El 4 de diciembre de 1952 Londres amaneció sumida en un frente frío, con ausencia total de viento.El intenso frío obligó a quemar más carbón para mantener los sistemas de calefacción en funcionamiento y los humos procedentes de fábricas, vehículos y hogares se acumularon sobre la ciudad ante la ausencia de viento. Una densa nube de niebla amarilla sofocó el centro de Londres y un radio de 32 kilómetros. El smog (smoke y fog, es decir, una mezcla de niebla y humo) fue tan espeso que atravesarlo era como topar con un muro. No había absolutamente ninguna visibilidad. El tráfico se paralizó. Londres entero se paró. Las nieblas eran tan espesas, casi sólidas, que se comían a los autobuses precedidos por un hombre de a pie con un hachón de resina en la mano; apagan el sonido; obligan a los cines a anunciar al público que la visibilidad de la pantalla no pasa de la cuarta fila y hasta obligaron a suspender, como ocurrió el 8 de diciembre de 1952 una representación de La Traviata por laringitis súbita del tenor y de las dos sopranos y porque los coros no alcanzaban a divisar la batuta del maestro. La niebla entraba también en las casas y en los pulmones de las personas, ensuciando los muebles y ennegreciendo las ropas y la saliva, se pegaba a los vidrios, a las cortinas y a los cuadros. La situación afecto severamente a las personas con afecciones cardíacas y a los asmáticos que morían sin asistencia porque el médico no podía llegar a tiempo a través del muro que reducía el horizonte a dos yardas.
Cuando la niebla se disipó el 9 de diciembre, la cifra de fallecidos era de al menos 4.000 muertos y más de 150.000 personas fueron hospitalizadas. Recientes estudios británicos señalan que la cifra de víctimas mortales fue de alrededor de 12.000. También fallecieron miles de animales. Se sabía que muchos de esos fallecimientos probablemente se debieron a las emisiones del carbón, pero no se conocían los procesos químicos exactos que provocaron la mezcla mortal de niebla y polución. El mismo fenómeno ocurre actualmente en algunas ciudades de China, aunque sin los estragos inmediatos de aquel fatídico diciembre de mediados del siglo XX. Muchas de esas muertes fueron probablemente causadas por las emisiones de la combustión de carbón, pero los procesos químicos exactos que llevaron a la mezcla mortal de niebla y contaminación no han sido plenamente comprendidos en los últimos 60 años. El sulfato fue un gran contribuyente de la niebla y que se formaron partículas de ácido sulfúrico a partir de dióxido de azufre liberado por la quema de carbón para uso residencial y plantas de energía. El dióxido de azufre se transformó en ácido sulfúrico por el dióxido de nitrógeno, otro producto de la combustión del carbón, y se produjo inicialmente en la niebla natural. Otro aspecto clave en la conversión del dióxido de azufre a sulfato es que éste produce partículas ácidas. La niebla natural contenía partículas más grandes de varias decenas de micrómetros de tamaño. La evaporación posterior de la niebla dejó partículas más pequeñas de ácidos que cubrieron la ciudad.
La «niebla asesina» de 1952 desencadenó que el Parlamento británico aprobara la Ley de Aire Limpio en 1956, leyes de aire limpio que restringieron el uso del carbón y fomentaron el del gas para calentarse y para cocinar, y la quema de coque, que producía muy poco humo. Los efectos fueron inmediatos, pero no bastaron para impedir otro gran episodio de smog en diciembre de 1962,con 750 muertes más de las habituales. El nivel de dióxido de carbono fue siete veces superior al normal, y el de humo, 2,5 veces mayor. Millones de personas vivieron varios días en unas condiciones lamentables.
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