La cuna y la mesa iban unidas en la Baja Edad Media. Mientras los campesinos malvivían a base de pan y gachas, los festines de sus señores podían durar hasta diez días. Los almuerzos que servía Taillevent, cocinero de Carlos VI de Francia a finales del siglo XIV, eran copiosos. Para empezar, capones, gallinas, caza y coles. Después, asado, pavos reales al apio, paté, liebre y más capones. Seguían pichones, perdiz, gelatinas y más paté. Y luego pasteles, crema frita, almendras, nueces y peras.
Por supuesto, la mesa de un noble no era igual a la de un siervo. Pero la diferencia, más que de calidad, era de cantidad. Los ricos y Poderosos de la Alta Edad Media no entendía de sutilezas. Para ellos, el prestigio social dependía de cuántos alimentos pudiera uno permitirse, sin que importara demasiado su naturaleza o su preparación. Y mientras la Iglesia se desgañitaba en vano pidiendo mesura (a la que ella misma parecía inmune), comer hasta reventar se convirtió en una obligación para los nobles, una muestra de salud y buena cuna. Sin saberlo, se entregaron a una dieta insalubre, deficiente en fibra y cargada de colesterol. Mientras tanto, los campesinos se vieron obligados a subsistir a base de cereales siendo el verdadero peligro para las clases populares las malas cosechas, que podían condenar a centenares de personas a morir de inanición.Los pobres eran frugales porque no tenían más remedio.
La alimentación estaba tan ligada a las diferencias de clase en la Baja Edad Media que adquirió un carácter simbólico a partir del siglo XIV. Cuanto más elevado era el rango de un comensal, más elevadas debían ser también, literalmente, sus viandas. Aves y frutas se consideraban el no va más de la exquisitez, no por su sabor, sino porque unas volaban y otras brotaban en lo alto de los árboles. En cambio, todo lo que crecía a ras de suelo era propio de seres inferiores. En particular, los tubérculos. Nabos y cebollas eran cosa de gente rústica.
Una aristocracia amante de los placeres de la mesa necesitaba cocineros cada vez más sofisticados. Entre los siglos XIII y XIV se publicaron los primeros libros de cocina, un género aún minoritario, dirigido en exclusiva a los profesionales. En 1385, Carlos VI de Francia tenía más de ciento cincuenta personas a su servicio, entre cocineros, reposteros, fruteros, bodegueros, sumilleres, cortadores… Había oficios tan curiosos como el de panetero, que se ocupaba, al mismo tiempo, del pan y de los manteles, o el de calienta-cera, que cubría los rabos de las frutas con cera de abejas para conservarlas en buen estado.
La mezcla de sabores era la norma en la cocina: hacía furor el agridulce, y no era raro que en un mismo servicio se alternaran bandejas de golosinas con otras de productos salados.De cara al invierno, las despensas se llenaban de embutidos, compotas, ahumados y salazones. De ahí la popularidad de pescados como el arenque o el bacalao, fáciles de conservar. Es probable que la carne no siempre llegara a los fogones en condiciones óptimas de conservación. Tal vez por esta razón, la cocina medieval se caracteriza por emplear especias en abundancia: jengibre, pimienta, comino, nuez moscada, canela, clavo… Había alternativas más asequibles, como la mostaza, o “pimienta de pobre”, introducida por los árabes, pero capaz de crecer en suelo europeo. Por lo demás, los campesinos solían contentarse con el ajo, la menta y otras hierbas locales. No existía la noción de entrante, plato fuerte y postre.
Los servicios podían ser tres, cinco o incluso más. Los servicios seguían un orden según el tipo de comida. El primero se dedicaba a la fruta y otros platos de temporada. Luego se servía el potaje, y tras éste venían los «platos fuertes», que correspondían principalmente a las carnes, mejor valoradas que el pescado. La más apreciada era la carne de caza (ciervo, jabalí, perdices…), reservada justamente para los festines dado que no se consumía a diario; luego venía la volatería de corral –capones, ocas, gallinas, incluso cisnes– y en tercer lugar las carnes rojas y consistentes (ternera, carnero). Los platos se sazonaban con salsas hechas de especias y zumos de frutas ácidas; el uso de especias de origen exótico (el jengibre blanco, el azafrán, el comino o la pimienta) era otro elemento de distinción social. En cuanto a la bebida, se servía vino, cerveza, sidra o hidromiel.
Los grandes banquetes se componían de varios servicios, generalmente tres o cuatro, aunque se sabe de casos en Italia de hasta diez servicios. A su vez, cada servicio se componía de diversos platos que se colocaban en la mesa de modo que cada comensal iba tomando lo que le apetecía. El afán de ostentación por parte del anfitrión llevaba a multiplicar los platos; el récord tal vez corresponde al célebre banquete del Faisán celebrado por el duque de Borgoña en 1454 en Lille, en el que cada servicio tenía 44 platos. Era corriente ofrecer dulces y frutos secos al final de la comida, aunque no necesariamente en la misma mesa. El anfitrión buscaba impresionar a sus invitados no sólo con la cantidad y calidad de la comida, sino con su presentación espectacular. Por ejemplo, un papa de Aviñón, Clemente VI, hizo sacar en su banquete de coronación un árbol de plata del que colgaba fruta fresca, junto a otro árbol natural del que colgaban frutas confitadas. En cuanto a la carne, se presentaban los animales asados conservando su forma natural, incluido el plumaje en el caso de las aves. El mismo Clemente VI ordenó un castillo comestible cuyas paredes se elaboraron a base de aves asadas, ciervos cocidos, jabalí, liebre, cabra y conejo. Amadeo VIII de Saboya, por su parte, ofreció a finales del siglo XV un gigantesco castillo con cuatro torres, figuradas por cuatro hombres, en el que se contenía cochinillo asado dorado que lanzaba fuego, un cisne preparado y revestido con su propio plumaje, y una cabeza de jabalí asado, entre otros ingredientes.
Mientras retiraban unas bandejas y traían las siguientes, se entretenía a los invitados con pequeñas representaciones, llamadas entremeses;anunciados por toques de fanfarria (en los banquetes también había acompañamiento musical), eran auténticos números teatrales que transmitían un mensaje político concreto. Por ejemplo, en 1378 el emperador de Alemania Carlos IV organizó durante un banquete una grandiosa representación de la conquista de Jerusalén. En 1385, por el matrimonio de Carlos V de Francia, el episodio elegido fue el asedio de Troya. En el ya citado banquete del Faisán se organizó una compleja performance, que incluía a una mujer desnuda atada a una columna que simbolizaba a Constantinopla capturada por los turcos; al final aparecía un faisán con un rico collar al cuello sobre el que el duque Felipe de Borgoña juró organizar una cruzada para liberar Bizancio. Pero terminado el banquete nadie le pidió que cumpliera su promesa.
Los banquetes eran un momento esencial de la vida social de las clases elevadas. Copiosos, concurridos, lujosos, amenizados con toda clase de diversiones, eran fiestas espléndidas en las que no sólo se comía en buena compañía, sino que también se escuchaba música, se asistía a representaciones teatrales y, sobre todo, se rendía pleitesía al anfitrión, que cuidaba de que cada detalle resaltara su estatus. Toda ocasión era buena para celebrar un gran festín cortesano. Podía ser un acontecimiento político –una victoria militar, la llegada de un visitante ilustre, la entrada del rey en una ciudad–, una novedad familiar –una boda, un nacimiento o bautizo, pero también unos funerales–, o bien una de las diversas fiestas del calendario, como la Pascua, el Pentecostés o, por supuesto, la Navidad.
Poner la mesa tampoco era tarea fácil, sobre todo porque era preciso ponerla de verdad, literalmente. No existían las mesas fijas de comedor, en realidad ni siquiera existían los comedores. El banquete se servía en una sala o en otra en función del número de invitados que se esperaba recibir. Para ello se montaban largas tablas sobre caballetes, que luego se cubrían con manteles adornados con franjas de brocado. Sobre el borde de éstos se colocaba un segundo mantel más estrecho para que los comensales se limpiaran los labios y las manos, aunque en algunos lugares, como la corte de los reyes de Aragón, ya se utilizaban las servilletas de boca en el siglo XIV. También se disponían recipientes con agua de rosas para que los comensales se pudieran lavar las manos antes y durante la comida, cada vez que se degustaba el vino o entre plato y plato. Un método de aseo más extravagante fue el que ideó Ludovico Sforza, duque de Milán, de quien se decía que hacía atar conejos a los asientos de sus invitados de modo que éstos se pudieran limpiar las manos en el lomo del animal.
La cubertería de la mesa medieval se limitaba a las cucharas y los cuchillos, puesto que el tenedor se generalizó únicamente a partir del Renacimiento. Aparte del potaje, para el que se usaba la cuchara, los comensales comían con las manos, aunque con arreglo a ciertas normas de decoro; en Castilla, por ejemplo, el código legal de las Partidas establecía que los trozos de carne debían cogerse con dos o tres dedos. Sobre la mesa se colocaban otros elementos: un salero, un recipiente en forma de nave usado quizá para poner las especias, y las copas o vasos, que no eran individuales sino que se compartían. En la comida se utilizaba una vajilla muy variada: jarras, bandejas, aguamaniles, copas, escudillas, platos… Cubiertas a menudo de oro o plata, estas piezas de gran valor se exponían en un aparador para que los invitados las admirasen. Sabemos que en 1384, la vajilla de Luis de Anjou se componía de 3.000 piezas, el 10 por ciento de oro y el resto de plata dorada o blanca, todas perfectamente dispuestas en aparadores. Del servicio se encargaba el personal doméstico del anfitrión, dirigido por un noble con el cargo de mayordomo: había coperos que servían la bebida, escuderos que traían los platos, trinchadores que se encargaban de cortar la carne…
En la Edad Media lo habitual era sentarse a la mesa dos veces al día: una para el almuerzo, entre las diez y las once de la mañana, y otra para la cena, que solía servirse antes del anochecer. Los banquetes eran una excepción. Un festín medieval podía alargarse hasta la medianoche o incluso durar varios días. Se acomodaba una estancia amplia y bien ventilada, lejos del humo y el calor de la cocina. Podía ser la sala de gala del palacio, pero también un patio descubierto o un jardín en el que se colocaba una techumbre portátil; los banquetes incluso podían celebrarse al aire libre. Cuando había gran número de asistentes podían ocuparse varias salas de la residencia. Por ejemplo, en el banquete ofrecido en París, en 1461, por el duque de Borgoña, Felipe el Bueno, «todos los señores emparentados con la familia real y los grandes barones de Francia acudieron en una multitud prodigiosa», aseguraba un cronista, de modo que «todas las habitaciones en las que podía sentarse gente estaban llenas». En la sala, los comensales se distribuían según una jerarquía preestablecida. El anfitrión se colocaba en una mesa exclusiva, más elevada que las demás, cubierta por un dosel e iluminada especialmente. A ambos lados de esta mesa se situaban las de los invitados, de modo que los de mayor estatus estuvieran más próximos al anfitrión. Todos ellos solían sentarse únicamente a un lado del tablero, en bancos cubiertos con cojines o tapetes, y la comida se servía de frente.
Las sobras se repartían entre los pobres, para cumplir a la vez con las obligaciones del estómago y las de la caridad.
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