El Cisma de Aviñón

sábado, 1 de junio de 2019

El siglo XIV fue tiempo de cambios para la sociedad europea. Al tiempo que el feudalismo se debilitaba, las ciudades experimentaron una paulatina pujanza de la mano del comercio y de la burguesía. España estaba inmersa en la Reconquista e Inglaterra y Francia, en la guerra de los Cien Años. Los otomanos se expandían por el este de Europa, mientras en los mares se enfrentaban Génova y Venecia. Y a mediados de siglo,la peste negra a la que sucumbirá uno de cada tres europeos. Ante tal cumulo de calamidades, muchos volvían su vista hacia la Iglesia en busca de esperanza en un momento en el que el papado se resquebrajaba.A finales del siglo XIV la Iglesia se partió en dos y se eligió un papa en Roma y otro en Aviñón.

Iglesia y Estado chocaron por delimitar sus respectivas competencias. Felipe IV de Francia quería ser quien eligiese al alto clero de su país y pretendía, además, llevar a sus arcas los tributos generados en sus tierras que se desviaban a los Estados Pontificios. El francés, que siempre pasaba por grabes problemas financieros, viendo al alcance de la mano la solución a sus problemas económicos, planeó la expulsión de los judíos para así poder confiscar y vender sus propiedades y con ello, hacer desaparecer sus enormes deudas.Como el Papa Bonifacio VIII no daba su brazo a torcer, Felipe IV apresó al sumo pontífice en la localidad italiana de Anagni, falleciendo poco después. El rey imponía entonces un papa más dócil, el francés Clemente V que trasladó la Santa Sede de Roma a Aviñón. Tras la humillación de Bonifacio VIII en 1303, todos los papas fueron francófonos hasta 1378, y además decidieron no instalar su sede en Roma. En 1309 se establecieron en Aviñón, en lo que actualmente es el sur de Francia, ya que era una ciudad pequeña que podían controlar mejor que Roma. De hecho, durante el siglo que pasaron en esa población, el refinamiento y la opulencia del sistema administrativo pontificio alcanzó su máximo esplendor, como también la potestad que otorgaba a los papas la facultad de decidir los nombramientos eclesiásticos de la Europa latina. Pese a que los reyes galos no gobernaran la ciudad de Aviñón, lo cierto es que el poder de los papas instalados en ella tenía un carácter marcadamente francés: casi la mitad de la financiación del papado procedía de las cuotas que abonaban los templos franceses, y, a la inversa, los papas de la época permitían que el rey de Francia cobrara un impuesto sobre las tierras de la Iglesia con el fin de costear los gastos de la guerra contra Inglaterra.

Así, el papado pasó a estar desde aquel momento bajo la órbita del reino de Francia y las cosas continuaron de un modo más o menos rutinario hasta final de aquel siglo. No obstante, la percepción de que Roma era el lugar de residencia más apropiado para los papas no desapareció en ningún momento, y de hecho, en torno a la década de 1370 ese sentimiento empezó a cobrar una gran fuerza. El papa Gregorio XI, aunque francés, decidió que era hora de regresar a Roma. Regresó en 1377 pero falleció un año después, de modo que, en un tenso cónclave los cardenales tomaron partido según sus propias conveniencias; la facción italiana, presionada por los romanos hizo papa a Urbano VI. Los cardenales franceses reaccionaron reuniéndose en cónclave en Anagni cuatro meses más tarde, tras enemistarse Urbano con la curia; los purpurados se reunían de nuevo anunciando que se les había obligado a designar a Urbano VI, declarando nula su designación y nombrando a su vez sumo pontífice a un primo del rey de Francia, que fue proclamado papa como Clemente VII.El hecho de que Clemente careciera de apoyos en el centro de Italia le forzó a regresar a Aviñón y a instalarse allí. Comenzaba así el Cisma de Occidente, una situación que dividiría la cristiandad durante cuarenta años.

Ambas sedes, la italiana y la francesa, se precipitaron a la búsqueda de apoyos. Clemente VII confió esta delicada misión al cardenal Pedro Martínez de Luna, que consiguió el respaldo de Castilla, Aragón, Navarra, Nápoles, Alemania meridional, Escocia y, obviamente de Francia. El resto de países Inglaterra, buena parte de Alemania, el centro y el norte de Italia, Portugal, Polonia, Hungría y Escandinavia) apostaron por Urbano y se declararon fieles al romano.La guerra de los Cien Años era una vez más el factor que determinaba en gran medida las distintas posturas, pero casi todas las demás motivaciones se debieron a cuestiones de carácter geopolítico. Resultó imposible conseguir una retractación, ya que ninguno de los dos bandos se mostró dispuesto a ceder, ni siquiera tras el fallecimiento de los pontífices. Luna creía oportuno conciliar el catolicismo mediante la abdicación de los dos papas en disputa y la designación de un tercero, pero su proyecto era rechazado por Clemente VII. A la muerte de este, hubo un nuevo cónclave en Aviñón y Luna fue elegido papa con el nombre de Benedicto XIII con la promesa de acabar con el Gran Cisma. Sin embargo, una vez en la silla papal desechó las ideas que había defendido poco antes. No iba a renunciar a la tiara porque creía que él era el papa legítimo. En Roma, un nuevo papa, Gregorio XII, de carácter moderado y pacificador, asumió el poder con la pretensión de terminar con la bicefalia de la cristiandad. Para poner fin al conflicto entre ambas sedes, la Universidad de París, una institución de referencia en cuestiones teológicas, promovió una reunión en la que habría cardenales de ambas sedes para garantizar la ecuanimidad; el lugar escogido fue Pisa. Pero este concilio ecuménico acentuó el Cisma de Occidente. El rey francés, cansado de los papas de Roma y Aviñón, detuvo sus embajadas y en ausencia de estas legaciones, la cumbre de Pisa invistió a un nuevo papa, Alejandro V. Los otros dos pontífices se negaron a renunciar, por lo que tras el Concilio de Pisa no hubo dos, sino tres papas simultáneos.

Palacio papal de Aviñon

Luna no se rindió. Regresó a su tierra natal para asegurarse su apoyo. Entretanto, la jerarquía pisana tenía un nuevo santo padre, Juan XXIII, que había reemplazado al difunto Alejandro V. Juan XXIII, con la aprobación de Segismundo, soberano del Sacro Imperio, convocó un sínodo que debía celebrarse en Constanza, Alemania, para clausurar de una vez por todas el Gran Cisma. El Concilio de Constanza consiguió zanjar las cuatro décadas de división eclesiástica. Juan XXIII fue deslegitimado; Gregorio XII y el romano, renunció a través de un representante; pero Benedicto XIII se negó a abdicar y se retiró a Peñíscola, en España. Esto le importó poco al concilio de Constanza, que lo depuso igualmente y se nombró un papa para la cristiandad reunificada, Martín V. El Cisma de Occidente había concluido.

castillo templario de Peñiscola, residencia del Papa Luna

El Gran Cisma había alentado movimientos reformistas que denunciaban la decadencia del alto clero y pregonaban un retorno a los valores del cristianismo primitivo. El Concilio de Constanza, precisamente, declaró herejes a dos líderes de esta tendencia, el inglés John Wycliffe y el bohemio Jan Hus. Al segundo se lo condenó a la hoguera. Los seguidores de ambos, que se contaban por millares, sufrieron una dura persecución. Pero la mecha estaba encendida. No tardarían en tomar el relevo, ya en el Renacimiento, Lutero, Calvino y otros revolucionarios de la fe. El papa Luna terminó sus días en la más completa soledad. Fue desautorizado y excomulgado, repudiado incluso por Aragón, y solo tres cardenales le guardaron lealtad en el castillo de Peñíscola. En este penoso aislamiento falleció el personaje que había gobernado y confundido durante medio siglo el rumbo de la Iglesia, el actor más longevo, capacitado y testarudo del Cisma de Occidente. Segundo y último antipapa de Aviñón, Benedicto XIII había sobrevivido a la mayoría de sus rivales. Tenía 95 años. Murió convencido de ser todavía el sumo pontífice.

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