En Norteamérica abundan los ríos navegables y, desde el principio, casi todos ellos se constituyeron en grandes vías para el transporte de personas y mercancías, sobre todo gracias a la revolución tecnológica que supuso la aparición de los vapores fluviales, debida a los ingenieros e inventores John Fitch (1743-1798) y Robert Fulton (1765-1815) que en 1807 botó su vapor Clermont y recorrió en él los 240 km que separan Nueva York de Albany surcando el río Hudson. Con este mismo barco, se establecería el primer servicio regular a vapor.
La ciudad de Saint Louis, ribereña del Mississippi y a unos 27 kilómetros al sur de la confluencia del Missouri, se convirtió en un gran puerto fluvial y también en el punto de partida de muchos emigrantes, que recorrían el río por lo menos hasta Franklin, Missouri, uno de los puntos de partida de las caravanas que recorrían el Camino de Santa Fe. La proliferación de los vapores fue algo general en toda Norteamérica. Los famosos steamboats traqueteaban y pitaban a lo largo de los más de 14 000 kilómetros de aguas navegables del corazón de la Norteamérica del siglo XIX. Bajaban por ejemplo desde Pittsburg, donde el Monongahela se une al Allegheny, hacia la ciudad de Cincinnati, en el Ohio, y luego seguían hacia el sur, por el Mississippi, que se surcaba desde Saint Paul, pasando por los enjambres de islas y las praderas de Illinois, atravesando las transparentes aguas del curso alto en dirección a las más embarradas del sur. Pero también se hacía por el ancho Missouri, hasta unos 3200 kilómetros al oeste; por el Tennessee y el Cumberland, en el este, y por los ríos Blanco, Yazoo, Ouachita, Big Black y Atchafalaya, en las ricas tierras del sur. Y, al otro lado del mapa, el Beaver, propiedad de la Hudson’s Bay Company, cargado con todo tipo de productos y de pioneros, comenzó a surcar el río Columbia, la gran artería de transporte del comercio de pieles en el Territorio de Oregón.
Surcar las curvas sinuosas y las caprichosas corrientes del Missouri era un desafío incluso para los más capaces pilotos. Uno de los más famosos, William «Steamboat Bill» Heckman, lo describió irónicamente como «demasiado espeso para navegarlo, pero no lo suficientemente para ararlo». Poco a poco, la mejora técnica de los barcos fue permitiendo ampliar más y más el tramo navegable corriente arriba. A partir de 1831, ya se pudo alcanzar Fort Tecumseh y, poco después, remontando aun más, Fort Union, a casi 3000 kilómetros de distancia de Saint Louis. Tanto capitanes como pilotos habían pasado años en el río y conocían, más o menos, cada banco de arena, cada tronco sumergido y cada escollo que en él hubiera. Uno de los más famosos de todos estos capitanes fue Samuel L. Clemens (1835-1910), más conocido en su faceta de escritor con el seudónimo «Mark Twain». La rivalidad entre los capitanes de los barcos fluviales era muy conocida, pero quizá la más famosa fue la que existió entre John W. Cannon, del Robert E. Lee, y Thomas P. Leathers, del Natchez, los dos mejores barcos de la época. No se caían nada bien el uno al otro y protestaban enérgicamente ante cual quier comentario sobre la mayor rapidez del barco contrario. La gente se preguntaba cuál de los dos sería capaz de batir el récord fijado en 1844 por el J. M. White en tres días, veintitrés horas y nueve minutos entre Nueva Orleans y Saint Louis. Aunque los dos capitanes negaron que estuviera prevista una carrera, ambos barcos tenían programado salir de Nueva Orleans hacia Saint Louis el mismo día, el 30 de junio de 1870. Fuera o no una carrera, el caso es que la ganó el Robert E. Lee, que fue capaz de recorrer el trayecto en dieciocho horas y catorce minutos, un récord que todavía se mantiene.
Aquellas embarcaciones, más o menos lujosas, de tres y a veces cuatro cubiertas, altas chimeneas y ruedas a babor y a estribor (al principio en popa), proporcionaban un confort muy ventajoso respecto a las diligencias y las carretas, y ello a pesar del hacinamiento y de los no pocos riesgos, como los hielos invernales, los numerosos y cambiantes bancos de arena y la abundancia en la corriente de escollos y objetos flotantes, en los tres casos, continuas fuentes de embarrancamientos y naufragios. Mecánicamente, comparados con los barcos modernos, los de vapor eran primitivos, pero para su tiempo resultaron muy eficientes. Sus altas chimeneas tenían unos tiros poderosos y, si el barco quemaba madera, ayudaban a mantener lejos de él las chispas. De hecho, si transportaba algodón, por lo menos ocho hombres con cubos de agua a mano se ocupaban de vigilar que las chispas que salían a raudales, como en un espectáculo de fuegos artificiales, no incendiasen la carga. Pero existía también el peligro de explosión de las calderas. El combustible que se usaba era el carbón, más a menudo que la madera, pero cuando el barco quería acelerar su marcha por cualquier circunstancia se echaban en los fogones barriles de resma, aguarrás o, incluso, grasa de cerdo.
Los mejores de ellos, una especie de «palacios flotantes», que incorporaban todos los lujos conocidos entonces, eran también el lugar predilecto de los tahúres, timadores y otros individuos ansiosos por desplumar a los pasajeros.
En el río Mississippi, a comienzos del siglo XIX, el vapor y el algodón se embarcaron juntos en un viaje que duró casi un siglo. Durante el siglo XVIII más y más colonos se trasladaron a las ricas tierras del curso bajo, mientras las desmotadoras de algodón se perfeccionaban y se traían a la zona grandes cantidades de esclavos. Esa conjunción produjo grandes oportunidades para los terratenientes, que amasaron grandes fortunas. Aparecieron mansiones en las riberas del gran río. Los primeros vapores mercantes trajeron muebles finos, caras viandas y libros y artistas para entretener y satisfacer la creciente sofisticación de pueblos como Natchez y Nueva Orleans. Esta enriquecida población también empleó los vapores para el transporte y los barcos se hicieron cada vez más lujosos y rápidos. El viaje por vapor de Louisville a Nueva Orleans, que tardaba veinte días en 1820, llevaba ya solo seis en 1838. A la vez, también creció la demanda de barcos más pequeños, apropiados para moverse por los ríos tributarios del Mississippi. Los poblados indios o de tramperos, los modestos puestos comerciales y las pequeñas granjas, que habían servido a los aventureros que surcaban el río en busca de nuevas tierras a comienzos del siglo XIX, pronto se vieron sustituidos por florecientes centros comerciales como Saint Louis, Memphis, Helena, Greenville, Vicksburg, Natchez, Bayou Sara, Baton Rouge…
El fenomenal crecimiento del tráfico de vapores en el Mississippi sufrió un brusco frenazo al comenzar la Guerra de Secesión. Los barcos sureños se escondieron en estuarios lejanos para escapar de la destrucción y, en algunos casos, se quedaron en esos pantanos ya para siempre, oxidados, desvencijados y sin reparación posible. No obstante, cuando terminó la guerra, los ribereños retomaron rápidamente el negocio donde lo habían dejado. Durante la década de 1870 y los primeros de la de 1880, se construyeron algunos de los mejores barcos nunca vistos en el Mississippi. Los ferrocarriles (más rápidos, más confortables y sobre todo más económicos) demostraron ser una competencia demasiado poderosa para los vapores fluviales, que, además, se enfrentaron en los últimos años del siglo XIX a otros inconvenientes, como las inundaciones, que interrumpían la navegación al inundar la mayoría de los muelles de descarga; las sequías, que impedían la navegación de los barcos grandes; las constantes epidemias de fiebre amarilla de Nueva Orleans y otros puertos del bajo Mississippi, que cercenaban la actividad, y la falta de dragado de las cada vez más encenagadas corrientes.
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