Hacia 1860 los Estados Unidos estaban realmente unidos solamente sobre el papel: los jóvenes y prósperos territorios de California y Oregón permanecían separados del resto por una vasta extensión árida poblada principalmente por indios y por algunos pocos cazadores de búfalos, buscadores de oro, pioneros y mormones.El descubrimiento del oro y el desplazamiento masivo de población hacia California había empezado a crear en el Oeste un cierto contrapeso económico y demográfico a la hegemonía del Este. La incorporación de los nuevos territorios del Sudoeste (Texas, Arizona y Nuevo México) exigía enlazarlos también regularmente con el resto de la Unión. Se hacía absolutamente imprescindible mejorar las comunicaciones y el transporte de personas, mercancías y noticias entre aquellos vastísimos territorios y establecer una rápida comunicación postal entre ambas costas.
Las carretas habían tenido mucho éxito en el transporte de cargas hasta ese momento, pero no eran la respuesta idónea para otra imperiosa demanda del creciente Oeste: un transporte de pasajeros más confortable y adecuado. Existía la necesidad de un servicio terrestre de pasajeros más regular,más cómodo y más económico. En última instancia, todo eso sería cubierto con creces por el ferrocarril transcontinental, pero para su llegada quedaban aún unos años. De momento, la solución arbitrada, la mejor por entonces, fue la de poner en servicio distintas líneas de diligencias. Quizás sea el vehículo asociado con el viejo Oeste más instantáneamente reconocible, más incluso que la locomotora de vapor,es el símbolo de la época.
Como servicio de transporte de pasajeros había hecho su aparición en Norteamérica al oeste del Mississippi hacia 1820, cuando se inauguraron varias líneas de ida y vuelta con cabecera en Saint Louis, Missouri. A mediados del siglo XIX, varios servicios de diligencias similares estaban en funcionamiento en Oregón, California y Texas. El Congreso de los Estados Unidos abrió en 1857, un concurso para otorgar la concesión de un servicio postal transcontinental que, según el pliego de condiciones, debía cumplir los siguientes requisitos: «Tener una frecuencia bisemanal y ser servido por carruajes tirados por cuatro caballos, con facilidades para acomodar pasajeros y garantías de seguridad para el transporte del correo».La concesión recayó en la Overland Mail Company, en realidad un consorcio de varias empresas de transporte, entre ellas la poderosa Wells Fargo & Company (que finalmente acabaría controlando la totalidad del negocio), creada en la ciudad de Nueva York en 1852 por Henry Wells y William G. Fargo, ambos con experiencia bancaria y de transportes expresos.
Pero el hombre que iba a unir su nombre al primer transporte a través del continente vía diligencias sería John Warren Butterfield, el típico ejemplo del pionero resuelto y emprendedor para el que no existían los obstáculos que tanto abundarían en el Oeste. Nombrado presidente de la Overland,recibirá en 1858 la concesión (a cambio de un pago de 600000 dólares) del primer enlace transcontinental con diligencias entre Saint Louis y San Francisco, un recorrido de 4500 kilómetros a realizar en un máximo de veinticinco días.El trayecto completo duraba tres semanas y costaba 200 dólares. Las líneas de diligencias se extenderán por todo el país rápidamente: la de San Antonio, Texas, a San Diego, California, desafiaba todos los peligros, especialmente los ataques de los apaches y la falta de agua. Otra línea famosa fue la establecida en 1859 por William Russell para la Central Overland and Pike’s Peak Express Company, que partía de Fort Leavenworth, Kansas, y llegaba a Denver, Colorado. El negocio del transporte llegó a adquirir una envergadura acorde con las dimensiones del país y los requerimientos de movilidad de la población.
Junto a este floreciente mercado del tráfico de personas, estaba el enorme tráfico de mercaderías suscitado por la aparición o el crecimiento de las comunidades que estaban floreciendo en Colorado, Arizona, Arkansas o cualquiera de los nuevos territorios. Por su peso y su volumen, las mercancías debían transportarse en convoyes tirados por bueyes. Se transportaban todo tipo de mercancías en caravanas de carretas tiradas por 12 bóvidos a un promedio de algo más de 3 kilómetros por hora. En ese negocio, un hombre llegó a ser llamado el «Rey de los Transportistas»: Alexander Majors que llegó a disponer de 2.500 carretas, 40.000 bueyes, 1.000 mulas y 4.000 empleados.
El negocio de las diligencias al oeste de Salt Lake City lo dominaba claramente la Wells Fargo, pero esa compañía pudo hacer pocos avances al este de ese punto, porque la zona estaba controlada por Ben Holladay , otra figura mítica del Oeste. Holladay aprendió el negocio ayudando a conducir carretas a su padre a través del desfiladero de Cumberland, en los Apalaches. Se hacía llamar el «Napoleón de las Llanuras» o el «Rey de las Diligencias»; tipo rudo,logró levantar un imperio multimillonario de diligencias, barcos de vapor, plantas de embalaje, minas de oro, molinos de grano y tierras, que le permitía llevar una vida ostentosa y codearse con los funcionarios de más alto rango del Gobierno, a algunos de los cuales mantenía en nómina. La Historia no ha enseñado insistentemente que para forjar estos imperios hay que ser implacable, y desde luego Holladay lo era; continuamente estaba expandiendo su negocio de diligencias atacando y absorbiendo o directamente echando del negocio a las compañías más pequeñas. Holladay desencadenó una guerra total, sin piedad, contra el resto de transportistas. Reventaba los precios a la baja y los negocios de sus adversarios echando el resto al comienzo del servicio y una vez se había hecho con la línea (llevando a la bancarrota a sus rivales), podía elevar libremente sus tarifas por encima de los demás, retirar sus mejores coches de la ruta y abaratar todos sus costes sin miedo a la competencia, previamente arruinada. Conseguido el dominio, seguía anunciando descaradamente servicios casi de lujo, pero cuando el incauto viajero se personaba en el punto de partida con sus pertrechos se encontraba con una carroza desvencijada y unos esqueléticos jamelgos. Además, al menor riesgo de revuelta india, casi siempre supuesta, Holladay aumentaba las tarifas pretextando el alto riesgo de la travesía. Eso lo hacía incluso en recorridos en los que no había ni rastro de indígenas ¡¡¡desde hacía décadas¡¡¡.
Sus carromatos partían atestados con viajeros encaramados en la baca, el pescante e, incluso, montados en la trasera y sobre el equipaje. Muchos de sus rudimentarios coches de paredes de lona y techos y asientos corridos eran notoriamente más incómodos, que ya es decir…, que los demás. La gran mayoría no disponía de sistema de suspensión alguno, así que conducirlos y viajar en ellos era un suplicio que rompía los huesos y la paciencia. Los pasajeros también tenían que hacer frente al mal tiempo, la mala comida, las averías mecánicas, los ataques de los indios y las mas que eventuales veleidades etílicas de los conductores. Pero a Holladay no le preocupaba en absoluto la comodidad de los pasajeros siendo sus órdenes a los conductores muy claras: «Empaquételos como sardinas». Mucho antes de que se llevase a cabo el sueño de un ferrocarril transcontinental, él previó su impacto letal sobre el negocio de las diligencias así que poco a poco fue revirtiendo su hasta entonces prolongada política expansionista e, inesperadamente, en 1866, sorprendió a propios y extraños cuando ofreció a su principal rival, la Wells Fargo, la venta de su negocio, cerrar, liquidar todo y desaparecer. La oferta le fue aceptada y Ben Holladay, el hasta entonces Rey de las Diligencias, se deshizo de sus negocios por 1,8 millones de dólares de la época. Con ese dinero abrió un negocio de barcos a vapor con el nombre de Northern Pacific Transportation Company, que operó desde Alaska a México, y construyó el ferrocarril Oregón-California. Tras algunos otros escarceos en las minas de oro y plata, en destilerías, en mataderos y en otros negocios menores, pasó los últimos años de su vida en pleitos relativos a su complejo financiero y murió en Portland en 1887.
Así hacia 1860, la diligencia se había convertido en el principal medio de transporte terrestre entre Missouri y la Costa Oeste. En principio, la Wells Fargo dejó el transporte de mercancías en manos de sus rivales Russell, Majors & Waddell, que competían a su vez con empresas menores, como la Jones & Cartwright. Pero, entre 1861 y 1862, todas estas empresas de transportes de mercancías se fueron a pique.En 1865, coincidiendo con el fin de la Guerra de Secesión, la nación se preparó para la expansión definitiva hacia el Oeste. En 1866, Wells Fargo controlaba la mayor parte de las líneas del Oeste. Sus famosas diligencias rodaban ya por unos 5000 kilómetros de California a Nebraska, así como de Colorado a Montana e Idaho. Pero, por entonces, los ferrocarriles ya eran una prioridad y, durante la construcción de la Union Pacific y el Central Pacific, Wells Fargo decidió expandir sus intereses, para salvaguardar su futuro.
Aunque se usaban muchos modelos de diligencia de varios fabricantes el más común era el fabricado por Abbot-Downing & Company, conocido como «Concord» en honor a la ciudad de New Hampshire en que se fabricaban. Se trataba de una diligencia muy resistente, de enormes ruedas capaces de vadear grandes caudales que iba suspendida de unos gruesos tirantes de cuero atados al chasis. Cuando estaba en movimiento, se balanceaba sobre ellos y si iba deprisa o por un terreno desigual, era muy fácil marearse. Tenía capacidad para nueve pasajeros dentro y el mismo número, incluidos el conductor y el escopetero, apretujados en el pescante, el techo y la trasera. Pesaba aproximadamente una tonelada y aunque se ha solido representar en el cine tirada por seis caballos la mayoría usaban en realidad, mulas. Solía viajar a una media de unos 8 km/h,y en casi todas las líneas el tiro era relevado aproximadamente cada 320 kilómetros en puestos instalados al efecto. En muchos de ellos, una cantina y un modesto alojamiento permitían a los pasajeros reponerse del terrible zarandeo al que se veían sometidos durante el viaje, acomodados como podían en el habitáculo del carruaje.
Pero, ¿como era realmente un viaje en una de esas diligencias?. Para la mayoría de los pasajeros el viaje era una pesadilla. Cruzar el país duraba varias semanas, con frecuentes cambios de tiros, pocas paradas para comer y menos para dormir por lo que la mayoría de los viajeros intentaba hacerlo en el coche, que solo en raras ocasiones, cuando la región hacía peligrosos los viajes nocturnos, se detenía unas cuantas horas. Además, los ataques de los indios (progresivamente menos frecuentes) o los salteadores (mas abundantes) y la rotura ocasional de una rueda, así como el retraso causado por una inundación o una manada de búfalos, eran riesgos necesariamente aceptables. Por todo ello, los pasajeros llegaban a su destino con evidente alivio.
El Omaha Herald del 3 de octubre de 1877 publicó una guía de consejos útiles para viajeros de diligencia en la que, entre otras cosas, aconsejaba que si se desbocaba el tiro, lo mejor era «mantenerse sentado y tentar la suerte. Si salta a tierra se hará daño nueve veces de cada diez». El licor consumido en tiempo frío significaba que uno «se helaría dos veces más deprisa». Se recomendaba también no fumar dentro del coche y «escupir a sotavento». No se debía discutir de religión o política como tampoco disparar, pues eso asustaba a los animales. Y por fin: «No se entretengan en el lavabo. No se engrasen el pelo, hay mucho polvo. No se imaginen ni por un momento que van de paseo. Esperen aburrimiento, incomodidades y algunas dificultades».
Los conductores de diligencia formaban una raza especial de hombres preparados para arriesgar sus vidas en las tierras de los indios hostiles, para soportar estoicamente al descubierto todo tipo de climas y para afrontar y, si era posible, solucionar el peligro siempre presente de accidentes en el camino. Pero, antes de nada, debían de ser muy hábiles con las riendas y expertos en el trato de las caballerías.Solían ir embozados y envueltos en grandes capas o abrigos, con una gorra o un sombrero de alas anchas. En verano solían llevar también unas gafas tintadas de color verde oscuro para protegerse del sol. Los riesgos eran altísimos y la prevención de llevar un escopetero en el pescante no garantizaba, ni mucho menos, el ponerse a cubierto del asalto de indios o de bandidos que, lo menos que provocaban, era dejar la diligencia a merced de unos animales desbocados.
El periodista del New York Herald Waterman Ormsby apuntó tras soportar los más de 4500 kilómetros del viaje completo hasta San Francisco: «Sería perfectamente capaz de rehacer la ruta de vuelta, pero ahora sé cómo es el infierno. Lo he conocido durante veinticuatro días seguidos».
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